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A Tuka, la esclava, no le iba demasiado bien ahora que estaba en manos de Elizabeth.
En el campamento de los tuchuks, Elizabeth Cardwell me había pedido que esperase todavía otra hora más para liberarla.
—¿Por qué? —había preguntado yo.
—Porque lo mejor que pueden hacer los amos es no interferir entre las disputas de sus esclavas.
Me encogí de hombros. De todos modos no importaba, porque pasaría por lo menos otra hora antes de que estuviese listo para emprender el vuelo hacia las Sardar, con el huevo de los Reyes Sacerdotes a buen recaudo en la silla de mi tarn.
Bastante gente se había reunido por los alrededores, cerca del carro de Kamchak. Entre los que allí estaban figuraba el amo de Tuka, y también la chica. Recordaba cuán cruel había sido con Elizabeth en los largos meses que ésta había pasado con los tuchuks, y también cómo la había atormentado incluso cuando estaba desamparada en la jaula de un eslín, burlándose de ella y pinchándole con el bastón del bosko.
Era muy probable que Tuka hubiese adivinado lo que se preparaba en la mente de Elizabeth, porque salió corriendo tan pronto como vio que la americana se volvía hacia ella.
A una distancia no superior a los cincuenta metros, oímos un grito asustado, y vimos que Tuka caía al suelo después de que Elizabeth le hubiera hecho una presa que no desmerecía del mejor fútbol americano. Poco después se produjo un revoloteo vigoroso y polvoriento entre los carros. Se veía a dos figuras girando sin cesar, mordiéndose, abofeteándose, arañándose y de vez en cuando, a juzgar por el ruido caía algún puñetazo que otro, que normalmente iba a parar a las curvaturas protoplásmicas de la contrincante. Durante un rato siguieron las cosas en la misma tónica, hasta que por fin oímos los gritos pidiendo clemencia de Tuka. Cuando así ocurrió, si no recuerdo mal, Elizabeth estaba encima de la turiana y le agarraba por el pelo para golpearle una y otra vez la cabeza contra el suelo. El cuero que cubría el cuerpo de Elizabeth había sido arrancado en su mayor parte durante la pelea. En cambio Tuka, que solamente iba vestida de Kajira, ni siquiera había tenido esta suerte: cuando Elizabeth acabó con ella, a la turiana sólo le quedaba encima la Curla, la banda roja que mantiene el pelo atado a la parte posterior de la cabeza. Ahora cumplía un cometido diferente: atarle las muñecas por detrás. Acto seguido, Elizabeth ató una correa en la nariz de la esclava, y la condujo al riachuelo, en donde hallaría la fusta adecuada. Cuando encontró la que necesitaba, de suficiente flexibilidad y longitud, así como del espesor y la ligereza apropiados, ató a Tuka por la nariguera en las raíces de un arbusto pequeño pero robusto. Allí la azotó sonoramente. Después la desató del arbusto, y le permitió correr hacia el carro de su amo, todavía atada por la nariz y por las muñecas a la correa de Elizabeth, que la siguió en su carrera como si Tuka fuera un eslín cazador, administrándole los azotes necesarios para que corriese a mayor velocidad.
Finalmente, jadeante, sangrando aquí y allí, medio desnuda, triunfante, Elizabeth Cardwell volvió a mi lado, y se arrodilló como una esclava obediente.
Cuando recuperó el aliento, quité de su cuello el collar. Era libre.
La coloqué en la silla del tarn, ordenándola sujetarse al pomo. Cuando yo montase, la ataría a él con unas correas. También yo me colocaría la correa de seguridad, que normalmente es de color púrpura y constituye una parte clásica en la silla de los tarns.
Elizabeth no parecía asustada de estar sobre un tarn. Pensé con alivio que habría algunas ropas para ella en el fardo, porque evidentemente las necesitaba.
Kamchak estaba allí, y su Aphris también, lo mismo que Harold y su Hereena, que seguía siendo su esclava. Se arrodillaba a su lado, y si por casualidad se le ocurría apoyar la cabeza en el muslo de su amo, éste se la apartaba con buenos modos.
—¿Cómo están los boskos? —le pregunté a Kamchak.
—Tan bien como puede esperarse.
—¿Están afiladas las quivas? —pregunté volviéndome a Harold.
—Así procuro mantenerlas —me respondió el rubio.
—Es muy importante —dije mirando a Kamchak— que los ejes de los carros estén bien engrasados.
—Sí, yo también lo creo así.
Estreché las manos de esos dos hombres.
—Te deseo lo mejor, Tarl Cabot.
—Te deseo lo mejor, Kamchak de los tuchuks.
—Realmente, no eres un mal tipo… —dijo Harold— para ser korobano, claro.
—Tú tampoco eres demasiado malo… para ser tuchuk.
—Te deseo lo mejor.
—Yo también te deseo lo mejor.
Subí rápidamente por la escalerilla de la silla del tarn, y luego la plegué y la até. Tomé algo de fibra de atar y rodeé varias veces la cintura de Elizabeth Cardwell, así como el pomo. Finalmente tensé.
Harold y Kamchak me miraban. Había lágrimas en las caras de ambos hombres. En el rostro de Harold, como un galón escarlata que siguiese el curso de los huesos de la mejilla, brillaba la Cicatriz del Coraje.
—No olvides nunca —dijo Kamchak— que hemos tomado juntos la tierra y la hierba.
—Nunca lo olvidaré.
—Y mientras vayas recordando cosas, puedes recordar de paso que tú y yo ganamos juntos nuestra Cicatriz del Coraje en Turia —señaló Harold.
—Tampoco olvidaré eso.
—Tu llegada y tu partida comprenden parte de dos de nuestros años —dijo Kamchak.
Le miré, sin entender por qué razón lo decía, aunque evidentemente era cierto.
—Esos años han sido dos —dijo Harold sonriendo—: El Año en el que Tarl Cabot llegó a los Pueblos del Carro y el Año en el que Tarl Cabot fue Comandante de Millar.
Me quedé impresionado. Ésos eran nombres de años que serían recordados en adelante por los Conservadores de Años, en cuya memoria quedan grabados los nombres de millares de anos consecutivos.
—¡Pero si en estos dos años han ocurrido cosas de mayor importancia! —protesté—. ¿Qué me decís del sitio de Turia, y de la toma de la ciudad, y de la elección del Ubar San?
—Nuestra elección ha sido recordar a Tarl Cabot.
No dije nada.
—Si necesitas para algo a los tuchuks, Tarl Cabot —continuó Kamchak—, o si necesitas a los kataii, o a los kassars, o a los paravaci… solamente tienes que decirlo, y nosotros cabalgaremos y cabalgaremos hasta encontrarte, aunque estés en las ciudades de la Tierra.
—¿Conoces la existencia de la Tierra? —pregunté.
Recordaba el escepticismo de Kamchak y Kutaituchik aquel día en que habíamos interrogado a Elizabeth Cardwell sobre ello.
—Nosotros los tuchuks sabemos muchas cosas —dijo Kamchak sonriendo—. Más de las que decimos.
Su sonrisa se ensanchó y dijo:
—¡Que la fortuna te acompañe, Tarl Cabot, Comandante de un millar de tuchuks, guerrero de Ko-ro-ba!
Levanté la mano y luego tiré de la correa principal. Las alas del gran animal empezaron a batir, y los tuchuks retrocedieron, confundidos por las olas de polvo que levantaban las alas rojizas del tarn. En un instante vimos alejarse los carros que se extendían como un cuadrado tras otro por pasangs y pasangs. Más arriba vimos el cauce del arroyo, y luego el Valle del Presagio, y luego las torres de la distante ciudad de Turia, allá a lo lejos.
Elizabeth Cardwell lloraba, y la rodeé con mis brazos para consolarla y protegerla de los azotes del viento. Con irritación noté que esas ráfagas de viento humedecían mis ojos.
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