19 - HAROLD ESCOGE A SU MUCHACHA

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No me fue demasiado difícil encontrar a Harold. La verdad es que al bajar por el árbol poco me faltó para aterrizar encima de él, pues estaba sentado con la espalda apoyada en el tronco para descansar y recuperar el aliento.
—Tengo un plan —me dijo en tono muy confidencial.
—A eso le llamo yo buenas noticias. ¿Incluye ese plan la manera de escapar de aquí?
—No, todavía no he llegado a ese punto —admitió.
También yo me apoyé en el tronco respirando profundamente.
—¿No hubiese sido mejor alcanzar inmediatamente las calles?
—En las calles nos buscarán, y seguro que en nuestra búsqueda participan todos los guardianes y los hombres de armas de la ciudad. En cambio —añadió mientras iba recuperando su ritmo de respiración normal—, no se les ocurriría nunca buscarnos en los Jardines del Placer. Solamente los locos se ocultarían aquí.
Cerré los ojos brevemente. Estaba dispuesto a coincidir con tal afirmación.
—Naturalmente —dije—, supongo que sabrás que los Jardines del Placer de un hombre tan rico como Saphrar de Turia deben contener a un gran número de esclavas. No puedes pretender que todas permanezcan en silencio cuando algunas de ellas se den cuenta de la presencia inusual de dos guerreros extranjeros entre los arbustos del jardín.
—Sí, eso es cierto —reconoció Harold—, pero no espero estar aquí por la mañana.
Arrancó una brizna de hierba violeta, una de las muchas variedades y colores que se emplean para el adorno de estos jardines, y empezó a mascarla.
—Creo —dijo con aire pensativo—, que una hora será suficiente… o quizás todavía menos tiempo.
—¿Suficiente para qué? —pregunté.
—Para que llamen a los tarnsmanes. Ellos también tendrán que ayudar en la búsqueda. Coordinarán sus movimientos en la Casa de Saphrar, y eso hará que algunos tarns y sus jinetes, si es que éstos no son más que oficiales o correos, queden a nuestro alcance.
Sí, ésa era una posibilidad real. Era indudable que los tarnsmanes acudirían de vez en cuando durante el transcurso de la noche a la Casa de Saphrar.
—Eres muy listo.
—¡Claro que lo soy! —respondió Harold—. ¡Soy un tuchuk!
—Pero creía entender que en tu plan todavía no considerabas la manera de escapar.
—En el momento en que te he dicho eso, realmente no sabía cómo podíamos escapar, pero mientras estaba sentado aquí he ido pensando en la solución.
—Muy bien. Eso me satisface.
—Al final siempre se me ocurre algo. Soy un tuchuk, ¿entiendes?
—¿Y qué sugieres que hagamos ahora?
—De momento, descansemos.
—Muy bien.
Y así nos quedamos sentados, con la espalda apoyada en el árbol en flor de la Casa de Saphrar. Contemplaba los deliciosos bucles de racimos de flores entrelazados que colgaban de las ramas curvas de ese árbol. Sabía que esos grupos de flores que adornaban los tallos colgantes constituían por sí mismos un ramo maravilloso. Efectivamente, esos árboles son tan fértiles que su flora es de una variedad de tonos y colores sutil e increíble. Aparte de esos árboles florales, también había algunos de Ka-la-na, o árboles del vino amarillo de Gor, y uno de tur, rojizo y de amplio tronco, aferrándose al cual trepaba un tur-pah, un vegetal parásito semejante a la vid de hojas rizadas, escarlatas y aovadas de gran belleza. Hay que decir que las hojas de tur-pah son comestibles y que figuran como ingrediente en ciertos platos goreanos. Oí decir que, mucho tiempo atrás, se encontró un árbol de tur en la llanura. Estaba al lado de un manantial, y alguien lo habría plantado allí bastantes años antes. De este árbol de tur tomó su nombre la ciudad de Turia. A un lado del jardín distinguía también una arboleda de tems muy rectos, negros, flexibles. Junto a los árboles había numerosos helechos y arbustos. La cantidad de flores era increíble. Entre los árboles y las hierbas coloreadas se adivinaban intrincados caminos ahora ocultos en las sombras. Aquí y allá podía escuchar el fluir del agua que caía de pequeñas cascadas artificiales y fuentes. Desde donde me hallaba sentado se contemplaban los bonitos estanques en los que flotaban plantas parecidas al loto; uno de ellos era lo suficientemente grande como para nadar, y supuse que en el otro se encontrarían numerosos peces procedentes de varios mares y lagos de Gor.
Me di cuenta entonces de los destellos y sombras que se distinguían por encima del muro, reflejados en algunas construcciones de mayor altura. También se oían pasos apresurados, armas que entrechocaban, y algún que otro grito. Finalmente, tanto los ruidos como las luces se alejaron.
—Ya he descansado —dijo Harold.
—Estupendo.
—Ahora —dijo mirando a su alrededor—, lo que tengo que hacer es encontrar a una muchacha.
—¿A una muchacha? —exclamé casi gritando.
—¡Chsss…! —dijo Harold cruzando su dedo índice sobre los labios.
—Pero, ¿no crees acaso que ya tenemos suficientes problemas?
—¿Para qué te crees que he venido a Turia?
—Para capturar a una muchacha.
—Exactamente. Y no es mi intención irme de aquí sin haber encontrado una.
—Bien —dije apretando los dientes—, creo que por aquí cerca debe haber un buen número de ellas.
—Sin duda las habrá —dijo Harold poniéndose de pie como si lo que ahora debíamos hacer fuera volver al trabajo.
Imitándole, yo también me puse en pie.
Harold no disponía de cuerda con que atar a la chica, ni capucha con que cubrirle la cabeza, ni de un tarn con el que huir, pero esa ausencia del equipo imprescindible para la tarea que se proponía llevar a cabo no parecía importarle lo más mínimo.
—Supongo que me llevará un rato encontrar la que deseo —dijo en tono de disculpa.
—Tranquilo, tómate tu tiempo.
Le seguí a lo largo de una de las sendas de piedra que nos llevó por entre los árboles repletos de flores y luego bordeando uno de los estanques azules. Dejó a un lado el sendero y empezó a caminar con mucho cuidado para no pisar ningún grupo de talenderas, unas flores amarillas y delicadas que los goreanos relacionan a menudo con el amor y la belleza. Después continuó su camino atravesando céspedes de color azul oscuro y anaranjado para llegar a los edificios levantados contra uno de los muros que rodeaban los jardines. Una vez allí subimos por una amplia escalinata de mármol y llegamos a un porche de esbeltas columnas, por donde entramos al edificio central. Nos encontramos entonces en una estancia a media luz repleta de alfombras y cojines y decorada con biombos blancos grabados.
Había allí siete u ocho muchachas vestidas con las Sedas del Placer durmiendo plácidamente, pero ninguna pareció satisfacerle. Yo también las miré, y hubiera dicho que cualquiera de entre ellas habría constituido un magnífico premio siempre que, naturalmente, su transporte hasta los carros hubiera resultado factible. Una pobre muchacha dormía desnuda sobre el suelo, cerca de la fuente. Alrededor de su cuello tenía un grueso collar atado a una cadena; esta cadena se hallaba atada a su vez a una pesada anilla de acero colocada en el suelo. Supuse que la estarían disciplinando, y enseguida empezó a preocuparme que Harold eligiese precisamente a ésa. Para mi alivio, vi que la examinaba brevemente y que luego pasaba de largo.
Pronto abandonamos la entrada central, y Harold empezó a caminar por un largo pasillo alfombrado iluminado por varias lámparas. Entraba en algunas habitaciones y después de inspeccionar en su interior volvía a salir y seguía pasillo adelante.
Tras esto, examinamos otros pasillos y otras habitaciones para volver luego a la estancia de la entrada, desde donde recorrimos más pasillos con sus correspondientes habitaciones. Así lo hicimos por cuatro veces, hasta que nos encontramos en el último de los cinco pasillos principales que salían de la entrada. No había llevado la cuenta, pero debimos inspeccionar a más de setecientas u ochocientas chicas, y entre tal número de riquezas, propiedad de Saphrar, Harold no parecía haber encontrado todavía lo que deseaba. No fueron pocas las ocasiones en que una u otra chica se revolvió o cambió de postura mientras dormía, y eso hacía que mi corazón sufriera bastantes sobresaltos. Afortunadamente, ninguna de ellas se despertó, y pudimos seguir con relativa facilidad nuestra búsqueda.
Finalmente fuimos a parar a una habitación que parecía mayor que las demás y en la que debía haber unas diecisiete bellezas estiradas, todas vestidas con la Seda del Placer. La estancia estaba iluminada únicamente por una lámpara de aceite de tharlarión que colgaba del techo. El suelo estaba cubierto por una amplia alfombra, y sobre ésta se disponían numerosos cojines de diferentes colores, la mayoría amarillos y naranja. No había ninguna fuente a la vista, pero en uno de los lados se distinguían unas mesas bajas con frutas y vinos. Harold miró a las chicas y luego, dirigiéndose a una de las mesas se sirvió una bebida, que por el olor podía ser vino de Ka-la-na. Después tomó un fruto de larma rojo y jugoso y le empezó a dar ruidosos mordiscos y sorbidos que me parecieron particularmente escandalosos en el silencio de aquella estancia. Aunque un par de chicas se movieron, como si algo las incomodara, ninguna se despertó. Respiré aliviado.
Harold se hallaba en aquel momento buscando algo en un baúl de madera que había en uno de los extremos de la mesa. Después de contemplar varios pañuelos de seda, acabó por elegir unos cinco y se dirigió hacia el lugar en el que una de las muchachas estaba hecha un ovillo sobre la alfombra roja.
—Creo que la que más me gusta es ésta —dijo volviendo a darle un mordisco a la fruta y escupiendo algunas semillas.
Vestía una Seda del Placer de color amarillo. Bajo su cabello largo y negro pude distinguir un collar de acero turiano que le rodeaba el cuello. Estaba tendida con las rodillas levantadas y la cabeza apoyada en el hombro izquierdo. El color de su piel era más bien oscuro, bastante parecido al de la chica de Puerto Kar. Me incliné para observarla más de cerca. Era una verdadera belleza, y la diáfana Seda del Placer, que era la única indumentaria que le estaba permitida, no ocultaba sus encantos, sino más bien lo contrario. Un momento después, al mover ella la cabeza con alguna inquietud, me di cuenta con gran sorpresa de que su nariz estaba atravesada por el anillo de oro de los tuchuks.
—Sí, ésta es la que quiero —dijo Harold.
Naturalmente, se trataba de Hereena, la del Primer Carro.
Harold lanzó la piel del larma a un rincón de la habitación y sacó uno de los pañuelos que se había colocado en la cintura. Después de hacer esto, le dio un puntapié a la chica. No pretendía hacerle daño, sino despertarla, aunque, eso sí, de manera bastante ruda.
—¡Levántate, esclava!
Hereena se puso inmediatamente de pie, con la cabeza gacha, y Harold se colocó inmediatamente tras ella, para atarle las muñecas por detrás de la espalda con el pañuelo que tenía en la mano.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Voy a raptarte —le contestó Harold.
La cabeza de la chica se levantó, y su cuerpo se giró para ponerse frente a él mientras tiraba de sus ataduras para liberarse de ellas. Cuando vio al guerrero que tenía delante, sus ojos se hicieron tan grandes como frutos de larma, y su boca se abrió inconmensurablemente.
—Sí, soy yo, Harold el tuchuk.
—¡No! —gritó ella—. ¡Tú no!
—Sí, yo.
Volvió a comprobar los nudos que le había hecho tomando las muñecas en sus manos e intentando separarlas para ver si el pañuelo se aflojaba, pero no era así. Harold le permitió entonces volverse otra vez.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Hereena.
—He probado fortuna.
Hereena seguía intentando liberarse, pero finalmente se dio cuenta de que quien la había atado era un guerrero, y no lo conseguiría. De todos modos, siguió actuando como si no supiese que no podía hacer nada, que era su prisionera, la prisionera de Harold de los tuchuks. Enderezó los hombros y le miró fijamente.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a robar una esclava.
—¿A qué esclava?
—¡Venga, venga, como si no lo supieras!
—¡No! ¡A mí no!
—¡Naturalmente que sí!
—¡Pero si yo soy Hereena! ¡Hereena, del Primer Carro!
Temía que los gritos de la muchacha pudiesen despertar a las demás, pero todas parecían aún dormidas.
—No eres más que una pequeña esclava turiana que ha resultado de mi agrado.
—¡No!
Acto seguido, Harold le metió las manos en la boca y la mantuvo así, abierta, para que yo pudiera verla.
—Mira, ven aquí —me dijo.
Miré. Sí, la verdad era que entre dos muelas de la parte superior derecha había un pequeño hueco.
—Es muy fácil comprobar —dijo Harold— por qué no la eligieron para la primera estaca.
Hereena se retorció, furiosa, incapaz de hablar, ya que las manos del joven tuchuk le mantenían abierta la boca.
Hereena, rabiosa, emitió un extraño sonido. Esperaba que no se le reventara ningún vaso sanguíneo. Harold retiró entonces con gran destreza las manos, evitando por muy poco lo que podía haber sido un mordisco brutal
—¡Eslín! —susurró Hereena.
—De todos modos —dijo Harold—, considerando todos los factores, no es una muchachita falta de encanto.
—¡Eslín! ¡Eslín! —repetía Hereena cada vez con mayor convicción.
—Creo que me gustará tenerte a mi disposición —le dijo Harold acariciándole la cabeza.
—¡Eslín! ¡Eslín! ¡Eslín!
—¿No crees —preguntó volviéndose hacia mí— que a fin de cuentas es una muchacha bastante agraciada?
No pude evitar mirar a esa chica que estaba tan enfurecida, cubierta por la arremolinada Seda del Placer.
—Sí —respondí—, mucho.
—No te preocupes, esclava. Muy pronto serás capaz de servirme, y podré comprobar que puedes hacerlo perfectamente.
Irracionalmente, como lo haría un animal aterrorizado y salvaje, Hereena volvió a intentar liberarse de forma compulsiva.
Harold la contemplaba inmóvil, paciente, sin intentar hacer cambiar su comportamiento.
Temblando de rabia, ella se acercó a Harold y quedó de espaldas a él, con las muñecas levantadas.
—Tu broma ya ha durado lo suficiente. Ahora, libérame.
—No.
—¡Nunca conseguirás que me vaya de aquí contigo! —dijo, airada y arqueando el cuerpo—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!
—Eso es muy interesante. ¿Cómo piensas evitarlo?
—Tengo un plan.
—¡Oh, claro! ¡Como que eres una tuchuk! ¿Y en qué consiste ese plan?
—Es algo muy simple.
—Claro, muy simple, ya que además de tuchuk, eres una hembra.
—Los planes simples —dijo Hereena levantando una ceja en señal de escepticismo— son muy a menudo los mejores.
—Eso depende de la ocasión. ¿Cuál es tu plan?
—Lo único que haré será gritar.
Harold se detuvo a pensar por un momento y finalmente dijo:
—A eso le llamo yo un plan excelente.
—De manera que lo mejor será que me liberes. Os daré diez ihns como margen para que corráis a salvaros.
Eso no me pareció demasiado tiempo. El ihn goreano, o segundo, es sólo un poco más largo que el segundo de la Tierra. De todos modos, el tiempo concedido por Hereena se podía considerar como muy poco generoso en cualquiera de los dos planetas.
—No —dijo Harold—, no creo que mi elección sea ésta.
—Muy bien —repuso ella encogiéndose de hombros.
—Supongo que tienes el propósito de llevar a cabo tu plan.
—En efecto.
—Muy bien, pues: hazlo.
Le miró por un momento, sorprendida, pero inmediatamente echó atrás la cabeza aspirando aire, preparada para proferir un grito salvaje.
Mi corazón estuvo a punto de detenerse, pero Harold, en el preciso momento en que ella iba a empezar a gritar, introdujo uno de los pañuelos en su boca, empujándolo bien adentro. Lo que iba a ser un grito se convirtió en un sonido ahogado, que a duras penas era mayor al de un escape de aire.
—Yo también tenía un plan, esclava.
Tomó uno de los dos pañuelos que le quedaban y lo ató alrededor de su boca, para mantener el otro bien introducido en ella.
—Y según los resultados —prosiguió Harold—, creo que tengo derecho a decir que mi plan era mejor que el tuyo.
Hereena profirió algunos ruidos ahogados más. Sus ojos miraban con furia al tuchuk por encima del pañuelo, y empezó a retorcer el cuerpo violentamente.
Luego, Harold se limitó a levantarla en volandas y después, mientras yo me apartaba, la arrojó al suelo, simplemente. Al fin y al cabo no era más que una esclava. Hereena dijo algo parecido a “Uff” cuando chocó contra el suelo. El guerrero aprovechó ese momento para cruzarle las piernas y atárselas fuertemente con el pañuelo que le restaba.
Hereena le miraba con furia dolorida por encima del pañuelo.
Harold la levantó y se la cargó al hombro. Sí, tenía que admitir que hasta el momento se las había apañado más que bien.
En muy poco tiempo, Harold, con Hereena debatiéndose sobre sus hombros, y yo, habíamos vuelto sobre nuestros pasos para llegar hasta el porche, bajar las escaleras y caminar seguidamente por las sendas que nos condujeron, bordeando arbustos y estanques, al pie del árbol de flores que al principio nos había servido de entrada a los Jardines del Placer de Saphrar.

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