18 - LOS JARDINES DEL PLACER

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En el mismo instante en que Saphrar me gritaba, se levantó un chorro de vapor acompañado de humos procedente del fluido que me rodeaba. Era como si el monstruo en cuyo seno me encontraba hubiese decidido que su presa ya estaba convenientemente atrapada y se atreviese a respirar súbitamente. Al mismo tiempo podía sentir que el líquido amarillo en el que se hallaba sumergida la mitad de mi cuerpo empezaba a espesarse, casi a solidificarse. Grité, horrorizado por la situación en la que me encontraba e intenté volver sobre mis pasos desesperadamente, luchando por alcanzar el bordillo de la balsa que constituía la jaula de esa cosa en la que me hallaba sumergido. El líquido tenía en aquel momento la consistencia de un barro amarillo y caliente, y cuando llegué a un punto en el que su nivel me llegaba a medio muslo, se volvió tan resistente como cemento amarillo y reciente, con lo que me fue imposible dar un paso más. Sentía cómo los elementos corrosivos empezaban a atacarme las piernas, que se estremecían al sentir esos aguijonazos y desgarramientos.
—A veces tarda horas en digerir completamente a sus víctimas —oí que comentaba Saphrar.
Empecé a hundir furiosamente mi quiva en ese material tan espeso que me rodeaba, pero aunque lograba que la hoja del arma penetrara completamente, sólo conseguía dejar una marca que, como si de cemento húmedo se tratara, desaparecía cuando apenas había retirado la mano.
—Algunos hombres —dijo Saphrar—, y hablo de los que no lucharon, sobrevivieron durante más de tres horas. En algunos casos llegaron incluso a ver sus propios huesos.
De pronto, vi que una de las parras colgaba cerca de donde me encontraba. El corazón me dio un salto ante esa posibilidad. ¡Si únicamente pudiera alcanzarla! Con todas mis fuerzas me movía hacia aquella cuerda vegetal, avanzando de centímetro en centímetro. Extendía los dedos, y los brazos y la espalda parecían desgarrarse en el esfuerzo, y conseguí llegar a un punto en el que con una pulgada más alcanzaría la parra; pero, horrorizado, cuando en un último esfuerzo iba a agarrarla, vi cómo se estremecía y se levantaba por sí misma, quedando fuera de mi alcance. Volví a intentarlo una y otra vez, y siempre ocurría lo mismo. Lancé un grito de rabia, y estaba a punto de volver a intentarlo cuando vi al esclavo en el que reparé al entrar en la estancia: tenía la mirada fija en mí, y sus manos manipulaban las palancas del panel. Prisionero de aquel fluido que se coagulaba, de aquella masa espesa, eché la cabeza atrás, desesperado. Había comprendido que aquel esclavo estaba encargado de la manipulación por medio de alambres de las parras.
—Sí, Tarl Cabot —silbó Saphrar entre risas nerviosas—, dentro de una hora, cuando hayas enloquecido de dolor y de miedo, volverás a intentarlo una y otra vez, volverás a intentar alcanzar la parra. Sabrás que es imposible, pero no por eso dejarás de intentarlo, y creerás que de alguna manera has de alcanzarla… ¡pero será inútil! —exclamó, con risas cada vez más incontroladas—. ¡Inútil! En algunos casos he visto a hombres que creían que la parra estaba a su alcance, cuando les quedaba a más de una espada por encima de la cabeza.
Los dientes de oro del mercader, como colmillos amarillos, brillaron cuando echó atrás la cabeza para reír placenteramente mientras con las manos golpeaba en la protección de madera.
La quiva giró en mi mano, y ésta se echó hacia atrás. En aquel momento pensaba que mi torturador, Saphrar de Turia, debía acompañarme en la muerte.
—¡Cuidado! —gritó el paravaci.
La risa de Saphrar cesó, y el mercader me miró con cautela.
Si hubiese echado atrás el brazo para arrojar mi arma, él habría tenido tiempo de ocultarse tras el escudo de madera.
Ahora, Saphrar me miraba con la barbilla apoyada en el borde superior del escudo, y volvía a reír.
—Muchos de los que se han encontrado en el mismo trance que tú han utilizado la quiva —dijo—, pero solamente para hundirla en su propio pecho.
—Tarl Cabot —dije mirando la hoja del arma que tenía en la mano— nunca se matará a sí mismo.
—No creo que eso sea cierto —dijo Saphrar—, y únicamente por esta razón te hemos permitido conservar tu quiva.
El mercader volvió a echar la cabeza hacia atrás para reírse a gusto.
—¡No eres más que un urt gordo y repugnante! —gritó Harold luchando por librarse de sus ataduras entre los dos hombres que le sujetaban.
—Tú, mi querido jovencito —dijo Saphrar con su risilla—, lo que debes hacer es tener paciencia. ¡Ya verás como a ti también te llega el turno!
Intenté tranquilizarme lo más que pude. Sentía que mis pies y piernas tan pronto se abrasaban como se quedaban helados. Lo más probable era que los ácidos del estanque estuvieran empezando a actuar. Por lo que podía observar, el líquido era gomoso, gelatinoso y espeso solamente en la zona próxima a mi cuerpo. Por los bordes veía cómo se agitaba contra el mármol, y comprobé que en esa zona había bajado el nivel, mientras que alrededor de mi cuerpo había subido lentamente. Al parecer, cuando el tiempo fuera avanzando el líquido seguiría su ascensión por mi cuerpo hasta que al cabo de unas horas acabara engulléndome. Pero cuando llegara ese momento, sin duda ya me habría digerido a medias, y la mayor parte de mi cuerpo no sería más que una mezcla de líquidos y proteínas que se habrían disuelto en las sustancias de mi devorador, el Estanque Amarillo de Turia, para servirle de alimento.
Con gran esfuerzo, avancé, pero esta vez no me dirigía al borde del estanque, sino a su centro, a la parte más profunda. Con gran satisfacción comprobé que me era más fácil desplazarme en ese sentido, aunque la diferencia no era demasiado grande. Por lo visto, el estanque se contentaba con que me dirigiera a la parte más profunda, y quizás incluso deseaba que hiciera tal cosa, pues así podría obtener más fácilmente su alimento.
—Pero, ¿qué haces? —gritó el paravaci.
—Se ha vuelto loco —dijo Saphrar.
Mi avance proseguía, y centímetro a centímetro se hacía más fácil, hasta que súbitamente la masa cenagosa que me rodeaba liberó mis piernas y pude dar dos o tres pasos sin dificultad. El nivel del agua llegaba en ese momento a mis axilas. Una de las esferas luminosas y blancas flotaba cerca de mí. Contemplé horrorizado cómo cambiaba de tono a medida que se iba acercando a la superficie, y por tanto a la luz. Quedó justo por debajo de ella y su pigmentación había pasado de un blanco luminoso a un gris más bien oscuro. Estaba claro que era fotosensible. Con un brusco movimiento de mi quiva alcancé esa esfera y le hice un corte. El objeto retrocedió, girando en el fluido, y el mismo estanque pareció reaccionar, pues surgieron chorros de vapor y de luz. Luego volvió a calmarse, pero yo ya sabía que aquel estanque, como todas las formas de vida, tenía algún grado de irritabilidad. Ahora flotaban en torno a mí algunas esferas blancas más, pero ninguna se puso al alcance de mi quiva.
Me dirigí a nado hacia el centro. Tan pronto como lo atravesé comprobé que los líquidos volvían a espesarse. Cuando llegué al otro lado, una vez en el punto en que el líquido me llegaba a la cintura, comprobé que allí tampoco podía avanzar más para alcanzar el borde de mármol. Lo intenté por dos veces, en diferentes direcciones, y el resultado fue el mismo. Las esferas luminosas seguían flotando a mi alrededor o a mis espaldas. Volví a nadar sin dificultades en el centro del estanque y creí ver allí debajo, a varios metros de profundidad, un conjunto de filamentos y esferas entrelazados y unidos en una especie de bolsa formada por una membrana transparente y mezclados con una gelatina de color amarillo oscuro.
Con la quiva entre los dientes me sumergí para dirigirme hacia la zona más profunda del Estanque Amarillo de Turia, en donde parecía encontrarse la sustancia que daba vida al medio en el que me desplazaba.
Casi al mismo tiempo que me sumergía, el fluido que me rodeaba empezó a espesarse, como si quisiera impedir que llegara a esa masa que brillaba en el fondo; pero abriéndome camino con las manos, muy lentamente, continué mi esfuerzo para seguir bajando y bajando. Acabé cavando literalmente, a bastante profundidad bajo la superficie. Mis pulmones clamaban por el oxígeno. Mis manos y uñas empezaron a sangrar y después, cuando parecía que mis pulmones iban a reventar y que la oscuridad me iba a engullir al perder la consciencia, sentí que mis manos tocaban un tejido membranoso y globular, húmedo y viscoso, que huía espasmódicamente de mi contacto. Cabeza abajo, bloqueado en ese fluido gelatinoso, tomé la quiva de entre mis dientes con ambas manos y atravesé esa membrana que se contraía y retiraba. Parecía que aquel globo amorfo intentaba huir de mis golpes de quiva entre los fluidos amarillos, pero agarré la membrana con una mano y con la otra continué desgarrándola y atravesándola. Mi cuerpo se hallaba cubierto por una maraña de filamentos y esferas que intentaban, como si de manos y dientes se tratase, apartarme de la membrana, pero yo seguí con mi ataque, y no dejaba de golpear y desgarrar tejidos. Finalmente me pareció que mi mano penetraba en el interior de la membrana, y continué acuchillando a derecha e izquierda. En ese momento, el líquido que quedaba por encima de mí empezó a hacerse menos espeso, mientras que el interior de la membrana se tornaba sólido y me empujaba hacia fuera. Permanecí allí durante todo el tiempo que pude, pero mis pulmones no soportaban más la falta de aire y sin oponer resistencia, me dejé llevar al exterior de la cámara membranosa para empezar a subir hacia la superficie. El fluido exterior a la esfera también empezaba a endurecerse rápidamente bajo mis pies, y era como si formase un suelo que iba subiendo conmigo, ayudándome a avanzar hasta que por fin mi cabeza salió a la superficie y pude respirar. Me encontraba ahora sobre el Estanque Amarillo de Turia, que se había solidificado por completo. Pude ver cómo los fluidos laterales se filtraban en la masa que había quedado bajo mis pies y se endurecían casi instantáneamente. Aquella masa que hasta hacía unos instantes era líquida se había convertido en algo seco y globular, en algo parecido a una cáscara enorme y viviente. Ni siquiera con la quiva habría podido arañar aquella superficie.
—¡Matadlo! —oí que gritaba Saphrar.
De pronto, una flecha de ballesta me pasó rozando y fue a dar contra el muro curvo que quedaba a mis espaldas. Aquella masa viviente, convertida ahora en una corteza de protección me había elevado hasta su punto más alto, con lo que pude alcanzar con relativa facilidad una de las parras que colgaban y trepar rápidamente en dirección a la cubierta azul de la estancia. Oí otro silbido y vi que otra flecha atravesaba la estancia cristalina del techo. Uno de los ballesteros había avanzado sobre la superficie del estanque endurecido y se encontraba en ese momento casi debajo de mí, con su arma apuntándome. Yo sabía perfectamente que no iba a errar su próximo tiro, pero de pronto oí su grito aterrorizado y al volverme comprobé que los fluidos amarillos del estanque se movían alrededor de aquel hombre, ya que aquella masa, que quizás tenía cualidades termotrópicas, se había tornado líquida con la misma rapidez que se había solidificado. Las esferas luminosas y los filamentos visibles bajo la superficie rodeaban al guerrero. Numerosas flechas silbaban a mi alrededor y atravesaban la superficie azul de la cúpula. Pude oír el grito enloquecido y horripilante del infortunado guerrero antes de romper con mi puño la superficie azulada para pasar al otro lado agarrándome a la estructura metálica que soportaba el peso de varios bulbos de energía.
Desde abajo, a bastante distancia ya, me llegaron los gritos de Saphrar que exigían la presencia de más guardianes.
Corrí por la estructura metálica hasta que, a juzgar por la distancia y por la curvatura de la cúpula, llegué al punto que debía quedar aproximadamente por encima de donde Harold y yo habíamos permanecido al borde del estanque. Allí, con la quiva en la mano y lanzando el grito de guerra de Ko-ro-ba, salté de la estructura y crucé la cubierta azul para ir a aterrizar entre mis sorprendidos enemigos. Los ballesteros estaban tensando las cuerdas de sus armas para lanzar una nueva flecha. Antes de que se hubieran dado cuenta de nada, mi quiva había buscado y encontrado el corazón de dos de ellos, y acto seguido cayó otro. Harold, cuyas muñecas seguían atadas a su espalda, se lanzó contra dos hombres que no pudieron evitar caer entre gritos aterrorizados al Estanque Amarillo. Saphrar, sorprendido, salió como una exhalación de la estancia.
Quedaban dos guardianes que no iban armados con ballestas y que desenvainaron sus espadas a la vez. Tras ellos, con la quiva entre las yemas de los dedos, pude ver al paravaci encapuchado.
Me protegí de la quiva del paravaci corriendo hacia los dos guardianes, pero antes de que les alcanzara, mi quiva, que había arrojado con un movimiento oculto, se hundió en el guardián de mi izquierda. Me desplacé hacia su derecha y antes de que cayera le arrebaté la espada de su mano desfallecida.
—¡Agáchate! —me gritó Harold.
Le obedecí inmediatamente tirándome al suelo, y me pareció percibir el silbido de la quiva del paravaci por encima de mi cabeza. Me enfrenté al segundo guardián rodando sobre mi espalda con la espada levantada para defenderme. Me atacó cuatro veces, y en cada ocasión conseguí rechazarlo, hasta que por fin pude ponerme en pie y empujarle como contestación a su última arremetida. El guerrero cayó hacia atrás, se giró y por fin cayó al líquido brillante y viviente del Estanque Amarillo.
Me volví para hacer frente al paravaci, pero éste, que se había quedado desarmado, lanzó una maldición y salió con gran rapidez de aquella estancia.
Arranqué mi quiva del pecho del guardián y la limpié con su túnica.
Me dirigí hacia donde se encontraba Harold y con un solo movimiento corté los nudos que le apresaban las muñecas.
—Lo que has hecho no está mal… para ser un korobano —me aseguró.
Oímos los pasos apresurados de un buen número de hombres que se acercaban. También se oía el entrechocar de las armas, y el grito agudo y rabioso de Saphrar de Turia.
—¡Deprisa! —grité—. ¡Salgamos de aquí!
Corrimos juntos por el perímetro del estanque, hasta que llegamos a una maraña de parras que colgaba del techo. Por allí trepamos, rompimos el material azul de la cubierta y empezamos a buscar con urgencia un lugar por el que escapar. Alguna salida tenía que existir, pues el techo de la estancia no disponía de ninguna entrada por la que sustituir o arreglar los bulbos de energía. Finalmente encontramos lo que buscábamos: un panel que una vez abierto permitía el paso de una persona. Estaba echada la llave por el otro lado, pero hicimos saltar el cerrojo astillando la madera y cuando por fin la pudimos abrir, emergimos a una terraza desprovista de barandilla.
Yo disponía de la espada del guardián y de mi quiva, mientras que Harold sólo contaba con su quiva.
El tuchuk, que se desplazaba con gran rapidez, escaló por el exterior de una cúpula que había al lado de la que acabábamos de abandonar y miró a su alrededor.
—¡Allí es! —gritó.
—¿El qué? —pregunté—. ¿Los tarns? ¿O ves alguna kaiila?
—¡No! ¡Los Jardines del Placer de Saphrar!
Y después de decirme esto, desapareció por el otro lado de la cúpula.
—¡Vuelve! —grité.
Pero ya se había marchado.
Indignado, pero pensando que mi silueta se podría distinguir contra el cielo y que un ballestero enemigo podría apuntarme con toda tranquilidad, me puse a correr.
A unos ciento cincuenta metros de allí, por encima de varias azoteas y cúpulas que se incluían en los terrenos de la Casa de Saphrar de Turia, distinguí las murallas de lo que indudablemente era un Jardín de Placer. También podía ver las copas de varios árboles en flor que crecían en su interior.
Harold saltaba de techo en techo, bajo la luz de las tres lunas.
Fui tras él, mientras la furia crecía en mi interior.
Si hubiese caído en mis manos en ese momento, quizás le habría retorcido el cuello a ese tuchuk.
Pude ver entonces cómo escalaba por la muralla y, sin mirar apenas a su alrededor, se lanzaba al tronco de uno de los oscilantes árboles para descender rápidamente, amparado por la oscuridad de esos jardines.
Le seguí a toda prisa.

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