9 - APHRIS DE TURIA

Lo más probable era que yo, vestido con la túnica roja de guerrero, y Kamchak con el cuero negro de los tuchuks, pareciésemos un poco fuera de lugar en el banquete de Saphrar, mercader de Turia.
—Este plato se compone de seso de vulo turiano especiado —explicaba Saphrar.
Para mí era algo sorprendente que se nos recibiese en la Casa de Saphrar en lugar de hacerlo en el palacio de Phanius Turmus, Administrador de Turia. Al fin y al cabo, Kamchak y yo éramos de alguna manera los embajadores de los Pueblos del Carro. Pero mi amigo me dio una explicación satisfactoria a este hecho. Aparentemente, había dos motivos: el motivo oficial y el motivo real. El oficial, proclamado por Phanius Turmus, el Administrador, y por otras autoridades del gobierno, defendía que los representantes de los Pueblos del Carro no merecían que se les recibiera en el palacio de la administración; pero el motivo real, que casi nadie invocaba, era que en ese momento el poder de la ciudad de Turia, como el de muchas otras ciudades, estaba en manos de la Casta de los Mercaderes, cuyo jefe era Saphrar. De todos modos, el Administrador se mantendría al corriente de nuestra visita, y su presencia en el banquete quedaba simbolizada en la persona de su plenipotenciario Kamras, de la Casta de los Guerreros, un capitán de quien se decía que era el Campeón de Turia.
Me metí rápidamente el seso de vulo especiado en la boca, por medio de un pincho de oro, un utensilio culinario que, por lo que sabía, solamente se utilizaba en Turia y para obligarlo a bajar lo más rápidamente posible, bebí una buena cantidad de Paga, que me resultaba mucho más fácil de tragar. Este vino dulce de Turia está tan aromatizado y azucarado que casi pueden dejarse huellas en su superficie con el dedo.
Será bueno precisar, para aquellos que no conozcan este hecho, que la Casta de los Mercaderes no está considerada como una de las tradicionales castas altas de Gor, que son las de los Iniciados, los Escribas, los Médicos, los Constructores y los Guerreros. Lamentablemente, lo más frecuente es que sólo los miembros de estas cinco castas ocupen cargos en los Altos Consejos de las ciudades. Aun así, como es natural, en muchas ciudades el oro de los mercaderes ejerce su imponderable influencia, y no siempre por vías tan vulgares como los sobornos y gratificaciones, sino también, y más a menudo, en asuntos tan delicados como la concesión o el veto a los créditos solicitados por los Altos Consejos, después de estudiar cuáles son sus proyectos, deseos o necesidades. En Gor hay un dicho que gusta mucho a los mercaderes y que reza: “el oro no tiene casta”. Por lo que he oído, entre ellos se consideran en efecto la casta más alta de Gor, aunque nunca lo dirían así por temor a causar la indignación de las demás castas. De todos modos, esta pretensión no es del todo descabellada, pues los mercaderes son muy a menudo, y a su manera, hombres valientes, astutos y hábiles que realizan largos viajes, en los que se arriesgan a perder sus caravanas de mercancías, y que negocian acuerdos comerciales entre ellos, con lo cual desarrollan y refuerzan un conjunto de leyes mercantiles, siendo éstas las únicas disposiciones legales ordinarias que existen entre las ciudades goreanas. Los mercaderes son también quienes organizan y administran realmente las cuatro grandes ferias que tienen lugar cada año cerca de las Montañas Sardar. Y digo “realmente” porque en principio las ferias están bajo la dirección de un comité de la Casta de los Iniciados, pero éstos bastante trabajo tienen ya con sus ceremonias y sacrificios, y se alegran mucho de poder delegar la compleja organización de estas vastas y fenomenales Ferias de Sardar a los miembros de la Casta de los Mercaderes. A pesar de ser una casta inferior y menospreciada, lo cierto es que sin ellos las ferias no podrían existir, al menos en su esplendor actual.
—Y este plato —me decía el mercader Saphrar— tiene como ingrediente principal el hígado del pez cosiano, un pez volador azul provisto de cuatro púas, cocido a fuego lento.
Es éste un pez fino y delicado, de color azul, de tamaño semejante al de un discotarn, que tiene tres o cuatro púas venenosas en su aleta dorsal. Es capaz de saltar fuera del agua para después, mediante sus fuertes aletas pectorales, deslizarse en el aire. Normalmente utiliza este recurso para evadirse de los pequeños tharlariones de mar, que parecen inmunes al veneno de las púas. A este pez también se le conoce a veces como “el pez cantor”, pues en sus ceremonias nupciales tanto el macho como la hembra sacan la cabeza del agua y emiten algo parecido a un silbido.
Solamente se encuentra a este pez azul de cuatro espinas en las aguas del Cos. En profundidades más lejanas se encuentran variedades mayores. Este pescado de pequeño tamaño se considera un bocado exquisito, y su hígado es la exquisitez de las exquisiteces.
—¿Cómo es posible —pregunté— que se pueda servir hígado de pez volador aquí en Turia?
—Dispongo de una galera de guerra en Puerto Kar —me respondió Saphrar—, y la envío al Cos dos veces al año en busca de pescado.
Saphrar era un hombrecillo obeso y sonrosado de cortas piernas y cortos brazos. Sus ojos eran brillantes e inquietos, y sus labios finos y rojos dibujaban una boca redonda. De vez en cuando movía sus dedos gordos de uñas escarlata rápidamente, como si le sacara brillo a un discotarn o sintiera la textura de una tela fina. Como muchos mercaderes, llevaba la cabeza rapada. Tampoco tenía cejas, y sobre cada ojo se había fijado cuatro colgantes de oro que contrastaban con aquella piel rosácea. También llevaba dos dientes de oro, que se hacían visibles cuando sonreía; se trataba de los colmillos superiores, y probablemente contendrían veneno, pues rara vez se adiestra a los comerciantes en el uso de las armas. Le faltaba la oreja derecha, sin duda como consecuencia de un accidente, pues tal amputación se practica en las orejas de los ladrones cuando cometen la primera falta; la segunda falta se castiga con la pérdida de la mano derecha, y la tercera con la amputación de la izquierda y de ambos pies. Realmente hay muy pocos maleantes en Gor, pero por lo que había oído existía una Casta de Ladrones en Puerto Kar, una casta muy poderosa que protegía a sus miembros de indignidades tales como la amputación de oreja. Naturalmente, en el caso de Saphrar, siendo él un miembro de la Casta de los Mercaderes, la falta de la oreja no podía obedecer más que a una coincidencia, coincidencia que, sin duda, debía resultarle bastante molesta. Saphrar era un tipo agradable y simpático, de apariencia indolente si uno no se fijaba en sus ojos o en sus rápidos dedos. Desde luego, puedo asegurar que era un anfitrión excelente y nos colmaba de atenciones. No me habría importado conocerlo mejor.
—¿Y dices que tú, un mercader de Turia, tienes una galera de guerra en Puerto Kar? —pregunté—. ¿No es eso un poco extraño?
Saphrar se recostó en los cojines amarillos, al otro lado de la mesa baja cubierta de vinos y frutas y platos dorados rebosantes de delicadas viandas.
—No me había enterado de que Puerto Kar estuviese en buenas relaciones con alguna de las islas interiores —insistí.
—No lo está.
—¿Y entonces?
—El oro no tiene casta —dijo Saphrar encogiéndose de hombros.
Me llevé a la boca el hígado de pez volador, que inmediatamente obligué a bajar con un buen trago de Paga.
Saphrar hizo una mueca.
—Quizás —sugirió— preferirías un poco de carne de bosko asada.
Volví a colocar el pincho de oro en su soporte, empujé a un lado el plato brillantísimo en el que un esclavo había dispuesto cuidadosamente una buena cantidad de objetos teóricamente comestibles de forma que sugiriesen un manojo de flores silvestres que brotaban de una roca, y dije:
—Sí, creo que lo preferiría.
Saphrar comunicó mis deseos al escandalizado Mayordomo de Banquete quien, después de lanzarme una mirada, envió a dos jóvenes esclavos para que registraran a toda prisa las cocinas de Turia en busca de una tajada de carne de bosko.
Miré hacia un lado y vi a Kamchak, que daba cuenta en ese momento de otro plato, llevándoselo a la boca y después levantándolo para que la comida se deslizara hasta su boca. Si no lo conseguía no tenía ningún inconveniente en empujar con la mano todas esas viandas tan cuidadosamente dispuestas en el plato.
Dediqué entonces mi atención a Saphrar, vestido con sus ropas de placer, hechas de seda de color blanco y dorado, los colores de la Casta de los Mercaderes. Saphrar mordisqueaba con los ojos cerrados algún bicho que continuaba estremeciéndose después de que lo hubiesen empalado en un palillo coloreado.
Aparté la mirada y me concentré en un lanzador de fuego que actuaba al ritmo de las compulsivas melodías elegidas por los músicos.
—No pondré ninguna objeción a que se nos reciba en la Casa de Saphrar de los Mercaderes —había dicho Kamchak—, porque en Turia quienes realmente ostentan el poder son esta clase de hombres.
Miré por un momento a Kamras, el plenipotenciario de Phanius Turmus, Administrador de Turia, Era un hombre de anchas muñecas, fuerte, de pelo largo y moreno. Estaba sentado como un guerrero, aunque fuese vestido de seda. Le cruzaban la cara dos largas cicatrices, y por su finura se podía decir que eran obra de una quiva. Se decía de él que era un gran guerrero, incluso que era el campeón de Turia. No había hablado con nosotros, y ni siquiera parecía que se hubiese dado cuenta de nuestra presencia en el banquete.
—Además —me había dicho Kamchak dándome un codazo en las costillas—, la comida y la distracción son mejores en Casa de Saphrar que en el palacio de Phanius Turmus.
“Ya me las arreglaré —había pensado yo— para conseguir un buen pedazo de carne de bosko.”
No entendía cómo era posible que el estómago de Kamchak aguantara las agresiones culinarias que estaba devorando con tanto placer aparentemente. Y la verdad es que no las aguantó. El banquete turiano se prolonga hasta muy entrada la noche, y puede llegar a consistir en ciento cincuenta platos diferentes. Preparar tales cantidades de comida resultaría absurdo si no fuese por las palanganas doradas y la vara de banquete, coronada por un penacho que se sumerge en aceites perfumados, por medio de la cual el comensal puede “refrescarse” cuando lo desee, para luego volver a atiborrarse con renovadas energías. Yo no había hecho uso de ese detestable utensilio, y me había conformado con tomar un poco de cada plato, lo suficiente para satisfacer los requerimientos de la etiqueta.
Los turianos sin duda contemplaban esto como una espantosa tarea propia de los bárbaros.
Lo más probable era que hubiese bebido demasiado Paga.
Kamchak y yo, con cuatro kaiilas cargadas, habíamos entrado esa misma tarde por la primera puerta de las nueve que tiene la muralla de Turia.
Los animales cargaban estuches maravillosamente chapados, alhajas, vasijas de plata, broches de piedras preciosas, espejos, anillos, peines y discotarns de oro, sellados con los signos de una docena de ciudades. Traíamos esto último como un regalo más para los turianos, y era un gesto insolente para demostrar lo poco que estas cosas importaban a los Pueblos del Carro: tan poco, que les regalaban los discos a los turianos. Como es natural, cuando las embajadas turianas devuelven la visita a los Pueblos del Carro, se esfuerzan en superar, o por lo menos igualar, esos regalos. Kamchak me había dicho, y creo que era una especie de secreto, que algunos de los obsequios que llevábamos habían pasado de uno a otro lado por lo menos en una docena de ocasiones. Lo que Kamchak guardaba celosamente era un estuche pequeño y plano, y vigilaba que ninguno de los siervos de Phanius Turmus se lo llevase. Cuando el mercader fue a recibimos a la puerta principal, Kamchak insistió en cargar con ese estuche, y cuando nos sentamos a la mesa lo colocó al lado de su rodilla derecha.
Había sentido una gran alegría al entrar en Turia, pues me encantaba conocer nuevas ciudades.
Turia parecía responder a mis esperanzas. Era una ciudad fastuosa. Sus comercios estaban repletos de artículos extraños e intrigantes. Olí perfumes absolutamente desconocidos para mí hasta ese momento. En más de una ocasión nos encontramos con una línea de músicos que danzaban en fila de a uno en medio de la calle y que tocaban con sus flautas y tambores, quizás de camino hacia un banquete. Con placer volví a ver las espléndidas variedades de los colores de casta tan típicos en las ciudades goreanas, colores que en Turia se ostentaban sobre ropas que a menudo eran de seda. Con placer también, volví a oír los gritos de los vendedores ambulantes, esos gritos que me resultaban tan familiares, de los vendedores de galletas, de verduras, del repartidor de vino que cargaba con un doble pellejo de su cosecha. Nosotros dos no llamábamos la atención tanto como había temido, y deduje que por lo menos cada primavera debían llegar a esa ciudad algunos visitantes de los Pueblos del Carro. Muchos eran los que apenas nos miraban, a pesar de que en teoría éramos sus enemigos de sangre. Supongo que la vida en el interior de las altas murallas de Turia es la misma día tras día, y pasa sin que sus ciudadanos piensen demasiado en los Pueblos del Carro, que normalmente se hallan lejos. La ciudad nunca había caído, y hacía más de un siglo que no sufría un asedio. El ciudadano de Turia debía empezar a preocuparse por los Pueblos del Carro solamente cuando salía de sus murallas, y cuanto más se alejase de ellas mayor debía ser su temor. Un temor que, en mi opinión, es muy razonable.
Una de las cosas que me molestaron al cruzar el interior de Turia fue que se nos adelantara un pregonero para prevenir a las mujeres de la ciudad de nuestro paso y darles tiempo a ocultarse. Incluso las esclavas corrían a esconderse. De manera que, desafortunadamente, y a excepción de un par de ojos oscuros y furtivos que nos miraban por encima de un velo desde una ventana apartada, en nuestro trayecto desde la puerta de la ciudad hasta la Casa de Saphrar no vimos a ninguna de las legendarias bellezas sedosas de la ciudad de Turia.
Le hice esta observación a Kamchak, y él se echó a reír.
Tenía motivos para hacerlo. Sin moverse de los carros podía encontrar a un buen número de esas bellezas, vestidas con un trozo de cuerda y de tela, marcadas con un hierro candente, con un anillo en la nariz y un collar turiano en el cuello. Sin ir más lejos, en nuestro carro, y para enojo de Elizabeth Cardwell, que en las últimas semanas había dormido encadenada a la rueda, había dos turianas: Dina, a la que había cazado en la competición, y su compañera, esa muchacha tan despierta que había mordido el cuello de la kaiila de Kamchak y que luego había intentado ocultar la herida que le había producido la lanza de Albrecht; su nombre era Tenchika, una deformación tuchuk de su nombre turiano, Tendite. Intentaba servir correctamente a Kamchak pero era evidente que lamentaba estar separada de Albrecht de los kassars. Sorprendentemente, éste había intentado por dos veces comprar a su antigua esclava, pero Kamchak daba largas para obtener mayor beneficio de la venta. En lo que respecta a Dina, me servía muy satisfactoriamente, casi con devoción. Albrecht, que por lo visto proyectaba realizar otra competición de boleadora, me había hecho una oferta para volver a poseerla como esclava en una ocasión, pero no me había convencido.
—Entonces, ¿está satisfecho el amo con su esclava? —me había preguntado Dina esa misma noche apoyando la cabeza en mi bota—. ¿Por eso no ha querido prescindir de mí?
—Sí, eso es —le había respondido yo.
—Estoy contenta.
—Tiene los tobillos demasiado gordos —había observado Elizabeth Cardwell.
—No son gordos —respondí yo—, sino fuertes y robustos.
—Eso si te gustan los tobillos gordos —había dicho Elizabeth dándose la vuelta y revelando, no sé si inadvertidamente, la deliciosa delgadez de sus tobillos antes de salir del carro.
De pronto, mi consciencia surgió de nuevo en el banquete de Saphrar de Turia.
Había llegado mi tajada de carne de bosko asada. La así y empecé a mascarla. Me habría gustado más si la hubiesen asado sobre un fuego abierto, en plena pradera, pero era buena carne. Volví a hincar mis dientes en aquella masa jugosa y continué engulléndola.
Las mesas sobre las que se servía el banquete eran largos rectángulos abiertos en sus extremos, lo cual facilitaba el trabajo de los servidores, que así podían llegar a todos los rincones, y permitía a los artistas actuar entre las mesas. A un lado se encontraba un pequeño altar dedicado a los Reyes Sacerdotes, sobre el que ardía un pequeño fuego. Sobre este fuego, al comienzo del festín, el mayordomo del banquete había esparcido algunas migajas de comida, un poco de sal coloreada y unas cuantas gotas de vino. “Ta-Sardar-Gor” —había dicho para que el resto de comensales repitiesen sus palabras— “Por los Reyes Sacerdotes de Gor”. Ésa había sido la libación general, y el único que no había participado en ella había sido Kamchak, pues para él tal ceremonia no era digna a los ojos del cielo. Yo sí participé en esa libación, y lo hice por respeto a los Reyes Sacerdotes, y sobre todo por uno en particular: mi amigo Misk.
Un turiano que se hallaba cerca de mí se dio cuenta de que yo me unía a la ceremonia y dijo:
—Por lo que veo no has crecido entre los carros.
—Es cierto —respondí.
—Este hombre es Tarl Cabot, de Ko-ro-ba —había dicho Saphrar.
—¿Cómo es posible que sepas mi nombre?
—Uno oye hablar de esas cosas —me respondió.
Le habría preguntado más sobre el asunto de no haberse vuelto de espaldas para hablar con un hombre que tenía detrás, acerca de cuestiones que supuse relacionadas con el banquete.
Y luego lo olvidé por completo.
No habíamos podido contemplar a las mujeres en las calles de Turia, pero Saphrar se había encargado de suplir esta deficiencia en su festín. Había bastantes mujeres presentes en las mesas, mujeres libres, y otras más, esclavas, servían. Las mujeres libres, con gran desvergüenza según la opinión del pudibundo Kamchak, bajaron sus velos y se quitaron las capuchas de sus Vestiduras de Encubrimiento para disfrutar de la ocasión, y se podía decir que comían con tanto entusiasmo como los hombres de Gor. La belleza de esas mujeres, el brillo de sus ojos, sus risas y sus conversaciones hicieron que la velada mejorase inconmensurablemente, al menos para mí. Algunas eran de lengua ligera, ingeniosas, encantadoras y despreocupadas. De todos modos, pensé que no era demasiado corriente que aparecieran en público sin velo, y particularmente cuando Kamchak y yo estábamos presentes. Las esclavas que nos servían llevaban cuatro anillas de oro en cada muñeca y en cada pie, por lo que al andar se oía el ruido de las pulseras y ajorcas que chocaban entre sí; a este ruido se añadía el de las campanillas de esclava que llevaban colgando de sus collares turianos y del cabello. Por último, una de estas campanillas pendía de cada oreja, perforada a tal efecto. Todas estas esclavas vestían un camisk turiano. En realidad, desconozco la razón por la que se le llama camisk, como no sea porque constituye una prenda sencilla para las esclavas. El camisk corriente no es más que una única pieza de ropa de una anchura próxima a los cincuenta centímetros y resulta muy parecida al poncho. Cuelga normalmente un poco por encima de las rodillas y se ata con una cuerda o cadena. En cambio, el camisk turiano, si se deja sobre el suelo tiene una forma parecida a una T invertida y, biselada por cada lado de su parte horizontal. Se sujeta con una sola cuerda, que va atada a la prenda de la muchacha por tres puntos: tras el cuello, tras la espalda y ante la cintura. Como podrá suponerse, la ropa está sujeta tras el cuello, cae por delante, pasa entre las piernas y después vuelve a subir, para que los dos extremos horizontales de la T rodeen las caderas de la chica y se aten por delante. El camisk turiano, a diferencia camisk corriente, cubre la marca de la esclava; por otro lado, también a diferencia del camisk corriente, el turiano puede quedar bien sujeto, y si se ajusta correctamente resulta lo más apropiado para revelar la belleza de la muchacha.
Nos habían invitado a un espectáculo de juegos malabares, acróbatas y tragafuegos. Uno de los magos había sido muy del agrado de Kamchak, así como un hombre que con el látigo había hecho bailar a un eslín.
De vez en cuando oía la conversación entre Kamchak y Saphrar, y por lo que decían deduje que negociaban el lugar de encuentro para llevar a cabo el intercambio de mercancías. Más tarde, bien avanzada ya la velada y encontrándome yo más ebrio de Paga de lo que debía permitirme, les oí discutir detalles que solamente podían concernir a un tema: lo que Kamchak había denominado los juegos de la Guerra del Amor. Eran detalles sobre las especificaciones de tiempo, armas, jueces, y demás. Y después oí esta frase:
—Si ella participa, deberás entregarnos la esfera dorada.
De golpe, me desperté. Ya no estaba medio dormido ni medio borracho. Me pareció que al recibir un impacto tan grande me despabilaba, y ya volvía a estar tan sobrio como de costumbre. Eso sí, la excitación me hacía temblar, pero me agarré a la mesa, y supongo que no revelé el estado de mis nervios.
—Puedo conseguir que la elijan para los juegos —decía Saphrar—, pero he de obtener a cambio algo que valga la pena.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que vayan a elegirla? —preguntó Kamchak.
—Mi dinero puede lograrlo —dijo Saphrar—, incluso podría lograr que la defendieran mal.
Distinguí un brillo en los ojos de Kamchak.
Después, la voz del mayordomo del banquete silenció a todas las demás, haciendo que cesara cualquier conversación, incluso la música. Los acróbatas, que en ese momento actuaban entre las mesas, se marcharon rápidamente. Enseguida volvió a alzarse la voz del mayordomo diciendo:
—¡Aphris de Turia!
Todos volvimos nuestras miradas hacia una amplia escalera de mármol que contorneaba la esquina izquierda de la sala donde tenía lugar el festín.
Por esa escalera de la Casa de Saphrar el Mercader, bajaba muy lentamente y con aires regios, Aphris de Turia, vestida de seda blanca con oro, los colores de los Mercaderes.
Sus sandalias eran doradas, así como los guantes.
Ocultaba el rostro tras un velo de seda con adornos de oro, y ni siquiera se podía percibir su cabello, pues se escondía bajo los pliegues de la Vestidura de Encubrimiento de las mujeres libres, que en su caso estaba hecho con los colores de los mercaderes, naturalmente.
Por lo tanto, Aphris de Turia pertenecía a esa casta.
Recordaba que Kamchak me había hablado de ella en una o dos ocasiones.
Mientras esa muchacha se iba acercando, volví a oír a Saphrar:
—Ahí tienes a mi pupila.
—La mujer más rica de Turia —dijo Kamchak.
—Lo será cuando alcance la mayoría de edad —remarcó Saphrar.
Hasta entonces, adiviné, las riquezas de la muchacha estarían en las competentes manos de Saphrar el Mercader.
Esto lo confirmaría más tarde el propio Kamchak. Saphrar no tenía ninguna relación de familia con la muchacha, pero los mercaderes turianos, sobre los que sin duda ejercía una considerable influencia, le habían concedido la tutela de la muchacha tras morir su padre en un ataque de los paravaci a su caravana, de eso hacía ya bastantes años. El padre de Aphris de Turia, Tethrar de Turia, había sido el mercader más rico de esta ciudad, la cual es una de las ciudades más ricas de Gor. No le había sobrevivido ningún heredero varón, y sus considerables riquezas eran ahora las de Aphris de Turia, quien al alcanzar la mayoría de edad, lo cual iba a ocurrir esa misma primavera, asumiría el control de toda la fortuna.
La muchacha, que sin duda se sabía blanco de todas las miradas, se detuvo en la escalera para contemplar con altanería al conjunto de la sala donde se desarrollaba el banquete. Presentía yo que enseguida habría notado la presencia de Kamchak y mía, los únicos extranjeros invitados. Por su actitud se podía decir que debía estar divirtiéndose.
Oí a Saphrar susurrarle a Kamchak, mientras los ojos de éste brillaban sin dejar de contemplar la figura vestida de blanco y dorado en la distante escalera.
—¿No crees que vale más que la esfera dorada? —preguntaba el mercader.
—Es difícil decirlo —respondió Kamchak.
—Sus esclavas me han dado su palabra —insistió Saphrar—. Dicen que es maravillosa.
Kamchak se encogió de hombros. Era un gesto característico en un astuto tuchuk cuando hablaba de negocios. Le había visto repetirlo varias veces mientras discutía en el carro con Albrecht sobre la posible venta de la pequeña Tenchika.
—Esa esfera no tiene demasiado valor —decía Saphrar—. En realidad no es de oro, solamente lo parece.
—De todos modos, es algo muy valioso para los tuchuks —dijo Kamchak.
—Yo solamente la deseo como una curiosidad.
—Tendré que pensarlo —respondió Kamchak, sin quitar los ojos de Aphris de Turia.
—Sé dónde la guardáis —decía Saphrar alzando los labios y mostrando sus colmillos de oro—, y puedo enviar a mis hombres a por ella.
Yo fingía no escuchar, pero naturalmente estaba lo más atento posible a su conversación. Poco importaba mi actitud, pues aunque no hubiese ocultado mi interés, nadie se habría dado cuenta, hasta tal punto estaban todos pendientes de la chica de la escalera, delgada y de tan pretendida belleza, con la cara cubierta por un velo, con el cuerpo escondido por las Vestiduras de Encubrimiento. Incluso me llamaba la atención a mí, y me habría resultado muy difícil, a pesar del gran interés que ponía en la conversación entre Kamchak y Saphrar, apartar la vista de Aphris de Turia. Descendió por los últimos escalones y empezó a aproximarse a la cabecera de la mesa, no sin hacer una inclinación con su cabeza a algún invitado. Los músicos, obedeciendo a una indicación del mayordomo del banquete, volvieron a empuñar sus instrumentos, y los acróbatas se colocaron dando saltos y volteretas entre las mesas.
—Sí, sé que está en el carro de Kutaituchik —decía Saphrar—, y podría enviar a algunos tarnsmanes mercenarios desde el norte, pero prefiero que no haya guerra.
Kamchak seguía mirando a Aphris de Turia.
Mi corazón latía a gran velocidad. Había averiguado, si Saphrar llevaba razón, que la esfera dorada, el último huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba en el carro de Kutaituchik, el Ubar de los tuchuks. Al fin, si Saphrar no se equivocaba, sabía dónde se encontraba.
Mientras Aphris de Turia se iba acercando a la cabeza de mesa, noté que no hablaba con ninguna de las mujeres presentes, ni siquiera las saludaba, aunque las ropas de algunas de éstas revelaban gran riqueza y buena posición. No hizo gesto alguno que permitiera suponer que las conocía. Solamente algunos hombres habían recibido de ella una inclinación de cabeza y una o dos palabras. Supuse que quizás Aphris no estaba dispuesta a saludar a cualquiera de esas mujeres desprovistas de velo. Ella, naturalmente, no se había bajado el suyo. Lo que sí podía ver eran sus ojos, negros, profundos y almendrados. Su piel, o lo que de ella distinguía, era hermosa y clara. Su complexión no era tan ligera como la de Elizabeth Cardwell, pero parecía más delgada que Hereena, la muchacha del primer carro.
—La esfera dorada a cambio de Aphris de Turia —susurró Saphrar a Kamchak.
Kamchak se volvió hacia aquel hombrecillo gordo, y su cara marcada por las terribles cicatrices se transformó en una mueca, mientras miraba el rostro redondo y sonrosado del mercader.
—Los tuchuks —dijo Kamchak— guardan la esfera dorada como algo muy valioso.
—Muy bien —dijo Saphrar con impaciencia—. En tal caso, nunca obtendrás a esta mujer, yo me encargaré de ello. Y quiero que entiendas una cosa: de una manera o de otra, esa esfera será mía.
Kamchak volvió a girarse para contemplar a Aphris de Turia.
Aquella muchacha se nos acercaba por entre las mesas. Saphrar se puso en pie de un salto y se inclinó ante ella.
—¡Respetada Aphris de Turia, a quien quiero como si fuese mi propia hija!
La muchacha inclinó la cabeza y dijo:
—Respetado Saphrar.
Saphrar hizo un gesto a dos de las esclavas vestidas con un camisk, que trajeron unos cojines y una estera de seda que colocaron entre Saphrar y Kamchak.
Aphris hizo una inclinación de cabeza dirigida al mayordomo del banquete, y éste hizo que los acróbatas salieran haciendo piruetas de la estancia. Los músicos empezaron a interpretar tranquilas y suaves melodías, y los invitados volvieron a sus conversaciones y a degustar los platos que se les presentaban.
Aphris miró a su alrededor.
Levantó la cabeza, y pude percibir la bonita línea de su nariz bajo el velo de seda blanca bordeado en oro. Olió un par de veces, ostensiblemente, y después dio dos palmadas con sus manos pequeñas y enguantadas. El mayordomo acudió rápidamente a su lado.
—Huelo a estiércol de bosko —dijo ella.
El mayordomo se mostró sorprendido, y luego horrorizado. Finalmente pareció comprender, y con lo que quería ser picardía dijo a modo de disculpa:
—Lo siento mucho, Dama Aphris, pero bajo las presentes circunstancias…
—¡Ah! —exclamó al mirar a su alrededor y fingir que veía a Kamchak por vez primera—. Ya veo. Aquí hay un tuchuk, claro.
Kamchak, aunque estaba sentado con las piernas cruzadas saltó por dos veces en los cojines, y dio un golpe tan fuerte sobre la mesa que traquetearon los platos de ambos lados. Se reía a carcajadas.
—¡Soberbio! —gritó.
—Por favor, Dama Aphris —dijo Saphrar resollando—, si quieres unirte a nosotros…
Aphris de Turia, muy satisfecha de sí misma, ocupó su sitio entre el mercader y Kamchak, sentándose sobre los talones, en la postura de la mujer libre goreana. También a la manera goreana, mantenía la espalda muy recta y la cabeza alta. Mirando a Kamchak dijo:
—Por lo visto nos conocíamos ya, ¿no es así?
—Sí, hace dos años —dijo Kamchak—, en la misma ciudad y en el mismo lugar. Quizás recuerdes que entonces me llamaste “eslín tuchuk”.
—Sí, creo que lo recuerdo —dijo Aphris con la actitud de quien hace un gran esfuerzo para que el pasado acuda a su mente.
—En aquella ocasión te traje un collar de diamantes de cinco vueltas, porque me habían dicho que eras muy bella.
—¡Ah, sí! ¡Ahora lo recuerdo! —dijo Aphris—. ¡Ese collar que di a una de mis esclavas!
Kamchak volvió a golpear la mesa. Lo encontraba graciosísimo.
—Fue entonces cuando me volviste la espalda y me llamaste eslín tuchuk.
—¡Sí, eso es! —dijo Aphris riéndose.
—Y fue entonces —dijo Kamchak sin que se le pasara la hilaridad— cuando juré que te convertiría en mi esclava.
Las risas de Aphris cesaron.
Saphrar se había quedado sin habla.
En toda la sala reinaba un profundo silencio.
Kamras, el Campeón de la Ciudad de Turia, se puso en pie y se dirigió a Saphrar, implorante:
—¡Deja que vaya a buscar mis armas!
Kamchak bebía Paga, y por su actitud parecía que no había oído lo que Kamras decía.
—¡No, no, no! —gritó Saphrar—. El tuchuk y su amigo son nuestros invitados, embajadores de los Pueblos del Carro, y no han venido aquí a luchar.
Kamras, confundido, volvió a sentarse, y Aphris de Turia se echó a reír.
—¡Traed perfumes! —ordenó al mayordomo.
Éste hizo avanzar a una esclava ataviada con el camisk que portaba una bandeja de exóticos perfumes turianos. Aphris escogió dos o tres de los frascos y se los puso bajo la nariz, para luego escanciar perfume sobre la mesa y los cojines. Sus acciones divertían sobremanera a los turianos, que se reían.
Kamchak mantenía la sonrisa, pero habían cesado sus estentóreas carcajadas.
—Como castigo por esto —dijo—, pasarás la primera noche con la cabeza metida en el saco de estiércol.
Aphris volvió a reírse, y los demás comensales la imitaron.
Kamras mantenía los puños apretados sobre la mesa.
—¿Y tú quién eres? —preguntó Aphris mirándome.
—Soy Tarl Cabot —respondí—, de la ciudad de Ko-ro-ba.
—Eso está muy al norte. Incluso más al norte que Ar.
—Así es.
—¿Y cómo es posible que un korobano se suba al apestoso carro de un eslín tuchuk?
—El carro no apesta —respondí—, y Kamchak de los tuchuks es mi amigo.
—Naturalmente, serás un proscrito.
Me encogí de hombros.
Ella rió, y luego se volvió a Saphrar para decirle:
—Quizás a nuestros invitados les apetecería un poco de distracción, ¿no crees?
Eso me sorprendió, pues durante la mayor parte de la velada se habían sucedido los espectáculos, y habíamos visto a malabaristas, acróbatas, tragafuegos, al mago que tanto había gustado a Kamchak, al hombre del eslín bailarín…
Saphrar había bajado la vista. Parecía contrariado.
—Sí, es posible —dijo.
Supuse que Saphrar seguiría irritado por las evasivas de Kamchak que evitaban llegar a un acuerdo sobre el asunto de la esfera dorada. No entendía qué motivaciones podía tener Kamchak… a menos, claro está, que conociese la verdadera naturaleza de la esfera dorada, en cuyo caso sabría que no tenía precio. Pero deduje que no entendía su verdadero valor, pues había discutido con seriedad sobre el canje un poco antes. Lo que ocurría, aparentemente, era que por ese objeto quería más de lo que Saphrar le ofrecía, aunque se tratase de la mismísima Aphris de Turia.
Ella se volvió hacia mí. Señalando con un amplio gesto a las muchachas de las mesas y a sus acompañantes, preguntó:
—¿No son bellas las mujeres de Turia?
—Mucho —dije yo, pues era bien cierto que todas las presentes eran, cada una a su manera, hermosas.
Aphris se rió por alguna desconocida razón.
—En mi ciudad —dije—, las mujeres libres no permitirían nunca que un extranjero las viese sin velo.
La muchacha rió de nuevo y se volvió a Kamchak:
—¿Y tú, mi pintoresco pedazo de estiércol de bosko, qué opinas?
—Es bien sabido —respondió Kamchak encogiéndose de hombros— que las mujeres de Turia son unas desvergonzadas.
—¡Eso es mentira! —dijo indignada Aphris de Turia, con los ojos centelleantes por encima del borde dorado de su velo de seda.
—¡Pero si las estoy viendo! —dijo Kamchak extendiendo sus manos a ambos lados, sonriente.
—No, no las ves —dijo la muchacha.
Kamchak parecía confundido.
Con sorpresa, vi que Aphris daba dos palmadas, y que las mujeres que se hallaban hasta ese momento sentadas en las mesas se levantaban para colocarse frente a nosotros rápidamente. Los tambores y flautas resonaban, y de pronto la primera chica, con un gesto repentino y gracioso se quitó las prendas que la cubrían y las lanzó por encima de las cabezas de los invitados, que gritaban con deleite. Después quedó frente a nosotros con las rodillas flexionadas, respirando con profundidad, bellísima, con las manos levantadas por encima de la cabeza, preparada para danzar. Todas las demás hicieron lo mismo, y así, aquellas mujeres que yo había creído libres quedaron ante nosotros con sus collares de esclava, vestidas solamente con las diáfanas sedas escarlatas que llevan las bailarinas en Gor. Luego empezaron a danzar al ritmo de una música bárbara.
Kamchak estaba enfadado.
—¿Acaso creíais —preguntó con arrogancia Aphris de Turia— que se le iba a permitir a un tuchuk mirar la cara de una mujer libre de Turia?
Kamchak apretaba los puños por encima de la mesa. A ningún tuchuk le gusta que le tomen el pelo.
Kamras se reía ostentosamente, e incluso Saphrar ahogaba las carcajadas entre los cojines amarillos.
Sí, sabía que a ningún tuchuk le gustaba ser el blanco de una broma, y menos cuando se trataba de una broma turiana.
Pero Kamchak no decía nada. Alcanzó su copa de Paga y se la bebió mientras contemplaba a las bailarinas que se movían al ritmo de las melodías turianas.
—¿No son encantadoras? —dijo Aphris provocadoramente al cabo de un rato.
—En nuestros carros también puedes encontrar a muchachas tan encantadoras como éstas —dijo Kamchak.
—¿Ah, sí?
—Sí. Son esclavas turianas, como lo serás tú.
—Supongo que ya sabrás —dijo Aphris— que si no fueses un embajador de los Pueblos del Carro ya habría ordenado que te matasen.
—Una cosa —dijo Kamchak entre risas— es ordenar que maten a un tuchuk, y otra muy diferente conseguirlo.
—Estoy segura de que podría arreglar ambas cuestiones.
Kamchak no dejaba de reír.
—Sí, será muy divertido poseerte como esclava.
—¡Qué gracioso eres! —dijo ella imitándole en sus risas; pero luego adoptó una expresión mucho más desagradable y añadió—: Ten cuidado, porque si dejas de resultarme divertido no abandonarás vivo esta mesa.
Kamchak bebió un largo trago de Paga, y parte del líquido se derramó por las comisuras de sus labios.
—¿Sabes? —dijo Aphris volviéndose hacia Saphrar—. Creo que a nuestros invitados les gustará ver a las otras.
Me intrigaba saber a qué se refería.
—Por favor, Aphris —dijo Saphrar sacudiendo su cabeza rosada y sudorosa—. No quiero problemas, no quiero problemas.
—¡Ho! —gritó Aphris de Turia, llamando al mayordomo del banquete a través del revuelo de los cuerpos de las bailarinas—. ¡Traed a las otras! ¡Vamos a hacer que nuestros invitados se diviertan!
El mayordomo lanzó una mirada en dirección a Saphrar, quien, derrotado, asintió con la cabeza. Dio entonces dos palmadas para hacer salir a las bailarinas, las cuales se marcharon corriendo de la estancia. Después, dio dos palmadas más, hizo una pausa y volvió a dar otras dos.
Distinguí el ruido de las campanillas de esclavas sujetas a las ajorcas en los tobillos, a las pulseras cerradas en torno a las muñecas y a los collares turianos.
Rápidamente, se acercó otro grupo de muchachas. Daban pasos cortos a la vez que giraban y avanzaban en una línea serpenteante que empezaba en una pequeña habitación de la parte posterior de la sala.
Mi mano sujetó con fuerza la copa. Sí, Aphris de Turia era una chica muy atrevida. Pensé que quizás Kamchak no podría contenerse y se levantaría para luchar en ese mismo lugar.
Las muchachas que se hallaban de pie ante nosotros, descalzas, con sus cuerpos contorneados por las Sedas del Placer, con sus campanillas y collares, eran hijas de los Pueblos del Carro. Ahora, como podía verse a través de las sedas que vestían, eran esclavas marcadas de los turianos. La que iba a la cabeza del grupo al ver a Kamchak se arrodilló avergonzada ante él. Eso provocó la furia del mayordomo, y más cuando las demás muchachas imitaron a su compañera.
El mayordomo llevaba un látigo de esclavo entre las manos, y se colocó junto a la primera chica.
Su brazo fue hacia atrás, pero el latigazo nunca llegó a su destino; el hombre lanzó un grito y se tambaleó. Todos pudimos ver que la empuñadura de una quiva le oprimía la parte interior del antebrazo; la hoja del arma emergía por el otro lado.
Ni siquiera yo había visto que Kamchak lanzase el arma, y con satisfacción me di cuenta de que ya tenía preparada entre los dedos otra quiva. Varios hombres se habían levantado, entre ellos Kamras, pero ahora, al ver que Kamchak estaba armado, no sabían qué hacer. Yo también me había puesto en pie.
—Las armas no están permitidas en los banquetes —dijo Kamras.
—¿Ah, no? —dijo Kamchak—. Lo siento, no lo sabía.
—Vamos, vamos. Lo que debemos hacer es sentarnos y divertirnos —recomendó Saphrar—. Si el tuchuk no desea ver a estas chicas, ordenemos que traigan a otras.
—¡Quiero verlas bailar! —dijo Aphris de Turia a pesar de que estaba tan cerca de Kamchak que éste no tenía más que alargar el brazo para alcanzarla con su quiva.
Pero Kamchak no hizo tal cosa. Al contrario, se echó a reír, sin dejar de mirarla. Después, para alivio mío y de todos los comensales, guardó la quiva en la faja y volvió a sentarse.
—¡Baila! —ordenó Aphris.
La chica, que temblaba ante ella, no se movió.
—¿No me has oído? —gritó Aphris poniéndose en pie—. ¡Bailad!
—¿Qué debo hacer? —pidió a Kamchak la muchacha arrodillada.
Se parecía bastante a Hereena, y quizás era un tipo de chica similar, educada y adiestrada más o menos de la misma manera. Naturalmente, como Hereena, llevaba prendido a su nariz el anillo de oro.
—Eres una esclava —le dijo Kamchak suavemente—. Debes danzar para tus amos.
La muchacha le miró con agradecimiento y se levantó. Lo mismo hicieron sus compañeras, y enseguida empezaron a bailar al ritmo de una música de inenarrable fogosidad. Así eran las salvajes danzas del amor de los kassars, los paravaci, los kataii y los tuchuks.
Las muchachas bailaban soberbiamente. Una de ellas, la que había hablado con Kamchak, era una tuchuk, y su vitalidad, su fiereza, eran particularmente incontrolables, sorprendentes, salvajes.
Comprendí muy bien por qué razón los hombres turianos deseaban con tanta intensidad a las muchachas de los Pueblos del Carro.
En el punto culminante de una de las danzas, llamada la Danza de la Esclava Tuchuk, Kamchak se volvió hacia Aphris de Turia, que seguía aquel espectáculo con ojos tan sorprendidos como los míos.
—Cuando seas mi esclava —dijo el guerrero tuchuk—, haré que te enseñen esta danza.
La espalda y la cabeza de la turiana estaban rígidas de furia, pero no dio muestras de haberle oído.
Kamchak esperó a que las mujeres de los Pueblos del Carro acabaran sus danzas, y una vez todas hubieron salido de la estancia, se levantó y dijo:
—Debemos irnos.
Yo asentí y me puse en pie, dispuesto a volver a nuestro carro.
—¿Qué hay en ese estuche? —preguntó Aphris de Turia.
Se había fijado en que Kamchak recogía del suelo el pequeño estuche negro que había tenido junto a su rodilla derecha durante todo el banquete. La chica era evidentemente curiosa, femenina.
Kamchak se encogió de hombros.
Aphris seguía muy interesada en la cajita. Además, en unas cuantas ocasiones me había fijado en que la miraba furtivamente.
—No es nada —dijo Kamchak—. No es más que una baratija.
—¿Para quién la guardas?
—Pensaba regalártela a ti.
—¿Ah sí? —dijo Aphris, que estaba claramente intrigada.
—Pero no te gustaría.
—¿Cómo puedes saberlo? —dijo Aphris, airada—. Todavía no he visto qué es.
—Me lo llevaré al carro, será lo mejor —dijo Kamchak.
—Si ésa es tu voluntad…
—Pero si de verdad lo deseas, puedes obtenerlo.
—¿Es algo diferente a un vulgar collar de diamantes?
Aphris de Turia no era tonta. Sabía que los Pueblos del Carro, que asaltaban centenares de caravanas, poseían a veces objetos y riquezas de enorme valor.
—Sí —respondió Kamchak—. Es diferente a un collar de diamantes.
—¡Ah! —exclamó ella.
Sospeché entonces que en realidad no le había regalado el collar de cinco vueltas a una esclava, como pretendía. No había duda de que seguiría guardado en uno de sus cofres repletos de joyas.
—Pero no te gustará —repitió Kamchak con timidez.
—Quizás sí.
—No, creo que no te gustaría.
—Pero lo has traído para mí, ¿verdad?
Kamchak se encogió de hombros y miró la cajita que tenía en una mano.
—Sí, es verdad. Lo he traído para ti.
El tamaño del estuche era el indicado para contener un collar, posiblemente dispuesto sobre terciopelo negro.
—Quiero verlo. Quiero ese regalo —dijo Aphris de Turia.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Kamchak—. ¿De verdad lo quieres?
—¡Sí! —dijo Aphris de Turia—. ¡Dámelo!
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Kamchak—. Pero con una condición: te lo pondré yo mismo.
Kamras, el Campeón de Turia se agitó en su asiento y musitó:
—¡Qué descarado es este eslín tuchuk!
—Muy bien —dijo Aphris—. Me lo pondrás tú.
Así que Kamchak fue hacia el lugar en el que se encontraba arrodillada. La chica estaba ante la mesa, y mantenía muy erguida la espalda, y la cabeza muy alta. Kamchak se colocó a sus espaldas, y la chica levantó delicadamente la barbilla. Sus ojos brillaban por la curiosidad. La rapidez de su respiración se percibía claramente en la seda de su velo blanco y dorado.
—¡Ahora! —dijo Aphris.
Kamchak abrió el estuche.
Aphris de Turia oyó el ruido del cierre, y estuvo a punto de girarse para ver el premio que iba a obtener, pero pudo contenerse. Mantuvo la vista fija frente a ella; y solamente levantó la barbilla un poco más.
—¡Ahora! —volvió a exclamar Aphris, temblando de emoción.
A partir de aquel momento, los acontecimientos se desarrollaron muy rápidamente. Kamchak extrajo del estuche el objeto que en principio parecía destinado a embellecer el cuello de Aphris de Turia, pero que en realidad se trataba de algo muy diferente: era una anilla de metal, un collar turiano: un collar de esclava. Todos oímos el chasquido que indicaba inequívocamente que los dos extremos del collar se habían unido, cerrándose por detrás del cuello de aquella mujer; Aphris de Turia tenía ahora el cuello apresado con el acero de las esclavas. Kamchak la levantó entonces con ambas manos, hizo girar su cuerpo para tenerla frente a frente; cuando así fue, le arrancó de un solo movimiento el velo que le cubría la cara, y antes de que uno de los sorprendidos turianos pudiera hacer nada, obtuvo de los labios de la sorprendida Aphris de Turia un prolongado beso. Acto seguido, la lanzó por encima de la mesa, y Aphris quedó en pie sobre el mismo suelo en el que antes habían danzado las esclavas tuchuks para complacerla, por capricho suyo. En la mano de Kamchak apareció como por arte de magia una nueva quiva, que hizo desistir de sus propósitos a todos los que se habrían lanzado sobre él para vengar a la hija de su ciudad. Permanecí junto a Kamchak, preparado para defenderle a vida o muerte, pero la verdad es que estaba tan sorprendido como pudiera estarlo cualquier otra persona en esa estancia.
La chica cayó sobre sus rodillas, y tiró desesperadamente del collar. Sus delicados dedos, cubiertos por los guantes, se aferraban al metal y tiraban de él, como si fuese posible deshacerse de su presa por la simple fuerza bruta.
Kamchak la miraba.
—Bajo tus ropas blancas y doradas —dijo—, olía el cuerpo de una esclava.
—¡Eslín! ¡Eslín! ¡Eslín! —gritaba ella.
—¡Cúbrete con el velo! —ordenó Saphrar.
—¡Quítale ese collar inmediatamente! —gritó Kamras.
—Creo —dijo Kamchak muy sonriente— que he olvidado la llave.
—¡Que venga alguno de los trabajadores del Metal! —gritó Saphrar.
Por todas partes se levantaba el griterío:
—¡Matad a este eslín tuchuk!
—¡Torturadlo!
—¡Echadle en aceite de tharlarión!
—¡Las plantas parásitas!
—¡Que lo empalen!
—¡Las tenazas al rojo vivo!
Todo esto no parecía afectar a Kamchak, que se mantenía inmóvil. Pero nadie se abalanzó sobre él, porque tenía una quiva en la mano, y era nada menos que un tuchuk.
—¡Matadlo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Matadlo!
—¡Ponte el velo! —insistía Saphrar—. ¿Acaso no tienes vergüenza?
La muchacha intentó volver a cubrirse el rostro con el velo, pero solamente consiguió aguantarlo con las manos, pues Kamchak había desgarrado las pinzas que lo sujetaban ante la cara.
En los ojos de Aphris se mezclaban la furia y las lágrimas. Kamchak, un tuchuk, había contemplado su cara.
Aunque no pudiera confesar tal cosa, aprobaba el atrevimiento de Kamchak. La cara de Aphris merecía eso y más, incluso la muerte en las mazmorras de Turia. En ese momento, sus facciones, transformadas por la rabia, superaban en belleza a cualquiera de las esclavas que nos habían servido u ofrecido sus danzas.
—Supongo que recordarás —dijo Kamchak— que soy un embajador de los Pueblos del Carro, y que por ello tengo derecho a la hospitalidad de tu ciudad.
—¡Que lo empalen! —gritaron numerosas voces.
—¡Sólo ha sido una broma! —gritó Saphrar—. ¡Una broma! ¡Una broma tuchuk!
—¡Matadlo! —gritaba Aphris de Turia.
Pero nadie se atrevía a moverse contra aquel guerrero que blandía una quiva.
—Y ahora, gentil Aphris —susurró Saphrar—, lo que debes hacer es tranquilizarte. Muy pronto uno de los miembros de la Casta de los Trabajadores del Metal llegará para liberarte. Todo irá bien. Anda, retírate a tus habitaciones.
—¡No! ¡Quiero que maten al tuchuk!
—Eso es imposible, querida —dijo Saphrar lo más bajo que pudo.
—¡Te desafío! —dijo Kamras antes de escupir en el suelo, junto a las botas de Kamchak.
Por un instante, al ver cómo brillaban los ojos de mi amigo, temí que aceptara el reto del Campeón de Turia allí mismo. Pero en lugar de hacerlo se encogió de hombros y sonrió.
—¿Por qué razón debería luchar? —dijo.
Quien había contestado no parecía ser Kamchak.
—¡Eres un cobarde! —gritó Kamras.
Al oír eso, pensé si Kamras conocería lo que la palabra que se había atrevido a pronunciar significaba para un guerrero con el rostro atravesado por la Cicatriz del Coraje de los Pueblos del Carro.
Pero Kamchak solamente sonrió. Era asombroso.
—¿Por qué razón debería luchar? —volvió a preguntar.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Kamras.
—¿Cuál será mi recompensa si gano?
—¡Aphris de Turia! —gritó la muchacha.
Se alzaron gritos de horror y de protesta entre los hombres que llenaban la sala.
—¡Sí! —gritó ella—. Enfréntate a Kamras, el Campeón de Turia, y yo, Aphris de Turia, me pondré en la estaca en la Guerra del Amor.
Kamchak la miró fijamente.
—De acuerdo —dijo—. Lucharé.
En la sala se hizo el silencio.
Vi que Saphrar, que permanecía un poco oculto, cerraba los ojos y negaba con la cabeza.
—¡Astuto tuchuk! —le oí murmurar.
Sí, Kamchak era un tuchuk muy astuto. Por medio del orgullo íntimo de Aphris de Turia, de Kamras, y de los turianos ofendidos, había logrado llevar a la chica a la estaca de la Guerra del Amor por su propia voluntad. Y eso era algo que no habría podido obtener de Saphrar, el mercader, ni con la esfera dorada. La astucia tuchuk lo había resuelto todo a placer. Pero suponía, naturalmente, que Saphrar, tutor de Aphris de Turia, no iba a permitir que las cosas llegasen tan lejos.
—No, querida —le dijo a Aphris—, no debes esperar que se repare esta espantosa ofensa que acabas de sufrir. No debes ni pensar en los juegos. Lo que ahora te conviene es olvidar esta desagradable escena, y no torturarte pensando en lo que se va a decir de ti a partir de este día. A pesar de lo que te ha hecho este tuchuk, debes dejar que la gente murmure. No puedes hacer nada, sólo dejarlo escapar impunemente.
—¡Eso nunca! —gritó Aphris—. ¡Me pondré en la estaca, te lo aseguro! ¡Lo haré! ¡Lo haré!
—No, no puedo permitirlo. Es preferible que la gente se ría de Aphris de Turia, y quizás dentro de unos años lo habrán olvidado todo.
—¡Te pido que me permitas colocarme en la estaca! ¡Te lo ruego! —decía llorando la muchacha—. ¡Te lo ruego, Saphrar!
—Sólo faltan unos días para que alcances tu mayoría de edad. Entonces recibirás tus riquezas, y podrás actuar como quieras.
—¡Pero eso será después de los juegos! —gritó ella.
—Sí —dijo Saphrar con aire pensativo—, eso es verdad.
—¡Yo la defenderé! —dijo Kamras—. ¡No perderé!
—Sí, lo cierto es que nunca has perdido —dijo Saphrar.
—¡Permítelo! ¡Permítelo! —gritaron varias voces.
—Si no me das tu permiso —susurró Aphris—, mi honor quedará manchado para siempre.
—Si no le das tu permiso —dijo Kamras con aire sombrío—, nunca tendré oportunidad de cruzar mi acero con este eslín extranjero.
De pronto me di cuenta de que según el derecho civil goreano, las propiedades, títulos, haberes y bienes de una persona a quien se reduce a la condición de esclavo, pasan directamente a las manos del pariente varón más próximo, o del pariente más próximo de no existir tal varón, o a las arcas de la ciudad o, si ello es pertinente, a las del tutor. De este modo, si por alguna razón Aphris de Turia se convirtiera en la esclava de Kamchak, sus considerables riquezas se asignarían inmediatamente a Saphrar, mercader de Turia. Más aún: para evitar complicaciones legales y poder contar con los bienes al cien por cien, y así invertir y realizar otras operaciones, esa transferencia es asimétrica, pues si por alguna razón el poseedor original recobra la libertad, no tiene ya ningún derecho legal sobre los bienes transferidos.
—De acuerdo —dijo Saphrar bajando los ojos, como si estuviera tomando una decisión contraria a su buen juicio—. Permitiré que mi pupila, Aphris de Turia, se coloque en la estaca durante la Guerra del Amor.
La gente gritó de alegría, pues todos estaban convencidos de que el eslín tuchuk iba a recibir el castigo adecuado por su atrevimiento con la hija más rica de Turia.
—Gracias, tutor —dijo Aphris de Turia.
Miró con odio a Kamchak por última vez, echó atrás la cabeza y se giró, haciendo que su vestido blanco y dorado se estremeciera, para empezar a andar altaneramente entre las mesas, abandonando la sala.
—Al verla andar —dijo Kamchak en voz bastante alta— cualquiera diría que lleva un collar de esclava.
Aphris se dio la vuelta para enfrentarse a él, con el puño de la mano derecha cerrado, y aguantando con la izquierda el velo ante su cara. Sus ojos brillaban de odio, y también brillaba el círculo de acero que apresaba la seda de su cuello.
—Solamente quería decir, mi pequeña Aphris —dijo Kamchak—, que te sienta muy bien este collar.
La muchacha gritó con desesperación y le dio la espalda para ponerse a correr dando traspiés. Subió la escalera agarrándose a la barandilla y mientras lo hacía lloraba. Se le había caído el velo, y con ambas manos tiraba del collar. Antes de que desapareciera por completo, oímos un grito.
—No temas, Saphrar de Turia —dijo Kamras—. Mataré a este eslín tuchuk, y lo haré tan lentamente como me sea posible.