2 - LOS PUEBLOS DEL CARRO

Mientras caminaba me preguntaba por qué razón lo había hecho, por qué yo, Tarl Cabot, que fui una vez habitante de la Tierra y más tarde guerrero de la ciudad goreana de Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana, había llegado hasta allí.
En los largos años que habían pasado desde que llegué por primera vez a la Contratierra, había visto muchas cosas, había tenido amores, y encontrado aventuras y peligros. Pero ahora me preguntaba si lo que estaba haciendo no era lo menos razonable, lo más extraño y falto de lógica.
Unos años antes dos hombres, dos humanos de las ciudades amuralladas de Gor, culminaron un proceso de intrigas que se había alargado durante siglos. Efectivamente, en nombre de los Reyes Sacerdotes, esos hombres efectuaron en secreto un largo viaje. Su misión era entregar en custodia un objeto a los Pueblos del Carro; un objeto otorgado a ellos por Reyes Sacerdotes, para ser entregado al pueblo que, según la sabiduría goreana, era el más libre entre los más bravos y aislados del planeta, un objeto que les sería entregado para su salvaguarda.
Los dos hombres que transportaron ese objeto no dijeron nada a nadie, tal como les habían pedido los Reyes Sacerdotes. Se habían enfrentado juntos a numerosos peligros, y habían sido como hermanos. Pero luego, poco después de que cumplieran la misión que les habían encomendado, se enfrentaron en una guerra entre sus ciudades, y se mataron uno a otro. Y con ellos se perdió el secreto que ningún hombre conocía, salvo quizás alguien entre los Pueblos del Carro. Solamente en las Montañas Sardar pude tener conocimiento de la naturaleza del encargo que habían llevado a cabo, y de lo que habían transportado. Ahora suponía que yo era el único, entre los humanos de Gor, y con la posible excepción de alguna otra persona de los Pueblos del Carro, que conocía la naturaleza de ese misterioso objeto que una vez dos hombres valerosos habían entregado en secreto a las Llanuras de Turia. Y para ser sincero, no creo que aunque lo viese lo reconocería.
¿Podría yo, Tarl Cabot, humano y mortal, encontrar ese objeto y, tal como los Reyes Sacerdotes deseaban ahora, devolverlo a Sardar? ¿Podría conseguir que retornara a las cortes ocultas de los Reyes Sacerdotes para que allí cumpliese con su función única e irremplazable en este mundo bárbaro de Gor, la Contratierra?
No lo sabía.
¿Qué era ese objeto?
Se le podría describir de diferentes maneras. Era el protagonista de muchas intrigas secretas y violentas, la fuente de amplías disensiones internas en Sardar, de discordias desconocidas para los hombres de Gor. Era la preciosa esperanza encubierta, oculta, de una raza antigua y extraordinaria. Era un simple germen, un pedazo de tejido viviente, la potencialidad dormida del renacimiento de un pueblo, la simiente de los dioses. Era un huevo, el último y único huevo de los Reyes Sacerdotes.
¿Pero por qué era yo quien iba en su busca?
¿Por qué no lo hacían los Reyes Sacerdotes, con sus naves y su poder, con sus temibles armas y sus fantásticos aparatos?
Los Reyes Sacerdotes no pueden soportar la luz del sol.
No son como los hombres, y los hombres sentirían miedo si les viesen.
Los hombres no podrían creer que ellos fuesen los Reyes Sacerdotes. Los hombres conciben a los Reyes Sacerdotes como seres semejantes a ellos mismos.
Pudiera ocurrir que destruyesen el objeto, el huevo, antes de ser entregado.
Quizás ya lo hubiesen hecho.
Solamente porque se trataba del huevo de los Reyes Sacerdotes podía sospechar, podía tener la esperanza de que algo en el interior de esa misteriosa y presumiblemente ovoide esfera, algo, si todavía existía, estaba en reposo pero continuaba latiendo, y vivía.
Y si era yo quien tenía que encontrar ese objeto, ¿por qué no iba a destruirlo con mis propias manos? De esta manera podría destruir también la raza de los Reyes Sacerdotes, y podría ofrecer este mundo a los de mi clase, los hombres, para que hiciesen con él lo que les viniese en gana, libres de las restricciones, de las leyes y los decretos de los Reyes Sacerdotes que tanto limitaban su desarrollo y su tecnología. En una ocasión hablé con un Rey Sacerdote sobre este tema. “El hombre es un larl para el hombre”, me dijo, “y si se lo permitiésemos, también lo sería para los Reyes Sacerdotes.”
—Pero el hombre ha de ser libre —le repuse yo.
—La libertad sin la razón equivale al suicidio —contrapuso él—, y el hombre todavía no es racional.
No, no iba a destruir el huevo. No solamente porque contendría vida, sino porque era importante para mi amigo Misk, de quien he hablado en otra parte. Esta valiente criatura había dedicado gran parte de su vida al sueño de una nueva vida para los Reyes Sacerdotes, a pensar en una nueva fuente, en un nuevo principio. Quería ser capaz de renunciar a su lugar en un mundo viejo para prepararse una mansión en el nuevo. Quería tener y amar a un hijo de la forma en que Misk, un Rey Sacerdote, y como tal ni hombre ni mujer, podía amarlo.
Recordaba aquella noche de viento, cuando hablamos de cosas extrañas en las sombras de las Sardar. Después le dejé y fui montaña abajo, y le pregunté al guía del grupo con el que había viajado, el camino hacia la Tierra de los Pueblos del Carro.
Lo había encontrado.
Y ahora el polvo se levantaba cada vez más cerca, y la tierra parecía agitarse más que nunca.
Aceleré el paso.
Si triunfaba y lograba proteger a los Reyes Sacerdotes, ellos podrían salvar a los de mi raza de la aniquilación a la que les llevaría un acceso demasiado temprano al desarrollo tecnológico incontrolado. Con el paso del tiempo quizás se lograría que el hombre se convirtiera en un ser racional, y la razón, el amor y la tolerancia se acrecentarían en él. Sólo entonces el hombre y los Reyes Sacerdotes podrían volver sus sentidos hacia las estrellas.
Pero sabía que por encima de todo lo hacía por Misk, mi amigo.
Las consecuencias de mi actuación, si tenia éxito, eran demasiado complejas y tremendas para poder calcularlas, pues los factores en juego eran muy numerosos e intrincados.
Si me salían mal, no tendría más defensa que la de decir que lo hacía por mi amigo, y por la especie tan valerosa a la que pertenecía, por esos que antes eran odiados enemigos, a los que había aprendido a conocer y respetar.
No triunfar en una misión como ésta no significa perder el honor, me decía. Era una misión digna de un guerrero de la Casta de los Guerreros, de un hombre de los lagos de la elevada ciudad de Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana.
“Tal —diría como saludo—, soy Tarl Cabot, de Ko-ro-ba. No traigo credenciales ni pruebas. Vengo de parte de los Reyes Sacerdotes. Desearía que me devolvieseis el objeto que ellos os dieron en custodia, pues les gustaría recuperarlo. Gracias y adiós.”
Me eché a reír.
Poco o nada tendría que decir cuando llegase el momento.
Era posible que el objeto ni siquiera estuviese ya entre los Pueblos del Carro.
Y existían cuatro Pueblos del Carro: los paravaci, los kataii, los kassars y los temidos tuchuks.
Y, ¿quién sabía a qué pueblo se le había confiado el objeto?
¿Y si lo habían escondido para después olvidarlo?
Quizás ahora era un objeto sagrado, poco comprendido pero muy reverenciado, y pensar en él sería un sacrilegio, y mentar su nombre una blasfemia, y atreverse a mirarlo significaría una muerte lenta y cruel.
Y aunque pudiese apoderarme del objeto, ¿cómo podría llevármelo?
No disponía de ningún tarn, una de las fieras aves de monta de Gor. Ni siquiera disponía de uno de los monstruosos tharlariones que usan los guerreros de algunas ciudades como montura para la caballería de choque.
Iba a pie por las planicies despobladas de árboles del sur de Gor, en las llanuras de Turia, en la Tierra de los Pueblos del Carro.
Se decía que los Pueblos del Carro asesinan a los extranjeros.
En goreano, las palabras que significan extranjero y enemigo son una sola y única.
Avanzaría a campo abierto, a plena luz.
Si merodease por los campamentos y las manadas de boskos al amparo de la oscuridad, sabía que los eslines me localizarían enseguida con su olfato. Estos animales, que los Pueblos del Carro domestican para emplearlos como centinelas y pastores, salen de sus jaulas al caer el sol. Son eslines adiestrados, que se mueven sigilosamente y con rapidez, que atacan sin que medie otra provocación que la de traspasar los límites de lo que ellos consideran su territorio. Solamente obedecen a la voz de su amo, y cuando éste muere se procede a sacrificar a sus animales, que luego sirven de alimento.
No era posible espiar de noche a los Pueblos del Carro.
Sabía que hablaban un dialecto de goreano, y esperaba ser capaz de entenderlos.
Si no ocurría así, moriría, tal y como corresponde a un espadachín de Ko-ro-ba.
Esperaba que en tal caso se me concediera la muerte en batalla. Los Pueblos del Carro, de entre todos los que conozco, son los únicos que disponen de un clan de torturadores a los que se adiestra en el arte de retener la vida tan cuidadosamente como se les enseña a los escribas o a los médicos.
Algunos de esos hombres habían adquirido fama y fortuna en varias ciudades goreanas por sus servicios a los Iniciados y a los Ubares, así como a otros que tenían interés por las artes de detección y persuasión. Por algún motivo, todos llevan una capucha que les cubre la cabeza enteramente. Se dice que sólo se la quitan cuando la sentencia es de muerte, así que únicamente los condenados habrán podido ver lo que esconden esas capuchas.
No podía entender por qué razón todavía no había llegado al encuentro de esas enormes manadas, cuando hacia tanto rato que percibía con claridad la nube de polvo que levantaban, y había caminado un buen trecho sobre una tierra estremecida por su avance.
Pero ahora el viento que soplaba hacia Turia me traía los bramidos de los boskos. El polvo oscurecía el cielo. La hierba y la tierra parecían sobrecogerse a mis pies.
Pasé por campos que estaban ardiendo, y por los restos calcinados de las cabañas de algunos campesinos o de los graneros de Sa-Tarna, y vi los corrales de vulos destrozados, y las barreras rotas de los lugares en los que antes se guardaba a los pequeños verros domésticos, un animal de pelo largo menos beligerante y de menor tamaño que los verros salvajes de la Cordillera Voltai.
Y luego pude percibir, por fin, una línea serpenteante, sinuosa, que llegaba como las aguas de un torrente, una ola que surgía en la llanura, que parecía terriblemente viva, y que en su avance lo azotaba y lo batía todo, desde un extremo del horizonte hasta el otro. Eran las manadas de los Pueblos del Carro, que levantaban una columna de polvo semejante a las del fuego devastador, que avanzaban como un glaciar ungulado, que venían hacia mí como una furiosa inundación de pieles y cueros.
Fue entonces cuando vi al primero de la avanzadilla. Se dirigía hacia mí con rapidez, pero sin que pareciera correr. Veía cómo se dibujaba contra el cielo la esbelta línea de la lanza sujeta a su espalda.
Llevaba un escudo de cuero negro y brillante, lacado, de pequeño tamaño. Cubría su cabeza un casco de acero con adornos de piel, del cual colgaba una malla de cadenas coloreadas que le protegía el rostro y lo cubría completamente, dejando sólo dos agujeros para los ojos. Vestía una chaqueta acolchada, bajo la que llevaba un jubón de cuero. El cuello de la chaqueta era de piel, así como los adornos de las botas de cuero. Un amplio cinturón de cinco vueltas le ceñía. No podía ver su cara, a causa de la malla que colgaba del casco, pero alrededor de su cuello distinguí una máscara hecha de cuero fino que ahora llevaba recogida; debía desplegarla para cubrirse la boca y la nariz contra el viento y el polvo durante sus cabalgadas.
Se mantenía muy erecto en la silla. La lanza permanecía en su espalda, pero blandía en su mano derecha el pequeño y poderoso arco de cuero que utilizan los Pueblos del Carro, y un carcaj estrecho, rectangular y lacado, que debía contener por lo menos cuarenta flechas, estaba atado a la silla; de ella también colgaba por un lado un rollo de cuerda de cuero de bosko trenzado, y por el otro una boleadora de tres pesos muy de la clase utilizada para cazar tumits y hombres. Supe enseguida que el jinete era diestro, pues en el lado derecho de la misma silla podía distinguir las siete vainas para las legendarias quivas, los cuchillos equilibrados que se usan en la pradera. Se dice que los jóvenes de los Pueblos del Carro aprenden a manejar el arco, la quiva y la lanza antes de que sus padres consientan en darles un nombre. Es sabido que los nombres son algo precioso para los Pueblos del Carro, y para todos los goreanos en general, y no merece la pena desperdiciarlos en alguien que puede morir, en alguien que no puede manejar sus armas a la perfección en la guerra y en la caza. Así, hasta que el joven no domina las artes del arco, la quiva y la lanza, solamente se le conoce como el primer hijo, o el segundo, y así sucesivamente, de tal o cual padre.
Los Pueblos del Carro luchan entre ellos, pero una vez cada diez años se produce una tregua para la reunión de los pueblos, y eso era lo que estaba ocurriendo ahora, según me habían informado. Los Pueblos del Carro conocen este período de reunión como el Año del Presagio, aunque en realidad más que de un año se trata de un tiempo que ocupa una parte de dos de sus años regulares, ya que los Pueblos del Carro calculan los años desde una Estación de las Nieves hasta otra. Los turianos, dicho sea de paso, cuentan el transcurso de los años desde un solsticio de verano hasta el siguiente. Por otro lado, los goreanos acostumbran a calcular los años de un equinoccio vernal a otro, con lo que sus años empiezan, como la naturaleza, con la primavera. El llamado Año del Presagio dura varios meses y consiste en tres frases: el Paso de Turia, que tiene lugar en otoño; la Invernada, en el norte de Turia y normalmente al sur del Cartius, dejando siempre el ecuador al norte; y por último, el Retorno a Turia en primavera, o como dicen en los Pueblos del Carro, en la Estación de la Hierba Corta. El Año del Presagio concluye cerca de Turia, en primavera, cuando durante varios días centenares de arúspices, en su mayoría lectores de sangre de bosko y de hígado de verro, ofrecen sus augurios para determinar si son favorables a la elección del Ubar San, de un Ubar único, de un Ubar destinado a ser El Más Alto, del Ubar de Todos los Carros, de Todos los pueblos, de un Ubar que pueda dirigirles como a un solo pueblo.
Por lo que sabía, los presagios no habían sido favorables en más de cien años. Sospechaba que eso podía ser debido a las hostilidades y discusiones entre los diferentes pueblos. Mientras la gente no desease realmente esa unión, mientras continuasen atraídos por su autonomía, mientras siguiesen alimentando viejos agravios y cantando las glorias de la venganza, mientras considerasen a todos los demás seres de otros pueblos o del suyo propio como inferiores, mientras todo esto sucediese, no se darían las condiciones para hacer posible una confederación seria, una “unión de todos los carros”, como reza el dicho. Bajo tales condiciones no era sorprendente que los presagios tendiesen a ser desfavorables. ¿Acaso pueden existir peores auspicios? Los arúspices leyendo en la sangre del bosko y en los hígados del verro, no debían desconocer estos, llamémosles así, presagios más graves, de mayor peso que los otros. Como es natural, no sería beneficioso para Turia o para las demás ciudades más lejanas, cualquiera que fuese de las ciudades libres del tranquilo hemisferio norte de Gor, que los pueblos del sur se unieran bajo un único estandarte. Si eso ocurriese quizás guiarían a sus manadas hacia los campos más exuberantes que sus secas llanuras, hacia los verdes valles del Cartius oriental, por ejemplo, o incluso hacia las orillas del Vosk. Poco estaría a salvo si los Pueblos del Carro avanzasen. Se decía que mil años antes habían llevado la devastación hasta las mismas murallas de Ar y de Ko-ro-ba.
Era evidente que el jinete me había visto, y guiaba su montura sin vacilaciones hacia mí.
Ahora también podía distinguir, aunque centenares de metros me separasen de ellos, a tres jinetes más que se acercaban. Uno de ellos iniciaba un rodeo para aproximarse a mí por detrás.
La montura de los Pueblos del Carro, desconocida en el hemisferio norte de Gor, es la terrorífica pero bella kaiila. Se trata de una criatura de tacto muy suave; arrogante y graciosa, de largo cuello y elegante andar. Es carnívora, vivípara y sin duda mamífera, aunque los cachorros no se crían. Tan pronto como nacen se revela su carácter violento y basta con que puedan sostenerse sobre sus patas para que salgan a cazar instintivamente. La misma madre, al sentir que va a dar a luz, pare al cachorro cerca de una presa. Supongo que cuando nace un cachorro de kaiila en cautividad deben proporcionarle un verro o un prisionero para que satisfaga sus instintos. Esas criaturas, una vez saciadas, no tocan comida alguna durante días.
La kaiila es un animal extremadamente ágil que puede superar con facilidad al tharlarión alto, más lento y pesado. También requiere menos alimento que el tarn. Una kaiila, puede cubrir una distancia de más de seiscientos pasangs en un solo día de cabalgada.
Tiene dos grandes ojos a cada lado de la cabeza provistos de un triple párpado, lo que probablemente constituya una adaptación al medio en el que a menudo se producen arrasadoras tormentas de viento y polvo. Esta adaptación, que más detalladamente consiste en un tercer párpado transparente, permite a este animal moverse según su propia voluntad en circunstancias que obligarían a otros animales de la llanura a retroceder o, como en el caso del eslín, a enterrarse bajo tierra. En estas condiciones la kaiila se hace más peligrosa, y parece saberlo porque suele aprovechar esas tormentas para cazar.
Ahora el jinete hizo detenerse a su kaiila.
Se mantenía inmóvil, esperando a los demás.
Podía oír el ruido blando de las pisadas de una kaiila en la hierba, a mi derecha.
Allí se había detenido el segundo jinete. Su vestimenta era muy semejante a la del primer hombre, pero éste no se cubría la cara con una malla, sino que llevaba subida la máscara. Su escudo estaba lacado de amarillo, y su arco era del mismo color. También él llevaba sobre el hombro una de esas finas lanzas. Era un negro. “Kataii”, me dije a mí mismo.
El tercer jinete también había tomado posición después de detener bruscamente a su montura y hacerla levantarse sobre las patas traseras. El animal resoplaba contra el freno y estiraba el cuello hacia mí mientras continuaba erguido. Podía ver su lengua larga y triangular entre las cuatro hileras de colmillos. Ese jinete también llevaba una máscara para protegerse contra el viento. Su escudo era rojo. El Pueblo Sangriento, los kassars.
Me volví, y no me sorprendió nada ver al cuarto jinete inmóvil sobre su montura, ya en posición. Sí, la kaiila se mueve con extrema rapidez. Ese hombre iba vestido con una capa de pieles blancas provista de capucha. Se cubría la cabeza también con amplias pieles blancas que no disimulaban la estructura cónica del casco de acero que había debajo. El cuero de su jubón era negro, y la hebilla del cinturón de oro. Su lanza estaba provista de un gancho para jinetes bajo la punta. Eso quería decir que acostumbraba a desmontar a sus oponentes.
Las kaiilas de esos hombres eran del mismo marrón cobrizo que las hierbas de la llanura, a excepción de la montura del que estaba frente a mí, que era de un negro sedoso y brillante, lo mismo que su escudo.
Alrededor del cuello del cuarto jinete brillaba un enorme collar de joyas tan ancho como mi mano. Deduje que se trataba de ostentación, pero más tarde pude aprender que ese collar de brillantes se lleva para provocar la envidia y acumular enemigos para animar al ataque y dejar que su dueño pueda probar su destreza con las armas. Así se da a entender que el dueño del collar no quiere perder el tiempo buscando enemigos. De todos modos, lo que sí supe enseguida era que se trataba de un paravaci, de un hombre perteneciente al Pueblo Rico, los más ricos de todos los habitantes de los carros.
—¡Tal! —grité levantando mi mano con la palma vuelta hacia dentro. Era el saludo goreano.
Los cuatro jinetes aprestaron sus lanzas como un solo hombre.
—¡Soy Tarl Cabot! —grité—. ¡Vengo en son de paz!
Las kaiilas estaban en tensión, parecían larls. Sus flancos temblaban y los enormes ojos no me perdían de vista ni por un momento. Vi que una de esas largas lenguas triangulares salía disparada para volver a esconderse en repetidas ocasiones. Sobre las cabezas de tan fiera expresión de esos animales, las largas orejas permanecían echadas hacia atrás.
—¿Habláis goreano? —pregunté.
Las lanzas bajaron como una sola. Los Pueblos del Carro no afianzan sus lanzas en el ristre, sino que las llevan en la mano derecha con facilidad debido a su escaso peso. Son flexibles, y se utilizan para clavar, y no para hacer las veces de ariete, como ocurría con las lanzas pesadas de la Edad Media europea. No es necesario decir que manejadas con habilidad pueden ser tan ligeras y rápidas como un sable. Son armas de color negro, y se obtienen de jóvenes árboles tem. Se pueden doblar casi por completo, como si se tratase de acero bien templado, sin que se rompan. Para retener el arma en un combate cuerpo a cuerpo se usa un pedazo de cuero de bosko que envuelve por dos veces la mano. Rara vez se emplea como arma arrojadiza.
—¡Vengo en son paz! —volví a gritar.
—¡Yo soy Tolnus, de los paravaci! —gritó el jinete que estaba detrás de mí. Tras lo cual se quitó el casco. Su melena quedó libre y ondeó por encima de la piel blanca del cuello de la capa. Yo permanecí quieto, con la mirada fija en esa cara.
—¡Y yo soy Conrad, de los kassars!
Ese grito procedía del hombre situado a mi izquierda, quien se descubrió la cara quitándose el casco y se echó a reír. ¿Serían elementos de la Tierra? Me preguntaba. ¿Serían hombres?
A mi derecha se oyó una estentórea risotada:
—¡Soy Hakimba, de los kataii! —rugió.
Se quitó el antifaz contra el viento con una mano. Su rostro de piel negra tenía la misma expresión que los demás.
Y ahora era el jinete que estaba frente a mí quien se quitaba la malla de cadenas coloreadas para que pudiera verle la cara. Era de piel blanca, pero dura, lubricada. El pliegue epicántico de sus ojos denotaba la diversidad de sus orígenes.
Yo continuaba mirando a la cara a esos cuatro hombres, a esos Guerreros de los Pueblos del Carro.
En cada uno de esos rostros resaltaban, como si se tratase de galones anudados a su piel, unos tumores pintados. La viveza de esos colores y lo abultado de esas prominencias me recordaron a las repulsivas marcas que tienen los mandriles en la cara. Pero enseguida pude comprobar que se trataba de desfiguraciones culturales, y no congénitas, y que no revelaban la inocencia natural del trabajo de los genes, sino las gestas, la categoría, la arrogancia y el orgullo de sus portadores. Eran cicatrices hechas en la cara con agujas y cuchillos, con pigmentos y excrementos de bosko. Para marcarlas son necesarios días y noches, y no es raro que los hombres mueran en el transcurso de tan doloroso trabajo. La mayoría de estas cicatrices están emparejadas, y descienden desde uno de los lados de la cabeza hasta la nariz y la barbilla. El hombre que estaba frente a mí ostentaba en su rostro siete de tales marcas: la más alta era roja, la segunda amarilla, la siguiente azul, la cuarta negra, dos amarillas y finalmente otra negra. Las marcas de los demás guerreros, aunque diferentes, eran igualmente horribles, petrificantes, repulsivas, y quizás su principal propósito fuera el de aterrorizar al enemigo. Hasta tal punto me había sorprendido descubrirlas que por un momento me llevaron a pensar con terror que iba a enfrentarme en las Llanuras de Turia a seres de otros planetas lejanos que los Reyes Sacerdotes habían traído a Gor para desempeñar un trabajo ya cumplido u olvidado. Pero ahora ya podía descartar esa idea, y sabía que eran hombres. Ahora podía recordar algo que había oído entre susurros en una taberna de Ar a propósito de los terribles Códigos de la Cicatriz conocidos y cultivados por los Pueblos del Carro. Por lo visto, cada una de esas repugnantes marcas tenía un significado, y cualquier paravaci, o kassar, o kataii, o tuchuk, podía leerlas tan claramente como vosotros o yo podríamos leer un letrero en un escaparate o una frase en un libro. En ese tiempo sólo era capaz de leer la marca superior, roja, brillante, gruesa como una cuerda: la Cicatriz del Coraje. Siempre es la situada más arriba. Es más: sin esa marca ninguna otra puede ostentarse. Los Pueblos del Carro valoran el coraje por encima de todo. Todos los guerreros que tenía ante mí parecían muy orgullosos de lucirla en la cara.
Fue entonces cuando el hombre que estaba delante de mí levantó su pequeño escudo lacado y su lanza negra.
—¡Escucha mi nombre! —gritó—. ¡Soy Kamchak, de los tuchuks!
Y tan pronto como acabó de decirlo, como si esperasen el grito del último nombre como una señal preestablecida, las cuatro kaiilas se lanzaron a la carrera lanzando chillidos, y los jinetes se inclinaron en sus sillas con las lanzas sujetas en la mano derecha. Todos querían ser el primero en alcanzarme.