Entré en el carro y me detuve, sorprendido.
Al otro lado del pequeño fuego central, en pie sobre la espesa alfombra y cerca de una lámpara de aceite de tharlarión, había una chica, que se volvió bruscamente para mirarme. Se cubría tanto como podía con una sábana de seda amarilla ricamente bordada. La banda roja de la Koora mantenía su pelo recogido en la parte trasera de su cabeza. Podía ver la cadena que corría por encima de la alfombra, sujeta por un extremo a la anilla de esclava y por el otro a su tobillo derecho.
—¿Tú? —gritó.
Levantó una mano para cubrirse el rostro.
No dije nada, y permanecí allí, confuso al verme frente a Elizabeth Cardwell.
—¡Estás vivo! —exclamó antes de ponerse a temblar y decir—: ¡Tienes que salir de aquí! ¡Enseguida!
—¿Por qué?
—¡No puede encontrarte aquí! —sollozó—. ¡Corre, por lo que más quieras!
Seguía sin apartar la mano con la que se cubría la cara, y temblaba.
—¿Quién no puede encontrarme? —pregunté, sorprendido.
—¡Mi amo! ¡Vete, por favor!
—Pero, ¿quién es tu amo?
—¡El dueño de este carro! —dijo entre sollozos—. ¡Todavía no le he visto nunca!
De pronto, al comprenderlo todo, sentí un estremecimiento, pero no me moví, ni revelé emoción alguna. Harold ya me había dicho que Kamchak había regalado a Elizabeth a algún guerrero. Lo que no me había dicho era el nombre de ese guerrero. Ahora ya lo sabía.
—¿Te ha visitado a menudo tu amo?
—Hasta ahora, nunca —respondió Elizabeth—, pero puede venir esta misma noche, pues está en la ciudad.
—Tu amo no me da ningún miedo.
Elizabeth se echó hacia atrás, y la cadena siguió sus movimientos. Se sujetó con más fuerza la tela amarilla, y dejó caer la mano con la que hasta ese momento se tapaba el rostro, aunque seguía sin poder verla, porque miraba a la parte posterior del carro.
—¿Qué nombre hay escrito en tu collar? —pregunté.
—Me lo enseñaron, pero no puedo saberlo, porque no sé leer.
Lo que decía era cierto, pues si bien podía hablar en goreano, le era imposible leerlo. Lo mismo les ocurría a muchos tuchuks, y por esta razón, el grabado que los esclavos llevaban en el collar no era más que un signo con el que se conocía la referencia a tal o cual personaje. Incluso los que sabían leer, o los que pretendían saber, grababan su signo al lado de su nombre. Así cualquiera podía saber a quién pertenecía el esclavo. El signo de Kamchak, por ejemplo, consistía en cuatro cuernos de bosko y dos quivas.
Pasé por el lado del fuego central para aproximarme a ella.
—¡No me mires! —gritó Elizabeth inclinándose hacia delante para que la luz no le diese en la cara.
Alcancé el collar que le rodeaba el cuello para leerlo. Estaba sujeto a una cadena. Deduje que la chica estaba ataviada con el Sirik, pues la cadena atada a la anilla de esclava se unía a las pulseras gemelas de los tobillos. Elizabeth no quería mostrarme su rostro, y permanecía vuelta hacia el otro lado, cubriéndoselo con las manos. El grabado del collar turiano consistía en el dibujo de los cuatro cuernos de bosko junto con el signo de la ciudad de Ko-ro-ba. Supuse que Kamchak habría ideado esta señal para identificarme. En el collar también había una inscripción en goreano, una inscripción muy sencilla: Soy la muchacha de Tarl Cabot. Volví a colocar el collar de forma adecuada y caminé hacia atrás, hacia el otro extremo del carro. Apoyé las manos en la pared. Quería pensar con calma. Oí que la cadena se movía. Elizabeth debía estar volviéndose hacia mí.
—¿Qué pone en el collar? —preguntó.
No le respondí.
—¿De quién es este carro?
El tono de su voz era implorante. Me giré, y ella volvió a taparse la cara con la mano, mientras con la otra sujetaba la tela amarilla que la cubría. Ahora podía ver que sus muñecas estaban rodeadas por pulseras de esclava, que a su vez estaban unidas a la cadena del collar, que luego se prolongaba hasta las anillas de los tobillos. La segunda cadena, la que había visto primero, unía el Sirik a la anilla de esclava. Por encima de la mano que ocultaba la parte baja de su rostro pude ver sus ojos, que parecían llenos de miedo.
—¿De quién es este carro? —repitió.
—Es mi carro.
Me miró, atónita.
—¡No! ¡No! ¡Este carro es de un comandante, del comandante de un millar!
—Eso soy yo. Un comandante de millar.
Elizabeth sacudió la cabeza.
—¿Y el collar? ¿Qué pone en el collar?
—Está escrito que tú eres la muchacha de Tarl Cabot.
—¿Tu muchacha?
—Sí.
—¿Tu esclava?
—Sí.
No dijo nada. Permaneció callada, mirándome.
—Me perteneces —le dije.
Las lágrimas brotaron en sus ojos, y cayó sobre sus rodillas, temblorosa, incapaz de permanecer en pie, sollozando.
—Eso lo has de decidir tú, Elizabeth —le dije arrodillándome junto a ella—. Todo esto se ha acabado, ya no sufrirás más, ya nadie te hará daño. Ya no eres una esclava. Eres libre, Elizabeth.
Le sujeté con delicadeza las muñecas encadenadas y le aparté las manos de la cara.
—¡No me mires, por favor! —dijo echando hacia atrás la cabeza.
Me había parecido percibir en su nariz el reflejo del fino anillo de las mujeres tuchuks.
—¡Por favor, Tarl, no me mires! —repitió.
Recogí suavemente sus cabellos con mis manos para mantener quieta su cabeza, y me deleité mirando su cara, su frente, sus ojos oscuros y dulces, brillantes por las lágrimas, su maravillosa boca, ahora tan temblorosa, y su delicada y fina nariz, atravesada por el anillo de oro, la nariguera.
—Te encuentro realmente bella.
—¡Me ataron a una rueda! —dijo entre sollozos apoyando la cabeza en mi hombro.
Con mi mano derecha la apreté contra mí en esa postura.
—¡Me han marcado al fuego! ¡Me han marcado!
—Tranquila. Ya ha acabado todo. Ahora eres libre, Elizabeth.
Levantó su rostro inundado de lágrimas y me miró dulcemente.
—Te amo, Tarl Cabot.
—No, eso no es cierto.
—Te amo —repitió mientras volvía a apoyarse en mí—, pero tú nunca me has querido. No, nunca me has querido.
No dije nada.
—Y ahora —siguió diciendo Elizabeth con tono amargo—, ahora a Kamchak se le ocurre que soy un buen regalo para ti. ¡Oh, es un hombre cruel, cruel!
—Yo, por el contrario, creo que Kamchak te tenía en buen concepto, y por eso te ha entregado a mí, a su amigo.
—¡No es posible! —se echó hacia atrás, confundida—. Entonces, ¿por qué me azotó? ¿Por qué me… me tocó…? —dijo en un susurro—. ¿Por qué me tocó… con el cuero?
Elizabeth miró al suelo. La vergüenza le impedía mirarme a los ojos.
—Te azotó porque habías huido. ¿Acaso no lo entiendes? Lo normal en estos casos es mutilar a la chica, o lanzarla a los eslines o a las kaiilas. En cuanto a lo que hizo con el látigo… a eso le llaman “La Caricia del Látigo”, y Kamchak la utilizó para demostrarme, y quizás para demostrártelo a ti también, que eres una hembra.
—¡Pero hizo que me avergonzara! —dijo Elizabeth sin dejar de mirar al suelo—. ¡No puedo evitar moverme como lo hago! ¡No puedo evitar ser una mujer!
—Ahora ya ha acabado todo, Elizabeth.
Elizabeth levantó la cabeza. Su anillo brillaba a la luz del fuego central.
—Y tú, ¿qué me dices? —le pregunté—. ¿No tienes las orejas perforadas?
—No, yo no. Pero muchas de mis amigas, en la Tierra, sí que las tienen, para ponerse los pendientes.
—¿Y te parecía eso muy horrible?
—No —respondió sonriendo.
—Pues a los tuchuks les horrorizaría, te lo aseguro. Les parece tan abominable, que ni siquiera se lo hacen a sus esclavas turianas. Y uno de los principales temores de una muchacha tuchuk cuando cae en manos turianas es precisamente éste: que le perforen las orejas.
Elizabeth se echó a reír, aunque de sus ojos seguían brotando las lágrimas.
—Este anillo que llevas te lo puedes quitar, si así lo deseas. Con los instrumentos adecuados podemos hacer que te lo abran y luego te lo saquen, y no quedará ninguna marca visible.
—Eres muy bueno, Tarl Cabot.
—Supongo que no te gusta que te lo diga, pero creo sinceramente que este anillo te hace más atractiva.
—¿De veras? —dijo levantando la cabeza y sonriendo con descaro.
—Sí, de veras.
Se apoyó en los talones y se ajustó sobre los hombros la tela amarilla.
—¿Qué soy? —me preguntó mirándome sonriente—. ¿Una esclava o una mujer libre?
—Una mujer libre.
—Me parece que no quieres liberarme —dijo entre risas—, porque me mantienes encadenada… ¡como si fuera una esclava!
—¡Lo siento! —dije acompañándola en sus risas.
Si, estaba seguro: Elizabeth Cardwell llevaba puesto el Sirik.
—¿Dónde está la llave? —pregunté.
—Sobre la puerta —dijo, para luego añadir con mordacidad—: allí donde no puedo alcanzarla.
Me incorporé para buscarla.
—Estoy muy contenta.
Saqué la llave de su gancho.
—¡No te vuelvas!
No me volví.
—¿Por qué? —pregunté.
Oí débilmente el ruido de una cadena, y luego la voz de Elizabeth, que me decía con fuerza:
—¿Te atreves a liberar a esta chica?
Me volví y comprobé con sorpresa que Elizabeth se había levantado, y se mantenía erguida, orgullosa, retadora, ante mí. Era como si se hubiese transformado en una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, a la que habían traído al campamento atada a la silla de una kaiila menos de un ahn antes. Sí, era como si acabasen de raptarla en un ataque.
Tragué saliva.
—Sí —dijo Elizabeth—, me descubriré, pero has de saber que te combatiré hasta la muerte.
Con gracia y descaro, hizo que la sábana de seda amarilla se moviese alrededor de su cuerpo, y finalmente se desprendió de ella. Se quedó frente a mí, simulando estar furiosa, y por esta razón resultaba todavía más bella y atractiva. Llevaba el Sirik, y también iba ataviada, naturalmente, como una Kajira cubierta, con la Curla y la Chatka, es decir, con la cuerda roja y la fina tira de cuero; con el Kalmak, la chaquetilla de cuero negro abierta y sin mangas, y con la Koora, la cinta de tejido rojo que mantenía recogido atrás su cabello castaño. Alrededor del cuello llevaba el collar turiano con su cadena unida a las pulseras de esclava y a las ajorcas, una de estas últimas estaba atada a la cadena, que a su vez estaba unida a la anilla de esclava. En su muslo izquierdo pude distinguir la marca, pequeña y profunda, de los cuatro cuernos de bosko.
Apenas podía creer que la orgullosa criatura que tenía ante mis ojos fuese la que tanto Kamchak como yo conocíamos con el nombre de “pequeña salvaje”. Hasta aquel momento pensaba que se trataba de una chica sencilla y tímida de la Tierra, de una joven y bonita secretaria, una entre otras muchas, entre los millares de chicas de esa clase que trabajan en las enormes oficinas de las ciudades más importantes de ese planeta. Pero lo que estaba ante mí no tenía nada que ver con los cristales, con los rectángulos y la polución de la Tierra, ni con las multitudes apresuradas, malhumoradas y degradadas, con esos esclavos pendientes de su reloj, con esos esclavos que gritaban y saltaban y lamían a cambio de una caricia de plata, o a cambio de sus posiciones, o título, o propiedades en calles de renombre, o a cambio de la adulación y la envidia de tipejos frustrados por los que un goreano sentiría el más profundo de los desprecios. No, la chica que tenía ante mí me recordaba más bien, por decirlo de alguna manera, el aullido del bosko y el olor de la tierra pisoteada por sus pezuñas, el sonido de los carros al avanzar y el silbido del viento alrededor suyo, el grito de las muchachas que conducen al ganado y el olor de las cocinas a campo abierto. Sí, esa chica me hablaba de Kamchak tal y como lo había conocido, me hacía pensar en cómo debía haber sido Kutaituchik, y en el palpitar de la hierba y de la nieve, y en el pastoreo de inmensas manadas. Sí, era como una cautiva que podía proceder de Turia, o de Ar, o de Cos, o de Thentis. Parecía que en ese momento le acababan de imponer las cadenas, y permaneciese en actitud desafiante en el carro de su enemigo. La habían vestido para él, para complacerle. Toda identidad y significado se borraban, y sólo quedaba algo incontrovertible: ahora parecía una esclava de los tuchuks, y nada más.
—¿Y bien? —dijo Elizabeth rompiendo el silencio que había mantenido hasta entonces—. Creía que ibas a liberarme de estas cadenas.
—Sí, sí, claro —respondí.
Me dirigí hacia ella, y no pude evitar dar un traspié. Luego, un poco a tientas, cierre tras cierre, la despojé de las cadenas, y lancé el Sirik y la cadena del tobillo a un lado del carro, junto a la anilla de esclava.
—¿Por qué has actuado así? —le pregunté.
—No lo sé —respondió con ligereza. Quizás sea una esclava tuchuk.
—Eres libre —afirmé con rotundidad.
—Procuraré recordarlo.
—Sí, hazlo.
—¿Acaso te pongo nervioso?
—Sí.
Había vuelto a tomar la tela amarilla, y con un par de broches, que probablemente procedían del saqueo a Turia, se la sujetó alrededor del cuerpo con mucha gracia.
Se me pasó por la cabeza violarla.
Pero no iba a hacerlo, naturalmente.
—¿Has comido ya? —preguntó.
—Sí.
—Queda algo de bosko asado. Está frío, y calentarlo sería un engorro, así que no voy a hacerlo. Ya no soy una esclava, ¿sabes?
Empecé a lamentar mi decisión de liberarla.
Me miró con ojos brillantes y dijo:
—Te ha costado mucho decidirte a venir al carro, ¿no?
—Estaba ocupado.
—Claro. Debías tener que pelear y esa clase de cosas, supongo.
—Supones bien.
—¿Y por qué razón has venido esta noche?
Lo que me irritaba más de aquella pregunta era el tono que había empleado para formularla.
—Para beber.
—Ah, ya —dijo Elizabeth.
Me dirigí al baúl que había a un lado del carro y escogí una de las botellas de vino de Ka-la-na que allí se guardaban.
—Vamos a celebrar tu libertad —dije llenándole un pequeño cuenco con aquel líquido.
Elizabeth tomó el cuenco y esperó sonriente a que yo me sirviera. Cuando lo hube hecho, me puse frente a ella y dije:
—Por una mujer libre, una mujer que ha sido fuerte y valiente, por Elizabeth Cardwell, una mujer que es al mismo tiempo bella y libre.
Chocamos nuestros cuencos y bebimos.
—Gracias, Tarl Cabot.
Vacié mi cuenco de un trago.
—Como comprenderás —dijo Elizabeth—, tendremos que hacer algunos arreglos en este carro.
Miró detenidamente a su alrededor con los labios apretados y añadió:
—Tendremos que dividirlo de alguna manera. Supongo que no sería apropiado compartir el carro con un hombre que no es mi amo.
—Bueno —dije confundido—, estoy seguro de que ya se nos ocurrirá algo.
Volví a llenar mi cuenco. Elizabeth no deseaba más. Noté que apenas había mojado los labios en el vino que le había servido antes. Eché un trago de Ka-la-na, mientras pensaba que aquella era, quizás, una noche más indicada para el Paga.
—Sí, tendría que ser una valla —decía pensando en voz alta Elizabeth—, una valla de algún tipo.
—Bébete el vino —le dije, empujándole hacia la boca el cuenco que tenía en sus manos.
Bebió un sorbo, con aire ausente.
—La verdad es que no es mal vino —dijo.
—¿Que no es malo? ¡Es soberbio!
—Supongo que lo mejor sería un muro hecho con pesados tablones —murmuró.
—De hecho —sugerí—, podrías ir siempre con la Vestidura de Encubrimiento, y llevar en la mano una quiva desenfundada.
—Sí, eso es cierto.
Sus ojos me miraban por encima del cuenco mientras bebía.
—Dicen —añadió con picardía—, que cualquier hombre que libera a una esclava es un estúpido.
—Probablemente sea verdad.
—Eres bueno, Tarl Cabot.
Seguía pareciéndome bellísima. Volví a considerar la idea de violarla. Pero ahora que ya era una mujer libre, y no una simple esclava, supuse que sería impropio. De todas maneras, y solamente como especulación, medí la distancia que nos separaba, y decidí que podía alcanzarla de un solo salto y con un único movimiento para luego, con suerte, caer ambos sobre la alfombra.
—¿En qué estás pensando? —preguntó.
—En nada de lo que quiera informarte.
—¡Ah! —exclamó sonriendo y bajando la mirada al cuenco de vino.
—Bebe más Ka-la-na —le sugerí.
—¿Más?
—Es un vino muy bueno. Es soberbio.
—Lo que quieres es emborracharme.
—Si te he de decir la verdad, ese pensamiento me ha pasado por la cabeza.
—Y después de conseguir que me emborrache —añadió entre risas—, ¿qué harás conmigo?
—Supongo que te meteré la cabeza en un saco de estiércol.
—¡Qué poca imaginación!
—¿Qué sugieres tú?
—Estoy en tu carro —dijo abriendo las ventanillas de su nariz—. Estoy sola e indefensa, completamente a tu merced.
—Por favor, Elizabeth.
—Si lo desearas, en un instante podrías volverme a imponer los aceros de una esclava. Eso significaría reesclavizarme, con lo que volvería a ser tuya, y podrías hacer conmigo lo que se te antojara.
—No me parece mala idea.
—Pero, ¿es posible que el comandante de un millar tuchuk no sepa qué hacer con una chica como yo?
Me incliné hacia ella, para tomarla en mis brazos, pero antes de que lo lograra, Elizabeth puso en mi trayecto su copa de vino, y lo hizo de forma bastante hábil.
—Por favor, señor Cabot…
Retrocedí con enfado.
—¡Por todos los Reyes Sacerdotes! —exclamé—, ¡Que me aspen si no estás buscando problemas!
Elizabeth se rió por encima de su cuenco de vino. Sus ojos brillaban.
—Soy libre —dijo.
—Sí, ya me doy cuenta.
Elizabeth continuaba riendo.
—Antes has dicho algo de arreglos, ¿no? —inquirí—. Pues bien, hay algunos que será bueno que consideres. Libre o no, eres la mujer de mi carro. En consecuencia, espero tener la comida preparada, y el vagón ha de estar limpio. También tendrás que engrasar los ejes y cuidar de los boskos.
—No te preocupes, cuando prepare la comida, haré una cantidad suficiente para los dos.
—Me alegra oír eso —murmuré.
—Además, soy la primera que no desearía habitar en un carro sucio, que no tuviese los ejes engrasados y cuyos boskos no estuviesen convenientemente cuidados.
—Claro, eso es natural.
—Pero también creo que podríamos repartirnos todas esas tareas.
—Pero, ¡si soy el comandante de un millar!
—¿Y eso qué más da?
—¿Cómo que qué más da? —grité—. ¡Eso cambia completamente las cosas!
—No es necesario que grites.
Mis ojos no pudieron evitar mirar las cadenas de esclava que estaban junto a la anilla.
—Naturalmente —dijo Elizabeth—, podríamos plantearlo como una especie de división de tareas.
—Bien.
—Por otro lado, siempre podrías alquilar los servicios de una esclava para que realizase este trabajo.
—De acuerdo. Alquilaré una esclava.
—Pero no se puede confiar en las esclavas…
Con un grito de rabia que no pude contener, no faltó poco para derramar el contenido de mi cuenco.
—Casi derramas el vino —dijo Elizabeth.
Decidí que el establecimiento de la libertad para las mujeres era, como muchos goreanos pensaban, un error.
Elizabeth me guiñó el ojo, con expresión conspiradora.
—No te preocupes, ya me encargaré yo del carro.
—¡Estupendo! —exclamé—. ¡Estupendo!
Me senté junto al fuego central, y miré en dirección al suelo. Elizabeth se arrodilló a escasa distancia y bebió otro sorbo de vino.
—Una esclava llamada Hereena —dijo Elizabeth con seriedad—, me ha dicho que mañana habrá una gran batalla.
—Sí —dije levantando la vista—. Creo que es verdad.
—Y si mañana hay que luchar, ¿tomarás parte en el combate?
—Sí, supongo que sí.
—¿Por qué has venido al carro esta noche?
—Para beber vino. Ya te lo he dicho.
Elizabeth bajó los ojos.
Los dos permanecimos en silencio durante un rato. Luego, ella fue la primera en hablar:
—Me alegro de que éste sea tu carro.
La miré y sonreí, para luego volver a fijar la vista en el suelo, perdido en mis pensamientos.
Pensaba en qué iba a ser de la señorita Cardwell. Cualquiera que la encontrase pensaría que no era más que una bella forastera, destinada por su sangre y desde su nacimiento a que le rodearan el cuello con el collar de un amo. Se convertiría en una criatura demasiado vulnerable. Sin un defensor se quedaría completamente desamparada. Ni siquiera las mujeres goreanas tienen demasiadas posibilidades de escapar al hierro candente, a la cadena y al collar cuando están fuera de su ciudad y sin defensor. Tarde o temprano alguien las hará esclavas, y eso si sobreviven a los peligros de la naturaleza. Incluso los campesinos se adueñan de esta clase de mujeres, y las emplean en las labores del campo hasta que pase por el lugar un traficante de esclavos que les pague algo por ellas. Sí, la señorita Cardwell necesitaría de un protector, de un defensor, y resultaba que a la mañana siguiente yo tenía muchas posibilidades de morir en las murallas del recinto de Saphrar. ¿Qué suerte iba a correr en tal caso ella? Pero por otro lado no podía olvidar mi misión, y sabía que un guerrero no puede permitirse cargar con una mujer, y particularmente con una mujer libre. Se dice que el guerrero que lo haga está condenado al peligro. Me dije a mí mismo que habría sido mejor que Kamchak no me hubiese dado la chica.
Mis reflexiones se vieron interrumpidas por la voz de Elizabeth.
—Me sorprende que Kamchak no me haya vendido.
—Quizás debería haberlo hecho.
—Sí, quizás sí —admitió sonriendo. Tomó un sorbo de vino y añadió—: Tarl Cabot, ¿te puedo hacer una pregunta?
—¿Cuál?
—¿Por qué no me ha vendido Kamchak?
—No lo sé.
—¿Por qué me ha metido en tu carro?
—La verdad, Elizabeth, no puedo decírtelo con seguridad.
Era una pregunta que yo también me hacía. Pero en todo lo que había vivido últimamente había muchas cosas que me parecían confusas. Pensé en Gor, y en Kamchak, y en la manera de comportarse, en las costumbres de los tuchuks, tan diferentes de las mías, y de las de Elizabeth Cardwell.
Pensé también en la razón que podía haber llevado a Kamchak a ponerle el anillo tuchuk y marcarla, y a ponerle el collar y vestirla como una Kajira cubierta. ¿Sería realmente porque Elizabeth le había hecho enfurecer? ¿No existiría otra razón? Y, en todo caso, ¿por qué la había sometido, de manera quizás cruel y en mi presencia, a la Caricia del Látigo? Yo creía que se preocupaba por ella, pero ahora me la daba a mí, cuando podía ofrecerla a otros comandantes. Kamchak había dicho que apreciaba a Elizabeth. Y yo sabía que el Ubar de los tuchuks era mi amigo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? ¿Por mí? ¿O también por ella? Y en tal caso, ¿por qué?
Elizabeth terminó el contenido de su cuenco. Se levantó para limpiar el vaso, y lo volvió a colocar en su sitio. Ahora estaba arrodillada al otro lado del carro y se desataba la Koora. Sacudió la cabeza para que el cabello se le soltara completamente. Se miró en el espejo moviendo la cabeza en varias posiciones. Yo la miraba, divertido, porque comprendía que estaba investigando la manera de sacarle partido al anillo de su nariz. Un momento después empezó a peinarse su larga cabellera, arrodillada, con el cuerpo muy erguido, como lo haría una verdadera chica goreana. Kamchak nunca le había permitido que se cortara el cabello. Ahora que era libre, suponía que no tardaría en cortárselo. Y yo lo lamentaría, porque siempre he pensado que las largas melenas son algo muy bello en las mujeres.
Mientras se peinaba, no dejaba de mirarla. Al terminar puso el peine a un lado y volvió a atarse la Koora para que le mantuviese el cabello atrás. Luego siguió mirándose en el espejo de bronce, moviendo delicadamente la cabeza.
De pronto, me pareció entender a Kamchak. Sí, realmente apreciaba a la pequeña salvaje.
—¡Elizabeth!
—¿Sí? —respondió bajando el espejo.
—Creo que ya comprendo la razón por la que Kamchak te ha metido en mi carro… aunque supongo que también pensó que me convenía disponer de alguien para que se ocupase de él.
—Me alegro de que pensase en mí como la apropiada para ser tu esclava —dijo Elizabeth sonriendo.
—¿Cómo dices? —pregunté sorprendido.
—¡Claro! ¿No lo entiendes? —explicó volviendo a mirarse en el espejo—. ¿Quién más habría cometido la estupidez de liberarme?
—Claro, eso es verdad —admití.
Permanecí callado durante un rato.
Finalmente, Elizabeth bajó el espejo que sostenía y se volvió hacia mí, con expresión curiosa:
—¿Por qué crees que lo ha hecho?
—Según los mitos de este planeta, solamente la mujer que ha sido una esclava total, puede ser libre de verdad.
—No estoy segura de entender el significado de lo que estás diciendo.
—Creo que no tiene nada que ver con saber qué mujer es realmente esclava o libre, y tampoco está relacionado con la simplicidad de las cadenas, el collar o el hierro candente.
—¿Entonces?
—Según creo, lo que en verdad significa este mito es que solamente la mujer que se ha entregado totalmente, y que pueda hacerlo, que pueda abandonarse a las caricias de un hombre, solamente esa mujer puede ser realmente una mujer, y por tanto, al ser lo que es, se convierte en un ser libre.
—No puedo aceptar esta teoría —dijo Elizabeth sonriendo—. Yo ya soy libre, en este momento.
—Ya te he dicho que no tenía nada que ver con las cadenas, ni con los collares.
—No es más que una teoría absurda.
—Sí —dije bajando la mirada—, supongo que sí.
—Una mujer que se entregase totalmente a un hombre, que se rindiese a él, no me merecería demasiado respeto.
—Te equivocas.
—Las mujeres son personas, y lo son tanto como los hombres. Mujeres y hombres son iguales.
—Me parece que estamos hablando de cosas diferentes —señalé.
—Quizás sí.
—En nuestro mundo se habla mucho de las personas, y muy poco de hombres y mujeres. Y a los hombres se les enseña que deben ser hombres y a las mujeres que no deben ser mujeres.
—Esto que dices es una tontería, un absurdo —dijo Elizabeth.
—No me refiero a las palabras que usan, o cómo en la Tierra hablan de esas cosas. Me refiero a lo que nadie dice, algo que está implícito en nuestras conversaciones, en lo que se nos enseña. ¿Qué pensarías si te digo que las leyes de la naturaleza y de la sangre son más básicas, más primitivas y esenciales que las convenciones y enseñanzas de la sociedad? ¿Qué pensarías si te dijese que todos esos viejos secretos, todas esas viejas verdades, yacen ocultos, u olvidados, o subvertidos, bajo los requerimientos de una sociedad concebida en términos de unidades de trabajo intercambiables, de unidades a las que se les asigna una tarea técnica funcional y asexuada?
—Pero, ¿cuál es esa sociedad?
—¿Acaso no la reconoces? —le pregunté.
—No, creo que no.
—Nuestra Tierra, Elizabeth.
—Las mujeres no queremos que los hombres nos sometan, ni que nos dominen, ni que nos brutalicen.
—Estamos hablando de cosas diferentes.
—Quizás sí —admitió.
—No existe mujer más libre, más fuerte y más bella que la Compañera Libre goreana. Compara a una de ellas con las mujeres características de la Tierra.
—Las mujeres tuchuks llevan una existencia miserable.
—En las ciudades se consideraría que muy pocas de entre ellas son Compañeras Libres.
—Yo nunca he tenido ocasión de conocer a una Compañera Libre.
Yo permanecí en silencio durante un momento. Me sentía triste, pues había conocido a una mujer de esa clase.
—Es posible que tengas razón —dije finalmente—, pero si observas a los mamíferos, comprobarás que siempre hay uno al que la naturaleza señala como poseedor, y otro al que señala como poseído.
—La verdad, no estoy demasiado habituada a pensar en mi como si fuera un mamífero —sonrió Elizabeth.
—¿Y qué te crees que eres, biológicamente?
—Bien, si quieres mirarlo de este modo…
Di un puñetazo en el suelo del carro, y Elizabeth saltó del susto.
—¡Es que es de ese modo! —dije.
—Tonterías.
—Los goreanos reconocen que a las mujeres les cuesta aceptar esta verdad, que la rechazan y que luchan contra ella, porque la temen.
—Porque no es ninguna verdad —alegó Elizabeth.
—¿Acaso crees que estoy diciendo que una mujer no es nada? ¡En absoluto! Lo que digo es que es un ser maravilloso, pero que sólo se convierte realmente en ella misma, en algo magnífico, tras abandonarse al amor.
—¡Qué idiotez!
—Por tal razón —remarqué—, en este mundo bárbaro, con las mujeres que no pueden rendirse por sí mismas al amor, lo que se hace en ocasiones es invadirlas, simplemente.
Elizabeth echó atrás la cabeza y se rió con ganas.
—Sí —dije sonriendo—, así se gana su rendición, y quien lo hace es a menudo un amo que no puede contentarse con menos.
—¿Y qué ocurre después con estas mujeres? —preguntó Elizabeth.
—Pueden llevar cadenas o no, pero son seres completos, son hembras.
—Ningún hombre, ni siquiera tú, mi querido Tarl Cabot, puede obligarme a dar ese paso.
—Los mitos goreanos dicen que la mujer desea ardientemente su identidad, ser ella misma, aunque solamente lo haga en el momento paradójico en que es totalmente esclava y al mismo tiempo se la libera.
—Todo esto son tonterías.
—Los mitos también dicen que la mujer desea ardientemente que ese momento llegue, pero que no lo sabe.
—¡Vaya, ésta es la mayor de las tonterías que has dicho! —exclamó entre risas.
—Entonces, ¿por qué razón te has puesto ante mí en la actitud de una esclava? ¿Cómo sería eso posible si no hubieses deseado, aunque solamente fuese por un momento, convertirte en una esclava?
—¡Era una broma! —dijo sin dejar de reír—. ¡Una broma!
Elizabeth bajó la mirada. Estaba confundida.
—Con este mito —dije— he encontrado la explicación. Ya sé por qué Kamchak te ha enviado aquí.
—¿Por qué? —preguntó Elizabeth levantando los ojos, sorprendida.
—Porque así, en mis brazos podrías aprender el verdadero significado del collar de esclava, podrías aprender lo que verdaderamente significa ser una mujer.
Elizabeth me miraba, perpleja, con los ojos abiertos por el asombro.
—Como ves —dije—, te tenía en buen concepto. Apreciaba de verdad a su pequeña salvaje.
Me levanté y lancé el cuenco de Ka-la-na al otro lado de la estancia. Se rompió en mil pedazos al chocar con el baúl de los vinos.
Me volví hacia la salida, pero Elizabeth se puso en mi camino.
—¿Dónde vas? —preguntó.
—Al carro público de esclavas.
—Pero, ¿por qué?
—Porque necesito a una mujer —respondí mirándola a los ojos.
—Yo soy una mujer —Elizabeth aguantó mi mirada—. Yo soy una mujer, Tarl Cabot.
No dije nada.
—¿Acaso no soy tan bella como las chicas del carro público de esclavas?
—Sí, eres muy bella.
—Entonces, ¿por qué no te quedas conmigo?
—Creo que mañana habrá lucha, lucha a muerte.
—Puedo complacerte tan bien como cualquier chica de ese carro.
—Pero tú eres libre.
—Te daré más que ellas.
—Por favor, Elizabeth, no hables así.
—Supongo —dijo ella poniéndose muy erguida— que habrás visto a muchachas en los mercados de esclavos que se habrán traicionado a sí mismas con la Caricia del Látigo, ¿verdad?
No respondí, pero era verdad que lo había visto algunas veces.
—¿Viste cómo me movía? —dijo desafiante—. ¿No crees que eso habría hecho subir mi precio más de una docena de piezas de oro, si hubiese estado en uno de esos mercados?
—Sí, es verdad. Tu cotización habría aumentado.
Me acerqué a ella y la sujeté por la cintura, con delicadeza, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Te amo, Tarl Cabot —susurró—. No me dejes.
—No me ames. Sabes muy poco de mi vida, y de lo que debo hacer.
—Eso no me importa —dijo ella apoyando la cabeza contra mi hombro.
—Tengo que irme, aunque sólo sea porque te preocupas por mí. Me resultaría demasiado cruel quedarme aquí.
—Poséeme, Tarl Cabot. Poséeme, y si no lo haces como a una mujer libre, hazlo como si fuera una esclava.
—Bella Elizabeth, puedo poseerte como ambas cosas.
—¡No! —gritó—. ¡Me poseerás como una u otra cosa!
—No —dije suavemente—. No.
De pronto, se echó atrás, furiosa, y me abofeteó con la palma de la mano, con violencia, y luego volvió a hacerlo otra vez, y otra, y otra.
—No —repetí.
Ella volvió a abofetearme. Mi rostro ardía.
—¡Te odio! —gritaba—. ¡Te odio!
—No.
—Conoces las reglas, ¿verdad? —me dijo desafíante—. Sí, conoces las reglas de los guerreros de Gor.
—No lo hagas.
Ella volvió a abofetearme, echándome a un lado el rostro, que me ardía.
—Te odio —susurró.
Y entonces, tal y como sabía que iba a hacer, se arrodilló frente a mí, furiosa, y bajó la cabeza, mientras extendía las manos y cruzaba las muñecas, sometiéndose como una hembra goreana.
—Ahora —dijo levantando la cabeza, con ojos brillantes de rabia—, puedes hacer dos cosas: matarme o esclavizarme.
—Eres libre.
—Pues entonces, esclavízame —pidió.
—No puedo hacerlo.
—Ponme el collar.
—No tengo ninguna intención de hacerlo.
—Entonces reconoce que has traicionado tus reglas.
—Busca tu collar.
Ella se levantó para hacerlo, y cuando lo hubo encontrado me lo entregó y volvió a arrodillarse frente a mí.
Rodeé su maravilloso cuello con el acero, y ella me miró con rabia.
Cerré el collar.
Elizabeth empezó a levantarse, pero evité que lo hiciera sujetándola por el hombro.
—No te he dado permiso para que te levantaras, esclava.
Sus hombros temblaban, tal era la furia que sentía.
—Sí, amo —dijo finalmente—. Lo siento, perdóname, amo.
Saqué los dos broches de la tela de seda amarilla, y ésta cayó. Ante mí tenía a Elizabeth vestida como Kajira cubierta.
La pequeña salvaje estaba rígida de rabia.
—Me gustaría contemplar a mi esclava.
—¿No deseas que tu esclava se despoje de las prendas que todavía la cubren?
El odio se transparentaba en su voz.
—No —respondí.
Elizabeth agitó su cabeza.
—No, yo lo haré —dije.
Elizabeth se quedó boquiabierta.
Mientras permanecía arrodillada sobre la alfombra, con la cabeza gacha, en la posición de la esclava de placer, la despojé de su Koora para que su pelo quedara suelto, y luego del Kalmak de cuero, y finalmente la libré de la Curla y de la Chatka.
—Si deseas ser una esclava —dije—, sé una esclava.
Elizabeth no levantó la cabeza, y siguió mirando obsesionadamente al suelo, con sus pequeños puños apretados.
Me desplacé al lado del fuego central, y allí me senté con las piernas cruzadas, sin quitar la vista de ella.
—Acércate, esclava, y quédate de rodillas.
Levantó la cabeza y me miró con furia, orgullosa, durante un momento. Pero finalmente me obedeció, diciendo:
—Sí, amo.
—¿Qué, es lo que eres?
—Una esclava —dijo amargamente, sin levantar la cabeza.
—Sírveme vino.
Así lo hizo, arrodillándose ante mí, manteniendo la mirada fija en el suelo, mientras me pasaba el cráter de vino de borde rojo, el del amo, tal y como había visto hacer a Aphris sirviendo a Kamchak. Bebí, y una vez que hube acabado de hacerlo, puse el cráter a un lado y la miré.
—¿Por qué lo has hecho, Elizabeth?
Ella se mantenía en actitud hosca.
—Soy Vella —me dijo—, una esclava goreana.
—Elizabeth…
—¡No, Vella! —dijo con enfado.
—Vella —repuse mostrando mi acuerdo.
Ella levantó la mirada. Nuestros ojos se encontraron, y estuvimos mirándonos durante un largo rato. Finalmente sonrió, y volvió a clavar la vista en el suelo.
—Por lo que parece —dije—, esta noche no iré al carro público de esclavas.
Elizabeth levantó la mirada tímidamente:
—No, parece que no, amo.
—Eres una zorra, Vella.
Se encogió de hombros. Seguía arrodillada frente a mí, en la posición de la esclava de placer, y se desperezó indolentemente, con una gracia muy felina; levantó sus manos por detrás del cuello y echó su cabello suelto hacia delante. Permaneció arrodillada así durante un lánguido momento, con las manos sobre la cabeza sujetando su melena, sus ojos fijos en mí.
—¿Piensas que las chicas del vagón público son tan bonitas como Vella?
—No —respondí—, no lo son.
—¿Y son tan deseables como Vella?
—No, ninguna de ellas es tan deseable como Vella.
Cuando hube dicho esto, con la espalda todavía arqueada, volvió débilmente la cabeza hacia un lado, con los ojos cerrados, y luego los abrió, mientras con las manos se iba echando el cabello hacia atrás. Finalmente, con un pequeño movimiento de cabeza, repartió su peinado adecuadamente.
—Por lo visto —dije—, Vella desea gustar a su amo.
—No —respondió la chica—. Vella odia a su amo —simuló furia en sus ojos—. La ha humillado. La ha desnudado y le ha puesto el collar de una esclava.
—Naturalmente.
—Además, quizás la fuerce a complacerle. Después de todo, sólo es una esclava.
Me eché a reír.
—Dicen que Vella, aunque ella quizás no lo sepa, está ansiosa por ser una esclava, la esclava total de un hombre… aunque solamente sea por una hora.
—Eso me suena a teoría estúpida —dije entre risas y dándome palmadas en la rodilla.
—Quizás lo sea —dijo la muchacha encogiéndose de hombros—, pero Vella no lo sabe.
—Probablemente lo averiguará pronto.
—Sí, es posible —sonrió.
—Esclava, ¿estás preparada para darle placer a tu amo?
—¿Tengo alguna otra elección?
—Ninguna.
—Entonces —dijo resignada, supongo que estoy preparada.
Volví a reír.
Elizabeth me miraba, sonriente. De pronto, puso la cabeza contra la alfombra, justo delante de mí, y oí que decía en un suspiro:
—Vella sólo pide que la dejen temblar y obedecer.
Me levanté y la hice levantarse entre risas.
Ella también reía, mientras permanecía en pie, cerca de mí, con los ojos brillantes. Podía sentir su respiración en mi cara.
—Creo que ahora voy a hacer algo contigo —dije.
Me miró con resignación, y bajó la cabeza.
—¿Cuál será la suerte de tu bella y civilizada esclava? —preguntó.
—El saco de estiércol.
—¡No! —gritó asustada—. ¡No! ¡Haré lo que quieras antes que eso! ¡Lo que quieras!
—¿Lo que quiera? —pregunté entre risas.
—Sí —dijo levantando la mirada y sonriendo—, lo que quieras.
—Muy bien, pues, Vella. Solamente te daré una oportunidad, y si me complaces, esa suerte que parece atemorizarte tanto no será la que merecerás… al menos por esta noche.
—Vella te complacerá —dijo con aparente sinceridad.
—Muy bien: hazlo.
En aquel momento, recordé cómo se había comportado conmigo hacía un rato. Pensé que era conveniente darle a probar a la joven americana un poco de su propia medicina.
Elizabeth me miraba, sorprendida. Finalmente sonrió:
—Ahora te demostraré que conozco bien el significado de mi collar, amo.
Me besó, de pronto. Fue un beso profundo y húmedo, si bien demasiado breve.
—¡Ahí lo tienes! —dijo riendo—. ¡El beso de una esclava tuchuk!
Sin dejar de reír se volvió, y mirándome por encima del hombro dijo:
—Puedo hacerlo bastante bien, ¿no te parece?
No contesté.
—Supongo que mi amo tendrá suficiente con un beso —dijo en broma.
Estaba bastante embravecido, y mis instintos se habían despertado.
—Las muchachas del carro público —dije— sí que saben cómo besar de verdad.
—¿Ah sí?
—Sí. No son secretarias que pretenden haberse convertido en esclavas.
Sus ojos centellearon al volverse para mirarme.
—¡Prueba esto! —dijo acercándose.
Ahora sus labios se rezagaron en los míos, mientras sujetaba mi cabeza con sus pequeñas manos. El contacto se prolongó, y fue tibio, húmedo. Nuestras respiraciones se mezclaron y saborearon ese momento.
Mis manos sujetaban su esbelta cintura.
—No está mal —dije cuando retiró sus labios.
—¿Que no ha estado mal? —gritó.
Entonces me besó apasionadamente, durante un largo rato, y cada vez con mayor determinación. Primero lo hizo con sutileza, después con ansiedad, luego con dureza, para terminar bajando la cabeza.
Levanté su barbilla con el dedo. Me miró con expresión de enfado.
—Supongo que debería haberte dicho —comenté—, que una mujer sólo besa bien cuando está completamente despierta, después de por lo menos medio ahn, cuando está desvalida y complaciente.
Me miró, airada, y se volvió.
—Eres una bestia, Tarl Cabot —dijo mirándome desde el otro lado de la habitación, con la sonrisa en la boca.
—Tú también eres una bestia —me reí—. Una bestia muy bella, que incluso lleva collar.
—Te quiero, Tarl Cabot.
—Ponte las Sedas del Placer, pequeña bestia, y ven a mis brazos.
El resplandor de un desafío cruzó de pronto sus ojos. Parecía trastornada por la excitación.
—Aunque sea de la Tierra, intenta usarme como a una esclava.
—Si así lo deseas… —dije sonriendo.
—Te demostraré que tus teorías son falsas.
Me encogí de hombros.
—Te demostraré —continuó diciendo— que no se puede invadir a una mujer.
—Me estás tentando a hacerlo.
—Yo te quiero, pero aun así, no serás capaz de invadirme, pues eso es algo que yo no permitiré… ¡No lo permitiré, aunque te quiera!
—Si de verdad me quieres, quizás no desee conquistarte.
—Pero Kamchak, que es un tipo generoso, me hizo venir aquí para que tú me enseñaras a ser una hembra, para que me hicieras esclava, ¿no es así?
—Sí, así lo creo.
—Y eso, en su opinión, y quizás también en la tuya, ¿no es conveniente para mí?
—Quizás, pero no estoy demasiado seguro. Todas estas cuestiones son muy complicadas.
—Bien —dijo Elizabeth entre risas—, ¡voy a demostrar que ambos os equivocáis!
—De acuerdo. Veremos quién tiene razón.
—Pero tú debes prometerme que de verdad intentarás convertirme totalmente en esclava… aunque sólo sea por un momento.
—De acuerdo.
—La apuesta es la siguiente: mi libertad…
—¿Sí?
—¡Contra la tuya! —exclamó antes de echarse a reír.
—No te entiendo.
—Si pierdes, durante una semana, y en la intimidad de este carro, en donde nadie puede verte, serás mi esclavo. Es decir, que llevarás collar, me servirás y harás lo que yo desee, sea lo que sea.
—No me importan tus condiciones.
—¿Por qué habrían de importarte? De hecho, si no ves inconveniente en que los hombres tengan esclavas, ¿por qué habría de importarte ser el esclavo de una hembra?
—Entiendo.
—Creo que debe ser algo bastante agradable —dijo con sonrisa maliciosa—. Sí, seguro que disponer de un esclavo debe resultar de lo más agradable.
Luego se echó a reír y añadió:
—¡Yo te enseñaré el significado del collar, Tarl Cabot!
—No cuentes tus esclavos antes de haberlos ganado —le advertí.
—¿Haces la apuesta? —preguntó.
La contemplé, y me sorprendió ver que su cuerpo parecía transformado, con todos los sentidos puestos en el desafío. Se notaba en sus ojos, en su postura, en el sonido de su voz… El anillo de su nariz volvió a brillar a la luz del fuego central. También vi el lugar de su muslo en el que no muchos días antes habían presionado de forma tan cruel el hierro candente: al quitarlo, en la piel humeante había quedado marcada la pequeña señal de los cuatro cuernos de bosko. En su bonito cuello vi el duro acero del collar turiano, brillante y cerrado, y pensé que aquel utensilio bárbaro acentuaba su delicada belleza, su tormentosa vulnerabilidad contrastada con la dureza del metal. En aquel collar estaba grabado mi nombre, y proclamaba que ella era mi esclava, si yo lo deseaba. Y esa criatura dulce y orgullosa se mantenía frente a mí, y aunque estaba marcada, aunque le había impuesto el collar, sus ojos brillaban, desafiantes. Sí, era el eterno desafío de la hembra a quien no se ha conquistado, el de la mujer indómita, que provoca al macho para que la toque, para que intente, a pesar de su resistencia, obtener el premio de su rendición, para que la fuerce al sometimiento incondicional, a la más total de las sumisiones: la de la mujer que no tiene otra salida, que ha de reconocerse de la propiedad del que la somete, y que se convierte en su esclava después de haberse sentido prisionera de sus brazos.
Tal como dicen los goreanos, existe una guerra en la que la mujer solamente puede respetar al hombre que le inflige la más absoluta de las derrotas.
Pero en los ojos de la señorita Cardwell, en su actitud, no había nada que hiciera plausible la interpretación goreana. Me parecía que estaba decidida a ganar, que quizás sólo lo hacía para divertirse, pero que quería ganar a toda costa. También contarían en algún sentido sus deseos de venganza por todos los meses y días en los que ella, una muchacha inteligente y orgullosa, se había visto reducida a la condición de esclava. Recordé que había dicho que me enseñaría el significado del collar. Desde luego, si ganaba ella, estaba seguro de que llevaría a cabo su amenaza.
—¿Y bien, amo?
Miré a esa chica tan atormentadora. No deseaba convertirme en su esclavo. Decidí que si alguno de los dos tenía que convertirse en esclavo, ese alguien debía ser ella, la encantadora señorita Cardwell. Sí, ella sería quien llevarla el collar después de la apuesta.
—¿Y bien, amo? —repitió.
—Empecemos la apuesta, esclava —dije sonriendo.
Se echó a reír alegremente y se volvió. Se puso de puntillas para bajar la intensidad de las lámparas de aceite de tharlarión, y luego se inclinó para buscar entre las riquezas de carro algunas Sedas del Placer.
Finalmente se puso ante mí, y había que reconocer que estaba muy bella.
—¿Estás preparado para ser un esclavo? —preguntó.
—Hasta que ganes, serás tú quien lleve el collar.
Bajó la cabeza, fingiendo humildad y dijo:
—Sí, amo.
Levantó los ojos, y me miró con expresión traviesa.
Le indiqué que se acercara, y obedeció.
Abrí los brazos para que entrara en ellos, y así lo hizo. Después me miró a los ojos.
—¿De verdad estás preparado para convertirte en un esclavo?
—Calla —dije con suavidad.
—Creo que me gustaría disponer de ti. Siempre había deseado poseer un esclavo guapo.
—Calla —susurré.
—Sí, amo.
Mis manos apartaron la seda del placer y la dejaron a un lado.
—¡Vaya, amo!
—Y ahora, quiero saborear el beso de mi esclava.
—Sí, amo —dijo obedientemente antes de besarme con fingida pasión.
Sujetándole el collar con la mano, la hice girar y la puse de espaldas a la alfombra, con los hombros apoyados contra el grueso poste.
Ella me miraba con una maliciosa sonrisa en los labios.
Tomé el anillo de su nariz entre el pulgar y el índice, y le di un pequeño estirón.
—¡Oh! —se quejó.
Los ojos le lloraban un poco.
—Ésta no es manera de tratar a una señorita —dijo mirándome.
—Tú no eres más que una esclava.
—Eso es cierto —dijo, ahora con cierta tristeza, girando el rostro.
Yo me sentía un poco irritado.
Volvió a mirarme, y otra vez se echó a reír, como si le divirtiera lo que estaba ocurriendo.
Empecé a besarle el cuello y el cuerpo. Mis manos estaban tras su espalda, levantándola y haciéndola arquearse, de manera que su cabeza oscilaba hacia atrás.
—Ya sé lo que estás haciendo —dijo.
—¿Qué estoy haciendo?
—Intentas que me sienta poseída.
—¡Ah!
—Te advierto que no vas a triunfar.
Yo mismo empezaba a perder la confianza.
Contoneó la cabeza mientras me miraba. Mis manos seguían unidas por detrás de su espalda.
—Los goreanos —dijo con expresión muy seria— dicen que cada mujer, lo sepa o no, ansía convertirse en una esclava, en la esclava total de un hombre, aunque solamente sea por una hora.
—Por favor, calla.
—Sí. Todas las mujeres —repitió enfáticamente—, todas las mujeres.
—Y tú eres una mujer.
—Estoy desnuda en brazos de un hombre —dijo riendo—, y llevo el collar de las esclavas. ¡Me parece que no hay duda de que sea una mujer!
—Sí, y ahora lo eres más —sugerí.
Me miró con irritación durante un momento, y después sonrió:
—Los goreanos dicen que en un collar, una mujer sólo puede ser una mujer.
Evidentemente, aquello lo había dicho en tono de burla.
En ese momento, sin demasiada ternura, mi mano se cerró en torno a su tobillo.
—¡Ay! —exclamó.
Intentó mover la pierna, pero no lo consiguió.
Entonces le levanté la pierna para mi propio placer, para contemplar las maravillosas curvas de su pantorrilla, aunque ella quisiera evitar que lo hiciera. Efectivamente, intentaba bajarla, pero no podía, porque sólo se podía mover de la manera que yo le permitía.
—Por favor, Tarl.
—Vas a ser mía.
—Por favor, Tarl, déjame.
Le sujetaba el tobillo fuertemente, pero sin hacerle daño. En toda su feminidad sabía que yo la tenía atrapada.
—¡Por favor, déjame ir!
—¡Silencio, esclava! —ordené, riendo para mis adentros.
Elizabeth Cardwell puso cara de asombro, y yo me reí.
—Eres más fuerte que yo —dijo en tono de burla—, ¡pero eso no prueba nada!
Entonces empecé a besarle el pie, y luego el interior de su tobillo, sobre el hueso, y ella tembló por un momento.
—¡Déjame ir! —gritó.
Pero yo continué besándola, mientras la mantenía sujeta, y mis labios se desplazaron a la parte posterior de su pierna, al lugar en el que se une con el pie, al lugar en el que se cerraría la ajorca.
—¡Un hombre de verdad —empezó a gritar de repente— no se comportaría de esta manera! ¡Un hombre de verdad es gentil, tierno, amable, respetuoso siempre, dulce y solícito! ¡Sí! ¡Eso es un verdadero hombre!
Sonreí al oír aquellas argumentaciones defensivas tan clásicas, tan típicas de las mujeres modernas, infelices y civilizadas, ésas a las que tanto les horroriza ser una mujer de verdad en los brazos de un hombre, ésas que no reconocen que su naturaleza pueda ser objeto de deseo por la virilidad, ésas que no definen esta virilidad según la naturaleza y el propio deseo del hombre, sino según sus miedos de mujer. Así, intentan hacer del hombre un ser que les resulte aceptable, intentan reconstruirlo según la imagen que de él tienen.
—Eres una hembra —dije despreocupadamente—, y por lo tanto no acepto tu definición del hombre.
Al oír esto, lanzó una exclamación de enfado.
—Discútemelo —sugerí—, explícate… dame nombres.
Ella gimió.
—Personalmente —dije—, me resulta extraño pensar que un hombre deje de serlo precisamente cuando siente a su hembra, cuando va a poseerla, cuando toda su sangre se rebela en el interior de su cuerpo… Sí, es muy extraño que entonces deje de ser un verdadero hombre.
Ella gritó de desesperación.
Y después, tal como había previsto, empezó a sollozar. Sin duda lo hacía con toda sinceridad. Supuse que en la Tierra, muchos hombres se sentirían conmovidos por ese llanto, y retrocederían ante un arma tan afilada, y se avergonzarían de su comportamiento hasta ese instante, y se desharían en disculpas, tal y como la hembra deseaba. Pero yo sabía que aquella noche, los lamentos no le iban a servir de gran cosa a esa chica.
Le sonreí.
Ella me miró, horrorizada, asustada, con lágrimas en los ojos.
—Eres una esclava preciosa —dije.
Se debatió, furiosa, pero no podía escapar.
Cuando sus sacudidas cesaron, empecé medio a morder, medio a besar su pantorrilla, subiendo hacia el área sensitiva que hay tras las rodillas.
—¡Por favor! —susurró.
—¡Tranquilízate, pequeña esclava! —mascullé.
Entonces, de forma más suave, aunque sin dejar de hacerle sentir mis dientes, con los que podía infligirle dolor en la carne, empecé a desplazar mi boca hacia el interior del muslo. Lentamente, siempre con mi boca, empecé a hacerla ceder.
—¡Por favor! —dijo.
—¿Qué te ocurre?
—Creo que deseo rendirme a ti —murmuró.
—No temas, tranquila.
—No —insistió—, no me entiendes.
Yo estaba confundido.
—¡Quiero rendirme a ti… ¡como lo haría una esclava!
—Pues entonces, sométete como una esclava.
—¡No! —gritó—. ¡No!
—Sí, te someterás como una esclava se somete a su amo.
—¡No! ¡No!
Continuaba besándola, acariciándola.
—¡Por favor, detente!
—¿Por qué?
—Me estás haciendo tu esclava —susurró.
—Y no me detendré.
—¡Por favor! —dijo sollozando—. ¡Por favor!
—¿No será que los goreanos tenían razón?
—¡No! ¡No!
—Quizás sea esto lo que deseas, quizás sólo quieras rendirte completamente, como una esclava.
—¡No! —gritó, llorando de rabia—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Déjame!
—No voy a dejarte, hasta que te hayas convertido en una esclava.
—¡No quiero ser una esclava! —gritó con desesperación. Pero cuando acaricié sus tesoros más íntimos, se volvió incontrolable. Se retorcía en mis brazos, y yo reconocí la reacción de la esclava. Así se comportaba en aquel momento la bella Elizabeth Cardwell, que se había convertido en un ser desamparado, mío, en un ser que a la vez era mujer y esclava. Había llegado el instante en que sus labios, sus brazos, su cuerpo entero, como el de una muchacha esclavizada por el amor, me solicitaban y reconocían sin reservas, sin vergüenza alguna, que yo era su amo. Sí, Elizabeth Cardwell se había abandonado por completo.
Yo estaba sorprendido, porque ni siquiera sus respuestas involuntarias a la Caricia del Látigo habían parecido prometer tanto.
De pronto, gritó, y sus propios sentidos le indicaron que era totalmente mía.
Instantes después, apenas se atrevía a moverse.
—Te estás convirtiendo en una esclava —le susurré.
—¡No soy una esclava! ¡No soy una esclava! —susurraba con insistencia.
Sentí sus uñas en mi brazo. Su beso tuvo un regusto de sangre, que no me expliqué hasta que reparé en que me había mordido. Su cabeza estaba echada hacia atrás, sus ojos cerrados y su boca entreabierta. No soy una esclava.
—¡Eres una esclava preciosa! —le susurré al oído.
—¡No soy una esclava! —gritó.
—Pronto lo serás.
—Por favor, Tarl, no me hagas ser una esclava.
—Así, ¿sientes que eso puede ocurrir?
—Por favor, no me hagas ser una esclava.
—¿Acaso no hemos hecho una apuesta?
—¡Olvidémonos de la apuesta! —dijo ella intentando reír—. Por favor, Tarl. Ha sido una tontería. Venga, olvidémonos de la apuesta.
—¿Reconoces que eres mi esclava?
—¡Nunca! —dijo en un silbido.
—Entonces, preciosa chiquilla, es evidente que la apuesta todavía no ha terminado.
Intentó escapar, pero no pudo. Finalmente, como sorprendida, no se movió más.
Me miró.
—Pronto empezará —le dije.
—¡Puedo sentirlo! ¡Puedo sentirlo!
Siguió sin moverse, pero noté la presión de sus uñas en mis brazos.
—¿Es posible que haya más? —susurró.
—Pronto empezará.
—Estoy asustada.
—No tengas miedo, tranquila.
—Me siento poseída.
—Lo estás.
—¡No! ¡No!
—No temas.
—Tienes que soltarme.
—Pronto empezará.
—Por favor, déjame marchar —susurró—. ¡Por favor!
—En Gor, se dice que una mujer que lleva collar sólo puede ser una mujer.
Me miró con enfado.
—Y tú, pequeña y preciosa Elizabeth, llevas un collar. Volvió la cabeza a un lado. Debía sentirse desamparada, furiosa, y las lágrimas brotaban de sus ojos.
No se movía, y de pronto sentí la presión de sus uñas en mis brazos. Aunque sus labios estaban abiertos, podía ver que mantenía los dientes apretados. Su melena se repartía por encima de su cuerpo y por debajo de él. Al cabo de un instante, en sus ojos nació una expresión de sorpresa, y sus hombros se levantaron un poco de la alfombra. Me miraba, y yo podía sentir que todo empezaba en ella, que su sangre se agitaba junto con su respiración. La sentía en mi propia sangre, ligera, bella como el fuego, mía. Supe que había llegado el momento, y mirándola a los ojos, con orgullo, con un repentino desprecio, salvajemente, le dije:
—¡Esclava!
Así lo ordenaban los Ritos Goreanos de Sumisión.
—¡No! —gritó ella mirándome con horror.
Se arrastró hacia atrás, por encima de la alfombra, fuera de sí, desamparada, violenta, mientras yo seguía con mi propósito. Intentaba combatirme, tal y como lo había previsto, y si hubiese estado a su alcance, en ese momento me habría matado. Le permití que se debatiera, que me arañara, que me mordiera y que gritara, y luego le di el beso del amo, y acepté la exquisita rendición que no tuvo más remedio que ofrecerme.
—¡Esclava! —susurraba Elizabeth—. ¡Esclava! ¡Esclava! ¡Soy una esclava!
Había pasado más de un ahn. Ella se encontraba entonces tendida entre mis brazos, sobre la alfombra, y me miraba con lágrimas en los ojos.
—Ahora ya sé lo que significa ser la esclava de un amo —dijo.
Yo callé.
—Aunque sea una esclava, por primera vez en mi vida soy libre.
—Por primera vez en tu vida, eres una mujer —remarqué.
—Me gusta ser una mujer. Estoy contenta de serlo, Tarl Cabot; estoy contenta.
—No olvides que eres sólo una esclava.
Sonrió y señalando a su collar dijo:
—Soy la muchacha de Tarl Cabot.
—Mi esclava.
—Sí, tu esclava.
Sonreí.
—No me pegarás demasiado a menudo, ¿verdad, amo?
—Eso ya lo veremos.
—Me esforzaré en complacerte, amo.
—Me alegra oírlo.
Tumbada de espaldas, con los ojos abiertos, miraba al techo del carro, a las colgaduras, a las sombras que la luz del fuego central proyectaban sobre las pieles enrojecidas.
—Soy libre.
La miré.
Se volvió y se apoyó en sus codos.
—Es extraño, soy una esclava… pero soy libre. Soy libre.
—Ahora tengo que dormir —dije acomodándome sobre la alfombra de piel.
—Gracias —dijo besándome en el hombro—. Gracias por liberarme, Tarl Cabot.
Girando sobre mí mismo, la tomé por los hombros y la empujé contra la alfombra, mientras ella me miraba y reía.
—¡Ya basta de tantas tonterías sobre libertades! ¡Lo que has de recordar es que eres una esclava!
Acto seguido di un estirón de su nariguera.
—¡Ay! —exclamó.
Levante su cabeza de la alfombra sin soltar el anillo. Los ojos le lloraban a causa del dolor.
—Desde luego —dijo Elizabeth—, ésta no es la manera indicada de respetar a una señorita.
Le retorcí la nariguera y se le saltaron las lágrimas.
—Claro que yo sólo soy una esclava.
—Y eso no debes olvidarlo —le recomendé.
—No, no, amo —sonrió.
—No me pareces suficientemente sincera.
—¡Pero lo soy! —dijo riendo.
—Creo que lo mejor será que te echemos a las kaiilas.
—Pero entonces, ¿dónde podrás encontrar a otra esclava tan maravillosa como yo?
—¡Muchacha insolente!
—¡Ay! —gritó al sentir que daba otro estirón de su nariguera—. ¡Basta, por favor!
Con mi mano izquierda di un tirón al collar, que se apretó contra la parte posterior del cuello.
—No olvides que en tu cuello llevas un collar de acero.
—¡Tu collar! —dijo inmediatamente.
Le di una palmada en el muslo y añadí:
—Y en este muslo también creo recordar que llevas la marca de los cuatro cuernos de bosko.
—¡Soy tuya! ¡Cómo un bosko!
Contuvo un grito al ver que volvía a tenderla sobre la alfombra, y luego me miró con ojos traviesos.
—Soy libre.
—Por lo visto, no has aprendido el significado del collar.
Elizabeth se rió con ganas. Finalmente levantó los brazos y los puso delante de mí, tierna y delicadamente.
—Tranquilo —dijo—. Esta muchacha ha aprendido bien la lección del collar.
Me eché a reír.
Ella volvió a besarme.
—Vella de Gor —dijo—, quiere a su amo.
—¿Y qué ocurre con la señorita Elizabeth Cardwell?
—¿La preciosa secretaria? —dijo con sorna.
—Sí, la secretaria.
—No es secretaria. No es más que una esclava goreana.
—De acuerdo. ¿Qué ha pasado con ella?
—No sé si habrás oído —susurró— que a esa muchacha, a Elizabeth Cardwell, la horrible chiquilla, su amo la ha obligado a rendirse como esclava.
—Sí, eso he oído.
—Ese amo es una bestia cruel.
—Y ahora, ¿cómo está ella?
—Esa esclava está ahora enamorada locamente de esa bestia.
—¿Cuál es su nombre?
—Se llama igual que quien hizo rendirse a Vella de Gor.
—¿Cómo dices que se llama?
—Tarl Cabot.
—Ése sí que es un tipo afortunado. Tales mujeres no están al alcance de cualquiera.
—Están celosas una de otra —dijo Elizabeth como confidencialmente.
—¿Y eso?
—Cada una intenta complacer a su amo más que la otra, para así convertirse en la favorita.
La besé.
—Me pregunto cuál será la favorita —dijo.
—Deja que las dos le complazcan —sugerí—, deja que cada una intente hacerlo mejor que la otra.
Estuvimos besándonos y acariciándonos durante un largo rato. Y de vez en cuando, a lo largo de toda la noche, Vella de Gor y la pequeña salvaje, Elizabeth Cardwell, solicitaban servir al placer del amo, y éste les permitía hacerlo. Pero no podía decidirse entre una de las dos, pese a que ahora podía tomarse las cosas con más calma, sopesándolas.
Ya era de madrugada, y él se encontraba ya casi completamente dormido, cuando las sintió contra sí, con sus mejillas apoyadas en su muslo.
—Chicas —murmuró el guerrero—, no olvidéis que lleváis mi acero.
—No lo olvidaremos —respondieron.
Y él sintió sus besos.
—Te amamos, te amamos —oyó que decían.
Mientras caía dormido, decidió que las mantendría a ambas como esclavas durante unos cuantos días, aunque sólo fuese para darles una lección. Además, como bien recordaba, el que libera a una esclava no es más que un estúpido.
Al otro lado del pequeño fuego central, en pie sobre la espesa alfombra y cerca de una lámpara de aceite de tharlarión, había una chica, que se volvió bruscamente para mirarme. Se cubría tanto como podía con una sábana de seda amarilla ricamente bordada. La banda roja de la Koora mantenía su pelo recogido en la parte trasera de su cabeza. Podía ver la cadena que corría por encima de la alfombra, sujeta por un extremo a la anilla de esclava y por el otro a su tobillo derecho.
—¿Tú? —gritó.
Levantó una mano para cubrirse el rostro.
No dije nada, y permanecí allí, confuso al verme frente a Elizabeth Cardwell.
—¡Estás vivo! —exclamó antes de ponerse a temblar y decir—: ¡Tienes que salir de aquí! ¡Enseguida!
—¿Por qué?
—¡No puede encontrarte aquí! —sollozó—. ¡Corre, por lo que más quieras!
Seguía sin apartar la mano con la que se cubría la cara, y temblaba.
—¿Quién no puede encontrarme? —pregunté, sorprendido.
—¡Mi amo! ¡Vete, por favor!
—Pero, ¿quién es tu amo?
—¡El dueño de este carro! —dijo entre sollozos—. ¡Todavía no le he visto nunca!
De pronto, al comprenderlo todo, sentí un estremecimiento, pero no me moví, ni revelé emoción alguna. Harold ya me había dicho que Kamchak había regalado a Elizabeth a algún guerrero. Lo que no me había dicho era el nombre de ese guerrero. Ahora ya lo sabía.
—¿Te ha visitado a menudo tu amo?
—Hasta ahora, nunca —respondió Elizabeth—, pero puede venir esta misma noche, pues está en la ciudad.
—Tu amo no me da ningún miedo.
Elizabeth se echó hacia atrás, y la cadena siguió sus movimientos. Se sujetó con más fuerza la tela amarilla, y dejó caer la mano con la que hasta ese momento se tapaba el rostro, aunque seguía sin poder verla, porque miraba a la parte posterior del carro.
—¿Qué nombre hay escrito en tu collar? —pregunté.
—Me lo enseñaron, pero no puedo saberlo, porque no sé leer.
Lo que decía era cierto, pues si bien podía hablar en goreano, le era imposible leerlo. Lo mismo les ocurría a muchos tuchuks, y por esta razón, el grabado que los esclavos llevaban en el collar no era más que un signo con el que se conocía la referencia a tal o cual personaje. Incluso los que sabían leer, o los que pretendían saber, grababan su signo al lado de su nombre. Así cualquiera podía saber a quién pertenecía el esclavo. El signo de Kamchak, por ejemplo, consistía en cuatro cuernos de bosko y dos quivas.
Pasé por el lado del fuego central para aproximarme a ella.
—¡No me mires! —gritó Elizabeth inclinándose hacia delante para que la luz no le diese en la cara.
Alcancé el collar que le rodeaba el cuello para leerlo. Estaba sujeto a una cadena. Deduje que la chica estaba ataviada con el Sirik, pues la cadena atada a la anilla de esclava se unía a las pulseras gemelas de los tobillos. Elizabeth no quería mostrarme su rostro, y permanecía vuelta hacia el otro lado, cubriéndoselo con las manos. El grabado del collar turiano consistía en el dibujo de los cuatro cuernos de bosko junto con el signo de la ciudad de Ko-ro-ba. Supuse que Kamchak habría ideado esta señal para identificarme. En el collar también había una inscripción en goreano, una inscripción muy sencilla: Soy la muchacha de Tarl Cabot. Volví a colocar el collar de forma adecuada y caminé hacia atrás, hacia el otro extremo del carro. Apoyé las manos en la pared. Quería pensar con calma. Oí que la cadena se movía. Elizabeth debía estar volviéndose hacia mí.
—¿Qué pone en el collar? —preguntó.
No le respondí.
—¿De quién es este carro?
El tono de su voz era implorante. Me giré, y ella volvió a taparse la cara con la mano, mientras con la otra sujetaba la tela amarilla que la cubría. Ahora podía ver que sus muñecas estaban rodeadas por pulseras de esclava, que a su vez estaban unidas a la cadena del collar, que luego se prolongaba hasta las anillas de los tobillos. La segunda cadena, la que había visto primero, unía el Sirik a la anilla de esclava. Por encima de la mano que ocultaba la parte baja de su rostro pude ver sus ojos, que parecían llenos de miedo.
—¿De quién es este carro? —repitió.
—Es mi carro.
Me miró, atónita.
—¡No! ¡No! ¡Este carro es de un comandante, del comandante de un millar!
—Eso soy yo. Un comandante de millar.
Elizabeth sacudió la cabeza.
—¿Y el collar? ¿Qué pone en el collar?
—Está escrito que tú eres la muchacha de Tarl Cabot.
—¿Tu muchacha?
—Sí.
—¿Tu esclava?
—Sí.
No dijo nada. Permaneció callada, mirándome.
—Me perteneces —le dije.
Las lágrimas brotaron en sus ojos, y cayó sobre sus rodillas, temblorosa, incapaz de permanecer en pie, sollozando.
—Eso lo has de decidir tú, Elizabeth —le dije arrodillándome junto a ella—. Todo esto se ha acabado, ya no sufrirás más, ya nadie te hará daño. Ya no eres una esclava. Eres libre, Elizabeth.
Le sujeté con delicadeza las muñecas encadenadas y le aparté las manos de la cara.
—¡No me mires, por favor! —dijo echando hacia atrás la cabeza.
Me había parecido percibir en su nariz el reflejo del fino anillo de las mujeres tuchuks.
—¡Por favor, Tarl, no me mires! —repitió.
Recogí suavemente sus cabellos con mis manos para mantener quieta su cabeza, y me deleité mirando su cara, su frente, sus ojos oscuros y dulces, brillantes por las lágrimas, su maravillosa boca, ahora tan temblorosa, y su delicada y fina nariz, atravesada por el anillo de oro, la nariguera.
—Te encuentro realmente bella.
—¡Me ataron a una rueda! —dijo entre sollozos apoyando la cabeza en mi hombro.
Con mi mano derecha la apreté contra mí en esa postura.
—¡Me han marcado al fuego! ¡Me han marcado!
—Tranquila. Ya ha acabado todo. Ahora eres libre, Elizabeth.
Levantó su rostro inundado de lágrimas y me miró dulcemente.
—Te amo, Tarl Cabot.
—No, eso no es cierto.
—Te amo —repitió mientras volvía a apoyarse en mí—, pero tú nunca me has querido. No, nunca me has querido.
No dije nada.
—Y ahora —siguió diciendo Elizabeth con tono amargo—, ahora a Kamchak se le ocurre que soy un buen regalo para ti. ¡Oh, es un hombre cruel, cruel!
—Yo, por el contrario, creo que Kamchak te tenía en buen concepto, y por eso te ha entregado a mí, a su amigo.
—¡No es posible! —se echó hacia atrás, confundida—. Entonces, ¿por qué me azotó? ¿Por qué me… me tocó…? —dijo en un susurro—. ¿Por qué me tocó… con el cuero?
Elizabeth miró al suelo. La vergüenza le impedía mirarme a los ojos.
—Te azotó porque habías huido. ¿Acaso no lo entiendes? Lo normal en estos casos es mutilar a la chica, o lanzarla a los eslines o a las kaiilas. En cuanto a lo que hizo con el látigo… a eso le llaman “La Caricia del Látigo”, y Kamchak la utilizó para demostrarme, y quizás para demostrártelo a ti también, que eres una hembra.
—¡Pero hizo que me avergonzara! —dijo Elizabeth sin dejar de mirar al suelo—. ¡No puedo evitar moverme como lo hago! ¡No puedo evitar ser una mujer!
—Ahora ya ha acabado todo, Elizabeth.
Elizabeth levantó la cabeza. Su anillo brillaba a la luz del fuego central.
—Y tú, ¿qué me dices? —le pregunté—. ¿No tienes las orejas perforadas?
—No, yo no. Pero muchas de mis amigas, en la Tierra, sí que las tienen, para ponerse los pendientes.
—¿Y te parecía eso muy horrible?
—No —respondió sonriendo.
—Pues a los tuchuks les horrorizaría, te lo aseguro. Les parece tan abominable, que ni siquiera se lo hacen a sus esclavas turianas. Y uno de los principales temores de una muchacha tuchuk cuando cae en manos turianas es precisamente éste: que le perforen las orejas.
Elizabeth se echó a reír, aunque de sus ojos seguían brotando las lágrimas.
—Este anillo que llevas te lo puedes quitar, si así lo deseas. Con los instrumentos adecuados podemos hacer que te lo abran y luego te lo saquen, y no quedará ninguna marca visible.
—Eres muy bueno, Tarl Cabot.
—Supongo que no te gusta que te lo diga, pero creo sinceramente que este anillo te hace más atractiva.
—¿De veras? —dijo levantando la cabeza y sonriendo con descaro.
—Sí, de veras.
Se apoyó en los talones y se ajustó sobre los hombros la tela amarilla.
—¿Qué soy? —me preguntó mirándome sonriente—. ¿Una esclava o una mujer libre?
—Una mujer libre.
—Me parece que no quieres liberarme —dijo entre risas—, porque me mantienes encadenada… ¡como si fuera una esclava!
—¡Lo siento! —dije acompañándola en sus risas.
Si, estaba seguro: Elizabeth Cardwell llevaba puesto el Sirik.
—¿Dónde está la llave? —pregunté.
—Sobre la puerta —dijo, para luego añadir con mordacidad—: allí donde no puedo alcanzarla.
Me incorporé para buscarla.
—Estoy muy contenta.
Saqué la llave de su gancho.
—¡No te vuelvas!
No me volví.
—¿Por qué? —pregunté.
Oí débilmente el ruido de una cadena, y luego la voz de Elizabeth, que me decía con fuerza:
—¿Te atreves a liberar a esta chica?
Me volví y comprobé con sorpresa que Elizabeth se había levantado, y se mantenía erguida, orgullosa, retadora, ante mí. Era como si se hubiese transformado en una esclava a la que se le acaba de imponer el collar, a la que habían traído al campamento atada a la silla de una kaiila menos de un ahn antes. Sí, era como si acabasen de raptarla en un ataque.
Tragué saliva.
—Sí —dijo Elizabeth—, me descubriré, pero has de saber que te combatiré hasta la muerte.
Con gracia y descaro, hizo que la sábana de seda amarilla se moviese alrededor de su cuerpo, y finalmente se desprendió de ella. Se quedó frente a mí, simulando estar furiosa, y por esta razón resultaba todavía más bella y atractiva. Llevaba el Sirik, y también iba ataviada, naturalmente, como una Kajira cubierta, con la Curla y la Chatka, es decir, con la cuerda roja y la fina tira de cuero; con el Kalmak, la chaquetilla de cuero negro abierta y sin mangas, y con la Koora, la cinta de tejido rojo que mantenía recogido atrás su cabello castaño. Alrededor del cuello llevaba el collar turiano con su cadena unida a las pulseras de esclava y a las ajorcas, una de estas últimas estaba atada a la cadena, que a su vez estaba unida a la anilla de esclava. En su muslo izquierdo pude distinguir la marca, pequeña y profunda, de los cuatro cuernos de bosko.
Apenas podía creer que la orgullosa criatura que tenía ante mis ojos fuese la que tanto Kamchak como yo conocíamos con el nombre de “pequeña salvaje”. Hasta aquel momento pensaba que se trataba de una chica sencilla y tímida de la Tierra, de una joven y bonita secretaria, una entre otras muchas, entre los millares de chicas de esa clase que trabajan en las enormes oficinas de las ciudades más importantes de ese planeta. Pero lo que estaba ante mí no tenía nada que ver con los cristales, con los rectángulos y la polución de la Tierra, ni con las multitudes apresuradas, malhumoradas y degradadas, con esos esclavos pendientes de su reloj, con esos esclavos que gritaban y saltaban y lamían a cambio de una caricia de plata, o a cambio de sus posiciones, o título, o propiedades en calles de renombre, o a cambio de la adulación y la envidia de tipejos frustrados por los que un goreano sentiría el más profundo de los desprecios. No, la chica que tenía ante mí me recordaba más bien, por decirlo de alguna manera, el aullido del bosko y el olor de la tierra pisoteada por sus pezuñas, el sonido de los carros al avanzar y el silbido del viento alrededor suyo, el grito de las muchachas que conducen al ganado y el olor de las cocinas a campo abierto. Sí, esa chica me hablaba de Kamchak tal y como lo había conocido, me hacía pensar en cómo debía haber sido Kutaituchik, y en el palpitar de la hierba y de la nieve, y en el pastoreo de inmensas manadas. Sí, era como una cautiva que podía proceder de Turia, o de Ar, o de Cos, o de Thentis. Parecía que en ese momento le acababan de imponer las cadenas, y permaneciese en actitud desafiante en el carro de su enemigo. La habían vestido para él, para complacerle. Toda identidad y significado se borraban, y sólo quedaba algo incontrovertible: ahora parecía una esclava de los tuchuks, y nada más.
—¿Y bien? —dijo Elizabeth rompiendo el silencio que había mantenido hasta entonces—. Creía que ibas a liberarme de estas cadenas.
—Sí, sí, claro —respondí.
Me dirigí hacia ella, y no pude evitar dar un traspié. Luego, un poco a tientas, cierre tras cierre, la despojé de las cadenas, y lancé el Sirik y la cadena del tobillo a un lado del carro, junto a la anilla de esclava.
—¿Por qué has actuado así? —le pregunté.
—No lo sé —respondió con ligereza. Quizás sea una esclava tuchuk.
—Eres libre —afirmé con rotundidad.
—Procuraré recordarlo.
—Sí, hazlo.
—¿Acaso te pongo nervioso?
—Sí.
Había vuelto a tomar la tela amarilla, y con un par de broches, que probablemente procedían del saqueo a Turia, se la sujetó alrededor del cuerpo con mucha gracia.
Se me pasó por la cabeza violarla.
Pero no iba a hacerlo, naturalmente.
—¿Has comido ya? —preguntó.
—Sí.
—Queda algo de bosko asado. Está frío, y calentarlo sería un engorro, así que no voy a hacerlo. Ya no soy una esclava, ¿sabes?
Empecé a lamentar mi decisión de liberarla.
Me miró con ojos brillantes y dijo:
—Te ha costado mucho decidirte a venir al carro, ¿no?
—Estaba ocupado.
—Claro. Debías tener que pelear y esa clase de cosas, supongo.
—Supones bien.
—¿Y por qué razón has venido esta noche?
Lo que me irritaba más de aquella pregunta era el tono que había empleado para formularla.
—Para beber.
—Ah, ya —dijo Elizabeth.
Me dirigí al baúl que había a un lado del carro y escogí una de las botellas de vino de Ka-la-na que allí se guardaban.
—Vamos a celebrar tu libertad —dije llenándole un pequeño cuenco con aquel líquido.
Elizabeth tomó el cuenco y esperó sonriente a que yo me sirviera. Cuando lo hube hecho, me puse frente a ella y dije:
—Por una mujer libre, una mujer que ha sido fuerte y valiente, por Elizabeth Cardwell, una mujer que es al mismo tiempo bella y libre.
Chocamos nuestros cuencos y bebimos.
—Gracias, Tarl Cabot.
Vacié mi cuenco de un trago.
—Como comprenderás —dijo Elizabeth—, tendremos que hacer algunos arreglos en este carro.
Miró detenidamente a su alrededor con los labios apretados y añadió:
—Tendremos que dividirlo de alguna manera. Supongo que no sería apropiado compartir el carro con un hombre que no es mi amo.
—Bueno —dije confundido—, estoy seguro de que ya se nos ocurrirá algo.
Volví a llenar mi cuenco. Elizabeth no deseaba más. Noté que apenas había mojado los labios en el vino que le había servido antes. Eché un trago de Ka-la-na, mientras pensaba que aquella era, quizás, una noche más indicada para el Paga.
—Sí, tendría que ser una valla —decía pensando en voz alta Elizabeth—, una valla de algún tipo.
—Bébete el vino —le dije, empujándole hacia la boca el cuenco que tenía en sus manos.
Bebió un sorbo, con aire ausente.
—La verdad es que no es mal vino —dijo.
—¿Que no es malo? ¡Es soberbio!
—Supongo que lo mejor sería un muro hecho con pesados tablones —murmuró.
—De hecho —sugerí—, podrías ir siempre con la Vestidura de Encubrimiento, y llevar en la mano una quiva desenfundada.
—Sí, eso es cierto.
Sus ojos me miraban por encima del cuenco mientras bebía.
—Dicen —añadió con picardía—, que cualquier hombre que libera a una esclava es un estúpido.
—Probablemente sea verdad.
—Eres bueno, Tarl Cabot.
Seguía pareciéndome bellísima. Volví a considerar la idea de violarla. Pero ahora que ya era una mujer libre, y no una simple esclava, supuse que sería impropio. De todas maneras, y solamente como especulación, medí la distancia que nos separaba, y decidí que podía alcanzarla de un solo salto y con un único movimiento para luego, con suerte, caer ambos sobre la alfombra.
—¿En qué estás pensando? —preguntó.
—En nada de lo que quiera informarte.
—¡Ah! —exclamó sonriendo y bajando la mirada al cuenco de vino.
—Bebe más Ka-la-na —le sugerí.
—¿Más?
—Es un vino muy bueno. Es soberbio.
—Lo que quieres es emborracharme.
—Si te he de decir la verdad, ese pensamiento me ha pasado por la cabeza.
—Y después de conseguir que me emborrache —añadió entre risas—, ¿qué harás conmigo?
—Supongo que te meteré la cabeza en un saco de estiércol.
—¡Qué poca imaginación!
—¿Qué sugieres tú?
—Estoy en tu carro —dijo abriendo las ventanillas de su nariz—. Estoy sola e indefensa, completamente a tu merced.
—Por favor, Elizabeth.
—Si lo desearas, en un instante podrías volverme a imponer los aceros de una esclava. Eso significaría reesclavizarme, con lo que volvería a ser tuya, y podrías hacer conmigo lo que se te antojara.
—No me parece mala idea.
—Pero, ¿es posible que el comandante de un millar tuchuk no sepa qué hacer con una chica como yo?
Me incliné hacia ella, para tomarla en mis brazos, pero antes de que lo lograra, Elizabeth puso en mi trayecto su copa de vino, y lo hizo de forma bastante hábil.
—Por favor, señor Cabot…
Retrocedí con enfado.
—¡Por todos los Reyes Sacerdotes! —exclamé—, ¡Que me aspen si no estás buscando problemas!
Elizabeth se rió por encima de su cuenco de vino. Sus ojos brillaban.
—Soy libre —dijo.
—Sí, ya me doy cuenta.
Elizabeth continuaba riendo.
—Antes has dicho algo de arreglos, ¿no? —inquirí—. Pues bien, hay algunos que será bueno que consideres. Libre o no, eres la mujer de mi carro. En consecuencia, espero tener la comida preparada, y el vagón ha de estar limpio. También tendrás que engrasar los ejes y cuidar de los boskos.
—No te preocupes, cuando prepare la comida, haré una cantidad suficiente para los dos.
—Me alegra oír eso —murmuré.
—Además, soy la primera que no desearía habitar en un carro sucio, que no tuviese los ejes engrasados y cuyos boskos no estuviesen convenientemente cuidados.
—Claro, eso es natural.
—Pero también creo que podríamos repartirnos todas esas tareas.
—Pero, ¡si soy el comandante de un millar!
—¿Y eso qué más da?
—¿Cómo que qué más da? —grité—. ¡Eso cambia completamente las cosas!
—No es necesario que grites.
Mis ojos no pudieron evitar mirar las cadenas de esclava que estaban junto a la anilla.
—Naturalmente —dijo Elizabeth—, podríamos plantearlo como una especie de división de tareas.
—Bien.
—Por otro lado, siempre podrías alquilar los servicios de una esclava para que realizase este trabajo.
—De acuerdo. Alquilaré una esclava.
—Pero no se puede confiar en las esclavas…
Con un grito de rabia que no pude contener, no faltó poco para derramar el contenido de mi cuenco.
—Casi derramas el vino —dijo Elizabeth.
Decidí que el establecimiento de la libertad para las mujeres era, como muchos goreanos pensaban, un error.
Elizabeth me guiñó el ojo, con expresión conspiradora.
—No te preocupes, ya me encargaré yo del carro.
—¡Estupendo! —exclamé—. ¡Estupendo!
Me senté junto al fuego central, y miré en dirección al suelo. Elizabeth se arrodilló a escasa distancia y bebió otro sorbo de vino.
—Una esclava llamada Hereena —dijo Elizabeth con seriedad—, me ha dicho que mañana habrá una gran batalla.
—Sí —dije levantando la vista—. Creo que es verdad.
—Y si mañana hay que luchar, ¿tomarás parte en el combate?
—Sí, supongo que sí.
—¿Por qué has venido al carro esta noche?
—Para beber vino. Ya te lo he dicho.
Elizabeth bajó los ojos.
Los dos permanecimos en silencio durante un rato. Luego, ella fue la primera en hablar:
—Me alegro de que éste sea tu carro.
La miré y sonreí, para luego volver a fijar la vista en el suelo, perdido en mis pensamientos.
Pensaba en qué iba a ser de la señorita Cardwell. Cualquiera que la encontrase pensaría que no era más que una bella forastera, destinada por su sangre y desde su nacimiento a que le rodearan el cuello con el collar de un amo. Se convertiría en una criatura demasiado vulnerable. Sin un defensor se quedaría completamente desamparada. Ni siquiera las mujeres goreanas tienen demasiadas posibilidades de escapar al hierro candente, a la cadena y al collar cuando están fuera de su ciudad y sin defensor. Tarde o temprano alguien las hará esclavas, y eso si sobreviven a los peligros de la naturaleza. Incluso los campesinos se adueñan de esta clase de mujeres, y las emplean en las labores del campo hasta que pase por el lugar un traficante de esclavos que les pague algo por ellas. Sí, la señorita Cardwell necesitaría de un protector, de un defensor, y resultaba que a la mañana siguiente yo tenía muchas posibilidades de morir en las murallas del recinto de Saphrar. ¿Qué suerte iba a correr en tal caso ella? Pero por otro lado no podía olvidar mi misión, y sabía que un guerrero no puede permitirse cargar con una mujer, y particularmente con una mujer libre. Se dice que el guerrero que lo haga está condenado al peligro. Me dije a mí mismo que habría sido mejor que Kamchak no me hubiese dado la chica.
Mis reflexiones se vieron interrumpidas por la voz de Elizabeth.
—Me sorprende que Kamchak no me haya vendido.
—Quizás debería haberlo hecho.
—Sí, quizás sí —admitió sonriendo. Tomó un sorbo de vino y añadió—: Tarl Cabot, ¿te puedo hacer una pregunta?
—¿Cuál?
—¿Por qué no me ha vendido Kamchak?
—No lo sé.
—¿Por qué me ha metido en tu carro?
—La verdad, Elizabeth, no puedo decírtelo con seguridad.
Era una pregunta que yo también me hacía. Pero en todo lo que había vivido últimamente había muchas cosas que me parecían confusas. Pensé en Gor, y en Kamchak, y en la manera de comportarse, en las costumbres de los tuchuks, tan diferentes de las mías, y de las de Elizabeth Cardwell.
Pensé también en la razón que podía haber llevado a Kamchak a ponerle el anillo tuchuk y marcarla, y a ponerle el collar y vestirla como una Kajira cubierta. ¿Sería realmente porque Elizabeth le había hecho enfurecer? ¿No existiría otra razón? Y, en todo caso, ¿por qué la había sometido, de manera quizás cruel y en mi presencia, a la Caricia del Látigo? Yo creía que se preocupaba por ella, pero ahora me la daba a mí, cuando podía ofrecerla a otros comandantes. Kamchak había dicho que apreciaba a Elizabeth. Y yo sabía que el Ubar de los tuchuks era mi amigo. Entonces, ¿por qué lo había hecho? ¿Por mí? ¿O también por ella? Y en tal caso, ¿por qué?
Elizabeth terminó el contenido de su cuenco. Se levantó para limpiar el vaso, y lo volvió a colocar en su sitio. Ahora estaba arrodillada al otro lado del carro y se desataba la Koora. Sacudió la cabeza para que el cabello se le soltara completamente. Se miró en el espejo moviendo la cabeza en varias posiciones. Yo la miraba, divertido, porque comprendía que estaba investigando la manera de sacarle partido al anillo de su nariz. Un momento después empezó a peinarse su larga cabellera, arrodillada, con el cuerpo muy erguido, como lo haría una verdadera chica goreana. Kamchak nunca le había permitido que se cortara el cabello. Ahora que era libre, suponía que no tardaría en cortárselo. Y yo lo lamentaría, porque siempre he pensado que las largas melenas son algo muy bello en las mujeres.
Mientras se peinaba, no dejaba de mirarla. Al terminar puso el peine a un lado y volvió a atarse la Koora para que le mantuviese el cabello atrás. Luego siguió mirándose en el espejo de bronce, moviendo delicadamente la cabeza.
De pronto, me pareció entender a Kamchak. Sí, realmente apreciaba a la pequeña salvaje.
—¡Elizabeth!
—¿Sí? —respondió bajando el espejo.
—Creo que ya comprendo la razón por la que Kamchak te ha metido en mi carro… aunque supongo que también pensó que me convenía disponer de alguien para que se ocupase de él.
—Me alegro de que pensase en mí como la apropiada para ser tu esclava —dijo Elizabeth sonriendo.
—¿Cómo dices? —pregunté sorprendido.
—¡Claro! ¿No lo entiendes? —explicó volviendo a mirarse en el espejo—. ¿Quién más habría cometido la estupidez de liberarme?
—Claro, eso es verdad —admití.
Permanecí callado durante un rato.
Finalmente, Elizabeth bajó el espejo que sostenía y se volvió hacia mí, con expresión curiosa:
—¿Por qué crees que lo ha hecho?
—Según los mitos de este planeta, solamente la mujer que ha sido una esclava total, puede ser libre de verdad.
—No estoy segura de entender el significado de lo que estás diciendo.
—Creo que no tiene nada que ver con saber qué mujer es realmente esclava o libre, y tampoco está relacionado con la simplicidad de las cadenas, el collar o el hierro candente.
—¿Entonces?
—Según creo, lo que en verdad significa este mito es que solamente la mujer que se ha entregado totalmente, y que pueda hacerlo, que pueda abandonarse a las caricias de un hombre, solamente esa mujer puede ser realmente una mujer, y por tanto, al ser lo que es, se convierte en un ser libre.
—No puedo aceptar esta teoría —dijo Elizabeth sonriendo—. Yo ya soy libre, en este momento.
—Ya te he dicho que no tenía nada que ver con las cadenas, ni con los collares.
—No es más que una teoría absurda.
—Sí —dije bajando la mirada—, supongo que sí.
—Una mujer que se entregase totalmente a un hombre, que se rindiese a él, no me merecería demasiado respeto.
—Te equivocas.
—Las mujeres son personas, y lo son tanto como los hombres. Mujeres y hombres son iguales.
—Me parece que estamos hablando de cosas diferentes —señalé.
—Quizás sí.
—En nuestro mundo se habla mucho de las personas, y muy poco de hombres y mujeres. Y a los hombres se les enseña que deben ser hombres y a las mujeres que no deben ser mujeres.
—Esto que dices es una tontería, un absurdo —dijo Elizabeth.
—No me refiero a las palabras que usan, o cómo en la Tierra hablan de esas cosas. Me refiero a lo que nadie dice, algo que está implícito en nuestras conversaciones, en lo que se nos enseña. ¿Qué pensarías si te digo que las leyes de la naturaleza y de la sangre son más básicas, más primitivas y esenciales que las convenciones y enseñanzas de la sociedad? ¿Qué pensarías si te dijese que todos esos viejos secretos, todas esas viejas verdades, yacen ocultos, u olvidados, o subvertidos, bajo los requerimientos de una sociedad concebida en términos de unidades de trabajo intercambiables, de unidades a las que se les asigna una tarea técnica funcional y asexuada?
—Pero, ¿cuál es esa sociedad?
—¿Acaso no la reconoces? —le pregunté.
—No, creo que no.
—Nuestra Tierra, Elizabeth.
—Las mujeres no queremos que los hombres nos sometan, ni que nos dominen, ni que nos brutalicen.
—Estamos hablando de cosas diferentes.
—Quizás sí —admitió.
—No existe mujer más libre, más fuerte y más bella que la Compañera Libre goreana. Compara a una de ellas con las mujeres características de la Tierra.
—Las mujeres tuchuks llevan una existencia miserable.
—En las ciudades se consideraría que muy pocas de entre ellas son Compañeras Libres.
—Yo nunca he tenido ocasión de conocer a una Compañera Libre.
Yo permanecí en silencio durante un momento. Me sentía triste, pues había conocido a una mujer de esa clase.
—Es posible que tengas razón —dije finalmente—, pero si observas a los mamíferos, comprobarás que siempre hay uno al que la naturaleza señala como poseedor, y otro al que señala como poseído.
—La verdad, no estoy demasiado habituada a pensar en mi como si fuera un mamífero —sonrió Elizabeth.
—¿Y qué te crees que eres, biológicamente?
—Bien, si quieres mirarlo de este modo…
Di un puñetazo en el suelo del carro, y Elizabeth saltó del susto.
—¡Es que es de ese modo! —dije.
—Tonterías.
—Los goreanos reconocen que a las mujeres les cuesta aceptar esta verdad, que la rechazan y que luchan contra ella, porque la temen.
—Porque no es ninguna verdad —alegó Elizabeth.
—¿Acaso crees que estoy diciendo que una mujer no es nada? ¡En absoluto! Lo que digo es que es un ser maravilloso, pero que sólo se convierte realmente en ella misma, en algo magnífico, tras abandonarse al amor.
—¡Qué idiotez!
—Por tal razón —remarqué—, en este mundo bárbaro, con las mujeres que no pueden rendirse por sí mismas al amor, lo que se hace en ocasiones es invadirlas, simplemente.
Elizabeth echó atrás la cabeza y se rió con ganas.
—Sí —dije sonriendo—, así se gana su rendición, y quien lo hace es a menudo un amo que no puede contentarse con menos.
—¿Y qué ocurre después con estas mujeres? —preguntó Elizabeth.
—Pueden llevar cadenas o no, pero son seres completos, son hembras.
—Ningún hombre, ni siquiera tú, mi querido Tarl Cabot, puede obligarme a dar ese paso.
—Los mitos goreanos dicen que la mujer desea ardientemente su identidad, ser ella misma, aunque solamente lo haga en el momento paradójico en que es totalmente esclava y al mismo tiempo se la libera.
—Todo esto son tonterías.
—Los mitos también dicen que la mujer desea ardientemente que ese momento llegue, pero que no lo sabe.
—¡Vaya, ésta es la mayor de las tonterías que has dicho! —exclamó entre risas.
—Entonces, ¿por qué razón te has puesto ante mí en la actitud de una esclava? ¿Cómo sería eso posible si no hubieses deseado, aunque solamente fuese por un momento, convertirte en una esclava?
—¡Era una broma! —dijo sin dejar de reír—. ¡Una broma!
Elizabeth bajó la mirada. Estaba confundida.
—Con este mito —dije— he encontrado la explicación. Ya sé por qué Kamchak te ha enviado aquí.
—¿Por qué? —preguntó Elizabeth levantando los ojos, sorprendida.
—Porque así, en mis brazos podrías aprender el verdadero significado del collar de esclava, podrías aprender lo que verdaderamente significa ser una mujer.
Elizabeth me miraba, perpleja, con los ojos abiertos por el asombro.
—Como ves —dije—, te tenía en buen concepto. Apreciaba de verdad a su pequeña salvaje.
Me levanté y lancé el cuenco de Ka-la-na al otro lado de la estancia. Se rompió en mil pedazos al chocar con el baúl de los vinos.
Me volví hacia la salida, pero Elizabeth se puso en mi camino.
—¿Dónde vas? —preguntó.
—Al carro público de esclavas.
—Pero, ¿por qué?
—Porque necesito a una mujer —respondí mirándola a los ojos.
—Yo soy una mujer —Elizabeth aguantó mi mirada—. Yo soy una mujer, Tarl Cabot.
No dije nada.
—¿Acaso no soy tan bella como las chicas del carro público de esclavas?
—Sí, eres muy bella.
—Entonces, ¿por qué no te quedas conmigo?
—Creo que mañana habrá lucha, lucha a muerte.
—Puedo complacerte tan bien como cualquier chica de ese carro.
—Pero tú eres libre.
—Te daré más que ellas.
—Por favor, Elizabeth, no hables así.
—Supongo —dijo ella poniéndose muy erguida— que habrás visto a muchachas en los mercados de esclavos que se habrán traicionado a sí mismas con la Caricia del Látigo, ¿verdad?
No respondí, pero era verdad que lo había visto algunas veces.
—¿Viste cómo me movía? —dijo desafiante—. ¿No crees que eso habría hecho subir mi precio más de una docena de piezas de oro, si hubiese estado en uno de esos mercados?
—Sí, es verdad. Tu cotización habría aumentado.
Me acerqué a ella y la sujeté por la cintura, con delicadeza, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Te amo, Tarl Cabot —susurró—. No me dejes.
—No me ames. Sabes muy poco de mi vida, y de lo que debo hacer.
—Eso no me importa —dijo ella apoyando la cabeza contra mi hombro.
—Tengo que irme, aunque sólo sea porque te preocupas por mí. Me resultaría demasiado cruel quedarme aquí.
—Poséeme, Tarl Cabot. Poséeme, y si no lo haces como a una mujer libre, hazlo como si fuera una esclava.
—Bella Elizabeth, puedo poseerte como ambas cosas.
—¡No! —gritó—. ¡Me poseerás como una u otra cosa!
—No —dije suavemente—. No.
De pronto, se echó atrás, furiosa, y me abofeteó con la palma de la mano, con violencia, y luego volvió a hacerlo otra vez, y otra, y otra.
—No —repetí.
Ella volvió a abofetearme. Mi rostro ardía.
—¡Te odio! —gritaba—. ¡Te odio!
—No.
—Conoces las reglas, ¿verdad? —me dijo desafíante—. Sí, conoces las reglas de los guerreros de Gor.
—No lo hagas.
Ella volvió a abofetearme, echándome a un lado el rostro, que me ardía.
—Te odio —susurró.
Y entonces, tal y como sabía que iba a hacer, se arrodilló frente a mí, furiosa, y bajó la cabeza, mientras extendía las manos y cruzaba las muñecas, sometiéndose como una hembra goreana.
—Ahora —dijo levantando la cabeza, con ojos brillantes de rabia—, puedes hacer dos cosas: matarme o esclavizarme.
—Eres libre.
—Pues entonces, esclavízame —pidió.
—No puedo hacerlo.
—Ponme el collar.
—No tengo ninguna intención de hacerlo.
—Entonces reconoce que has traicionado tus reglas.
—Busca tu collar.
Ella se levantó para hacerlo, y cuando lo hubo encontrado me lo entregó y volvió a arrodillarse frente a mí.
Rodeé su maravilloso cuello con el acero, y ella me miró con rabia.
Cerré el collar.
Elizabeth empezó a levantarse, pero evité que lo hiciera sujetándola por el hombro.
—No te he dado permiso para que te levantaras, esclava.
Sus hombros temblaban, tal era la furia que sentía.
—Sí, amo —dijo finalmente—. Lo siento, perdóname, amo.
Saqué los dos broches de la tela de seda amarilla, y ésta cayó. Ante mí tenía a Elizabeth vestida como Kajira cubierta.
La pequeña salvaje estaba rígida de rabia.
—Me gustaría contemplar a mi esclava.
—¿No deseas que tu esclava se despoje de las prendas que todavía la cubren?
El odio se transparentaba en su voz.
—No —respondí.
Elizabeth agitó su cabeza.
—No, yo lo haré —dije.
Elizabeth se quedó boquiabierta.
Mientras permanecía arrodillada sobre la alfombra, con la cabeza gacha, en la posición de la esclava de placer, la despojé de su Koora para que su pelo quedara suelto, y luego del Kalmak de cuero, y finalmente la libré de la Curla y de la Chatka.
—Si deseas ser una esclava —dije—, sé una esclava.
Elizabeth no levantó la cabeza, y siguió mirando obsesionadamente al suelo, con sus pequeños puños apretados.
Me desplacé al lado del fuego central, y allí me senté con las piernas cruzadas, sin quitar la vista de ella.
—Acércate, esclava, y quédate de rodillas.
Levantó la cabeza y me miró con furia, orgullosa, durante un momento. Pero finalmente me obedeció, diciendo:
—Sí, amo.
—¿Qué, es lo que eres?
—Una esclava —dijo amargamente, sin levantar la cabeza.
—Sírveme vino.
Así lo hizo, arrodillándose ante mí, manteniendo la mirada fija en el suelo, mientras me pasaba el cráter de vino de borde rojo, el del amo, tal y como había visto hacer a Aphris sirviendo a Kamchak. Bebí, y una vez que hube acabado de hacerlo, puse el cráter a un lado y la miré.
—¿Por qué lo has hecho, Elizabeth?
Ella se mantenía en actitud hosca.
—Soy Vella —me dijo—, una esclava goreana.
—Elizabeth…
—¡No, Vella! —dijo con enfado.
—Vella —repuse mostrando mi acuerdo.
Ella levantó la mirada. Nuestros ojos se encontraron, y estuvimos mirándonos durante un largo rato. Finalmente sonrió, y volvió a clavar la vista en el suelo.
—Por lo que parece —dije—, esta noche no iré al carro público de esclavas.
Elizabeth levantó la mirada tímidamente:
—No, parece que no, amo.
—Eres una zorra, Vella.
Se encogió de hombros. Seguía arrodillada frente a mí, en la posición de la esclava de placer, y se desperezó indolentemente, con una gracia muy felina; levantó sus manos por detrás del cuello y echó su cabello suelto hacia delante. Permaneció arrodillada así durante un lánguido momento, con las manos sobre la cabeza sujetando su melena, sus ojos fijos en mí.
—¿Piensas que las chicas del vagón público son tan bonitas como Vella?
—No —respondí—, no lo son.
—¿Y son tan deseables como Vella?
—No, ninguna de ellas es tan deseable como Vella.
Cuando hube dicho esto, con la espalda todavía arqueada, volvió débilmente la cabeza hacia un lado, con los ojos cerrados, y luego los abrió, mientras con las manos se iba echando el cabello hacia atrás. Finalmente, con un pequeño movimiento de cabeza, repartió su peinado adecuadamente.
—Por lo visto —dije—, Vella desea gustar a su amo.
—No —respondió la chica—. Vella odia a su amo —simuló furia en sus ojos—. La ha humillado. La ha desnudado y le ha puesto el collar de una esclava.
—Naturalmente.
—Además, quizás la fuerce a complacerle. Después de todo, sólo es una esclava.
Me eché a reír.
—Dicen que Vella, aunque ella quizás no lo sepa, está ansiosa por ser una esclava, la esclava total de un hombre… aunque solamente sea por una hora.
—Eso me suena a teoría estúpida —dije entre risas y dándome palmadas en la rodilla.
—Quizás lo sea —dijo la muchacha encogiéndose de hombros—, pero Vella no lo sabe.
—Probablemente lo averiguará pronto.
—Sí, es posible —sonrió.
—Esclava, ¿estás preparada para darle placer a tu amo?
—¿Tengo alguna otra elección?
—Ninguna.
—Entonces —dijo resignada, supongo que estoy preparada.
Volví a reír.
Elizabeth me miraba, sonriente. De pronto, puso la cabeza contra la alfombra, justo delante de mí, y oí que decía en un suspiro:
—Vella sólo pide que la dejen temblar y obedecer.
Me levanté y la hice levantarse entre risas.
Ella también reía, mientras permanecía en pie, cerca de mí, con los ojos brillantes. Podía sentir su respiración en mi cara.
—Creo que ahora voy a hacer algo contigo —dije.
Me miró con resignación, y bajó la cabeza.
—¿Cuál será la suerte de tu bella y civilizada esclava? —preguntó.
—El saco de estiércol.
—¡No! —gritó asustada—. ¡No! ¡Haré lo que quieras antes que eso! ¡Lo que quieras!
—¿Lo que quiera? —pregunté entre risas.
—Sí —dijo levantando la mirada y sonriendo—, lo que quieras.
—Muy bien, pues, Vella. Solamente te daré una oportunidad, y si me complaces, esa suerte que parece atemorizarte tanto no será la que merecerás… al menos por esta noche.
—Vella te complacerá —dijo con aparente sinceridad.
—Muy bien: hazlo.
En aquel momento, recordé cómo se había comportado conmigo hacía un rato. Pensé que era conveniente darle a probar a la joven americana un poco de su propia medicina.
Elizabeth me miraba, sorprendida. Finalmente sonrió:
—Ahora te demostraré que conozco bien el significado de mi collar, amo.
Me besó, de pronto. Fue un beso profundo y húmedo, si bien demasiado breve.
—¡Ahí lo tienes! —dijo riendo—. ¡El beso de una esclava tuchuk!
Sin dejar de reír se volvió, y mirándome por encima del hombro dijo:
—Puedo hacerlo bastante bien, ¿no te parece?
No contesté.
—Supongo que mi amo tendrá suficiente con un beso —dijo en broma.
Estaba bastante embravecido, y mis instintos se habían despertado.
—Las muchachas del carro público —dije— sí que saben cómo besar de verdad.
—¿Ah sí?
—Sí. No son secretarias que pretenden haberse convertido en esclavas.
Sus ojos centellearon al volverse para mirarme.
—¡Prueba esto! —dijo acercándose.
Ahora sus labios se rezagaron en los míos, mientras sujetaba mi cabeza con sus pequeñas manos. El contacto se prolongó, y fue tibio, húmedo. Nuestras respiraciones se mezclaron y saborearon ese momento.
Mis manos sujetaban su esbelta cintura.
—No está mal —dije cuando retiró sus labios.
—¿Que no ha estado mal? —gritó.
Entonces me besó apasionadamente, durante un largo rato, y cada vez con mayor determinación. Primero lo hizo con sutileza, después con ansiedad, luego con dureza, para terminar bajando la cabeza.
Levanté su barbilla con el dedo. Me miró con expresión de enfado.
—Supongo que debería haberte dicho —comenté—, que una mujer sólo besa bien cuando está completamente despierta, después de por lo menos medio ahn, cuando está desvalida y complaciente.
Me miró, airada, y se volvió.
—Eres una bestia, Tarl Cabot —dijo mirándome desde el otro lado de la habitación, con la sonrisa en la boca.
—Tú también eres una bestia —me reí—. Una bestia muy bella, que incluso lleva collar.
—Te quiero, Tarl Cabot.
—Ponte las Sedas del Placer, pequeña bestia, y ven a mis brazos.
El resplandor de un desafío cruzó de pronto sus ojos. Parecía trastornada por la excitación.
—Aunque sea de la Tierra, intenta usarme como a una esclava.
—Si así lo deseas… —dije sonriendo.
—Te demostraré que tus teorías son falsas.
Me encogí de hombros.
—Te demostraré —continuó diciendo— que no se puede invadir a una mujer.
—Me estás tentando a hacerlo.
—Yo te quiero, pero aun así, no serás capaz de invadirme, pues eso es algo que yo no permitiré… ¡No lo permitiré, aunque te quiera!
—Si de verdad me quieres, quizás no desee conquistarte.
—Pero Kamchak, que es un tipo generoso, me hizo venir aquí para que tú me enseñaras a ser una hembra, para que me hicieras esclava, ¿no es así?
—Sí, así lo creo.
—Y eso, en su opinión, y quizás también en la tuya, ¿no es conveniente para mí?
—Quizás, pero no estoy demasiado seguro. Todas estas cuestiones son muy complicadas.
—Bien —dijo Elizabeth entre risas—, ¡voy a demostrar que ambos os equivocáis!
—De acuerdo. Veremos quién tiene razón.
—Pero tú debes prometerme que de verdad intentarás convertirme totalmente en esclava… aunque sólo sea por un momento.
—De acuerdo.
—La apuesta es la siguiente: mi libertad…
—¿Sí?
—¡Contra la tuya! —exclamó antes de echarse a reír.
—No te entiendo.
—Si pierdes, durante una semana, y en la intimidad de este carro, en donde nadie puede verte, serás mi esclavo. Es decir, que llevarás collar, me servirás y harás lo que yo desee, sea lo que sea.
—No me importan tus condiciones.
—¿Por qué habrían de importarte? De hecho, si no ves inconveniente en que los hombres tengan esclavas, ¿por qué habría de importarte ser el esclavo de una hembra?
—Entiendo.
—Creo que debe ser algo bastante agradable —dijo con sonrisa maliciosa—. Sí, seguro que disponer de un esclavo debe resultar de lo más agradable.
Luego se echó a reír y añadió:
—¡Yo te enseñaré el significado del collar, Tarl Cabot!
—No cuentes tus esclavos antes de haberlos ganado —le advertí.
—¿Haces la apuesta? —preguntó.
La contemplé, y me sorprendió ver que su cuerpo parecía transformado, con todos los sentidos puestos en el desafío. Se notaba en sus ojos, en su postura, en el sonido de su voz… El anillo de su nariz volvió a brillar a la luz del fuego central. También vi el lugar de su muslo en el que no muchos días antes habían presionado de forma tan cruel el hierro candente: al quitarlo, en la piel humeante había quedado marcada la pequeña señal de los cuatro cuernos de bosko. En su bonito cuello vi el duro acero del collar turiano, brillante y cerrado, y pensé que aquel utensilio bárbaro acentuaba su delicada belleza, su tormentosa vulnerabilidad contrastada con la dureza del metal. En aquel collar estaba grabado mi nombre, y proclamaba que ella era mi esclava, si yo lo deseaba. Y esa criatura dulce y orgullosa se mantenía frente a mí, y aunque estaba marcada, aunque le había impuesto el collar, sus ojos brillaban, desafiantes. Sí, era el eterno desafío de la hembra a quien no se ha conquistado, el de la mujer indómita, que provoca al macho para que la toque, para que intente, a pesar de su resistencia, obtener el premio de su rendición, para que la fuerce al sometimiento incondicional, a la más total de las sumisiones: la de la mujer que no tiene otra salida, que ha de reconocerse de la propiedad del que la somete, y que se convierte en su esclava después de haberse sentido prisionera de sus brazos.
Tal como dicen los goreanos, existe una guerra en la que la mujer solamente puede respetar al hombre que le inflige la más absoluta de las derrotas.
Pero en los ojos de la señorita Cardwell, en su actitud, no había nada que hiciera plausible la interpretación goreana. Me parecía que estaba decidida a ganar, que quizás sólo lo hacía para divertirse, pero que quería ganar a toda costa. También contarían en algún sentido sus deseos de venganza por todos los meses y días en los que ella, una muchacha inteligente y orgullosa, se había visto reducida a la condición de esclava. Recordé que había dicho que me enseñaría el significado del collar. Desde luego, si ganaba ella, estaba seguro de que llevaría a cabo su amenaza.
—¿Y bien, amo?
Miré a esa chica tan atormentadora. No deseaba convertirme en su esclavo. Decidí que si alguno de los dos tenía que convertirse en esclavo, ese alguien debía ser ella, la encantadora señorita Cardwell. Sí, ella sería quien llevarla el collar después de la apuesta.
—¿Y bien, amo? —repitió.
—Empecemos la apuesta, esclava —dije sonriendo.
Se echó a reír alegremente y se volvió. Se puso de puntillas para bajar la intensidad de las lámparas de aceite de tharlarión, y luego se inclinó para buscar entre las riquezas de carro algunas Sedas del Placer.
Finalmente se puso ante mí, y había que reconocer que estaba muy bella.
—¿Estás preparado para ser un esclavo? —preguntó.
—Hasta que ganes, serás tú quien lleve el collar.
Bajó la cabeza, fingiendo humildad y dijo:
—Sí, amo.
Levantó los ojos, y me miró con expresión traviesa.
Le indiqué que se acercara, y obedeció.
Abrí los brazos para que entrara en ellos, y así lo hizo. Después me miró a los ojos.
—¿De verdad estás preparado para convertirte en un esclavo?
—Calla —dije con suavidad.
—Creo que me gustaría disponer de ti. Siempre había deseado poseer un esclavo guapo.
—Calla —susurré.
—Sí, amo.
Mis manos apartaron la seda del placer y la dejaron a un lado.
—¡Vaya, amo!
—Y ahora, quiero saborear el beso de mi esclava.
—Sí, amo —dijo obedientemente antes de besarme con fingida pasión.
Sujetándole el collar con la mano, la hice girar y la puse de espaldas a la alfombra, con los hombros apoyados contra el grueso poste.
Ella me miraba con una maliciosa sonrisa en los labios.
Tomé el anillo de su nariz entre el pulgar y el índice, y le di un pequeño estirón.
—¡Oh! —se quejó.
Los ojos le lloraban un poco.
—Ésta no es manera de tratar a una señorita —dijo mirándome.
—Tú no eres más que una esclava.
—Eso es cierto —dijo, ahora con cierta tristeza, girando el rostro.
Yo me sentía un poco irritado.
Volvió a mirarme, y otra vez se echó a reír, como si le divirtiera lo que estaba ocurriendo.
Empecé a besarle el cuello y el cuerpo. Mis manos estaban tras su espalda, levantándola y haciéndola arquearse, de manera que su cabeza oscilaba hacia atrás.
—Ya sé lo que estás haciendo —dijo.
—¿Qué estoy haciendo?
—Intentas que me sienta poseída.
—¡Ah!
—Te advierto que no vas a triunfar.
Yo mismo empezaba a perder la confianza.
Contoneó la cabeza mientras me miraba. Mis manos seguían unidas por detrás de su espalda.
—Los goreanos —dijo con expresión muy seria— dicen que cada mujer, lo sepa o no, ansía convertirse en una esclava, en la esclava total de un hombre, aunque solamente sea por una hora.
—Por favor, calla.
—Sí. Todas las mujeres —repitió enfáticamente—, todas las mujeres.
—Y tú eres una mujer.
—Estoy desnuda en brazos de un hombre —dijo riendo—, y llevo el collar de las esclavas. ¡Me parece que no hay duda de que sea una mujer!
—Sí, y ahora lo eres más —sugerí.
Me miró con irritación durante un momento, y después sonrió:
—Los goreanos dicen que en un collar, una mujer sólo puede ser una mujer.
Evidentemente, aquello lo había dicho en tono de burla.
En ese momento, sin demasiada ternura, mi mano se cerró en torno a su tobillo.
—¡Ay! —exclamó.
Intentó mover la pierna, pero no lo consiguió.
Entonces le levanté la pierna para mi propio placer, para contemplar las maravillosas curvas de su pantorrilla, aunque ella quisiera evitar que lo hiciera. Efectivamente, intentaba bajarla, pero no podía, porque sólo se podía mover de la manera que yo le permitía.
—Por favor, Tarl.
—Vas a ser mía.
—Por favor, Tarl, déjame.
Le sujetaba el tobillo fuertemente, pero sin hacerle daño. En toda su feminidad sabía que yo la tenía atrapada.
—¡Por favor, déjame ir!
—¡Silencio, esclava! —ordené, riendo para mis adentros.
Elizabeth Cardwell puso cara de asombro, y yo me reí.
—Eres más fuerte que yo —dijo en tono de burla—, ¡pero eso no prueba nada!
Entonces empecé a besarle el pie, y luego el interior de su tobillo, sobre el hueso, y ella tembló por un momento.
—¡Déjame ir! —gritó.
Pero yo continué besándola, mientras la mantenía sujeta, y mis labios se desplazaron a la parte posterior de su pierna, al lugar en el que se une con el pie, al lugar en el que se cerraría la ajorca.
—¡Un hombre de verdad —empezó a gritar de repente— no se comportaría de esta manera! ¡Un hombre de verdad es gentil, tierno, amable, respetuoso siempre, dulce y solícito! ¡Sí! ¡Eso es un verdadero hombre!
Sonreí al oír aquellas argumentaciones defensivas tan clásicas, tan típicas de las mujeres modernas, infelices y civilizadas, ésas a las que tanto les horroriza ser una mujer de verdad en los brazos de un hombre, ésas que no reconocen que su naturaleza pueda ser objeto de deseo por la virilidad, ésas que no definen esta virilidad según la naturaleza y el propio deseo del hombre, sino según sus miedos de mujer. Así, intentan hacer del hombre un ser que les resulte aceptable, intentan reconstruirlo según la imagen que de él tienen.
—Eres una hembra —dije despreocupadamente—, y por lo tanto no acepto tu definición del hombre.
Al oír esto, lanzó una exclamación de enfado.
—Discútemelo —sugerí—, explícate… dame nombres.
Ella gimió.
—Personalmente —dije—, me resulta extraño pensar que un hombre deje de serlo precisamente cuando siente a su hembra, cuando va a poseerla, cuando toda su sangre se rebela en el interior de su cuerpo… Sí, es muy extraño que entonces deje de ser un verdadero hombre.
Ella gritó de desesperación.
Y después, tal como había previsto, empezó a sollozar. Sin duda lo hacía con toda sinceridad. Supuse que en la Tierra, muchos hombres se sentirían conmovidos por ese llanto, y retrocederían ante un arma tan afilada, y se avergonzarían de su comportamiento hasta ese instante, y se desharían en disculpas, tal y como la hembra deseaba. Pero yo sabía que aquella noche, los lamentos no le iban a servir de gran cosa a esa chica.
Le sonreí.
Ella me miró, horrorizada, asustada, con lágrimas en los ojos.
—Eres una esclava preciosa —dije.
Se debatió, furiosa, pero no podía escapar.
Cuando sus sacudidas cesaron, empecé medio a morder, medio a besar su pantorrilla, subiendo hacia el área sensitiva que hay tras las rodillas.
—¡Por favor! —susurró.
—¡Tranquilízate, pequeña esclava! —mascullé.
Entonces, de forma más suave, aunque sin dejar de hacerle sentir mis dientes, con los que podía infligirle dolor en la carne, empecé a desplazar mi boca hacia el interior del muslo. Lentamente, siempre con mi boca, empecé a hacerla ceder.
—¡Por favor! —dijo.
—¿Qué te ocurre?
—Creo que deseo rendirme a ti —murmuró.
—No temas, tranquila.
—No —insistió—, no me entiendes.
Yo estaba confundido.
—¡Quiero rendirme a ti… ¡como lo haría una esclava!
—Pues entonces, sométete como una esclava.
—¡No! —gritó—. ¡No!
—Sí, te someterás como una esclava se somete a su amo.
—¡No! ¡No!
Continuaba besándola, acariciándola.
—¡Por favor, detente!
—¿Por qué?
—Me estás haciendo tu esclava —susurró.
—Y no me detendré.
—¡Por favor! —dijo sollozando—. ¡Por favor!
—¿No será que los goreanos tenían razón?
—¡No! ¡No!
—Quizás sea esto lo que deseas, quizás sólo quieras rendirte completamente, como una esclava.
—¡No! —gritó, llorando de rabia—. ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Déjame!
—No voy a dejarte, hasta que te hayas convertido en una esclava.
—¡No quiero ser una esclava! —gritó con desesperación. Pero cuando acaricié sus tesoros más íntimos, se volvió incontrolable. Se retorcía en mis brazos, y yo reconocí la reacción de la esclava. Así se comportaba en aquel momento la bella Elizabeth Cardwell, que se había convertido en un ser desamparado, mío, en un ser que a la vez era mujer y esclava. Había llegado el instante en que sus labios, sus brazos, su cuerpo entero, como el de una muchacha esclavizada por el amor, me solicitaban y reconocían sin reservas, sin vergüenza alguna, que yo era su amo. Sí, Elizabeth Cardwell se había abandonado por completo.
Yo estaba sorprendido, porque ni siquiera sus respuestas involuntarias a la Caricia del Látigo habían parecido prometer tanto.
De pronto, gritó, y sus propios sentidos le indicaron que era totalmente mía.
Instantes después, apenas se atrevía a moverse.
—Te estás convirtiendo en una esclava —le susurré.
—¡No soy una esclava! ¡No soy una esclava! —susurraba con insistencia.
Sentí sus uñas en mi brazo. Su beso tuvo un regusto de sangre, que no me expliqué hasta que reparé en que me había mordido. Su cabeza estaba echada hacia atrás, sus ojos cerrados y su boca entreabierta. No soy una esclava.
—¡Eres una esclava preciosa! —le susurré al oído.
—¡No soy una esclava! —gritó.
—Pronto lo serás.
—Por favor, Tarl, no me hagas ser una esclava.
—Así, ¿sientes que eso puede ocurrir?
—Por favor, no me hagas ser una esclava.
—¿Acaso no hemos hecho una apuesta?
—¡Olvidémonos de la apuesta! —dijo ella intentando reír—. Por favor, Tarl. Ha sido una tontería. Venga, olvidémonos de la apuesta.
—¿Reconoces que eres mi esclava?
—¡Nunca! —dijo en un silbido.
—Entonces, preciosa chiquilla, es evidente que la apuesta todavía no ha terminado.
Intentó escapar, pero no pudo. Finalmente, como sorprendida, no se movió más.
Me miró.
—Pronto empezará —le dije.
—¡Puedo sentirlo! ¡Puedo sentirlo!
Siguió sin moverse, pero noté la presión de sus uñas en mis brazos.
—¿Es posible que haya más? —susurró.
—Pronto empezará.
—Estoy asustada.
—No tengas miedo, tranquila.
—Me siento poseída.
—Lo estás.
—¡No! ¡No!
—No temas.
—Tienes que soltarme.
—Pronto empezará.
—Por favor, déjame marchar —susurró—. ¡Por favor!
—En Gor, se dice que una mujer que lleva collar sólo puede ser una mujer.
Me miró con enfado.
—Y tú, pequeña y preciosa Elizabeth, llevas un collar. Volvió la cabeza a un lado. Debía sentirse desamparada, furiosa, y las lágrimas brotaban de sus ojos.
No se movía, y de pronto sentí la presión de sus uñas en mis brazos. Aunque sus labios estaban abiertos, podía ver que mantenía los dientes apretados. Su melena se repartía por encima de su cuerpo y por debajo de él. Al cabo de un instante, en sus ojos nació una expresión de sorpresa, y sus hombros se levantaron un poco de la alfombra. Me miraba, y yo podía sentir que todo empezaba en ella, que su sangre se agitaba junto con su respiración. La sentía en mi propia sangre, ligera, bella como el fuego, mía. Supe que había llegado el momento, y mirándola a los ojos, con orgullo, con un repentino desprecio, salvajemente, le dije:
—¡Esclava!
Así lo ordenaban los Ritos Goreanos de Sumisión.
—¡No! —gritó ella mirándome con horror.
Se arrastró hacia atrás, por encima de la alfombra, fuera de sí, desamparada, violenta, mientras yo seguía con mi propósito. Intentaba combatirme, tal y como lo había previsto, y si hubiese estado a su alcance, en ese momento me habría matado. Le permití que se debatiera, que me arañara, que me mordiera y que gritara, y luego le di el beso del amo, y acepté la exquisita rendición que no tuvo más remedio que ofrecerme.
—¡Esclava! —susurraba Elizabeth—. ¡Esclava! ¡Esclava! ¡Soy una esclava!
Había pasado más de un ahn. Ella se encontraba entonces tendida entre mis brazos, sobre la alfombra, y me miraba con lágrimas en los ojos.
—Ahora ya sé lo que significa ser la esclava de un amo —dijo.
Yo callé.
—Aunque sea una esclava, por primera vez en mi vida soy libre.
—Por primera vez en tu vida, eres una mujer —remarqué.
—Me gusta ser una mujer. Estoy contenta de serlo, Tarl Cabot; estoy contenta.
—No olvides que eres sólo una esclava.
Sonrió y señalando a su collar dijo:
—Soy la muchacha de Tarl Cabot.
—Mi esclava.
—Sí, tu esclava.
Sonreí.
—No me pegarás demasiado a menudo, ¿verdad, amo?
—Eso ya lo veremos.
—Me esforzaré en complacerte, amo.
—Me alegra oírlo.
Tumbada de espaldas, con los ojos abiertos, miraba al techo del carro, a las colgaduras, a las sombras que la luz del fuego central proyectaban sobre las pieles enrojecidas.
—Soy libre.
La miré.
Se volvió y se apoyó en sus codos.
—Es extraño, soy una esclava… pero soy libre. Soy libre.
—Ahora tengo que dormir —dije acomodándome sobre la alfombra de piel.
—Gracias —dijo besándome en el hombro—. Gracias por liberarme, Tarl Cabot.
Girando sobre mí mismo, la tomé por los hombros y la empujé contra la alfombra, mientras ella me miraba y reía.
—¡Ya basta de tantas tonterías sobre libertades! ¡Lo que has de recordar es que eres una esclava!
Acto seguido di un estirón de su nariguera.
—¡Ay! —exclamó.
Levante su cabeza de la alfombra sin soltar el anillo. Los ojos le lloraban a causa del dolor.
—Desde luego —dijo Elizabeth—, ésta no es la manera indicada de respetar a una señorita.
Le retorcí la nariguera y se le saltaron las lágrimas.
—Claro que yo sólo soy una esclava.
—Y eso no debes olvidarlo —le recomendé.
—No, no, amo —sonrió.
—No me pareces suficientemente sincera.
—¡Pero lo soy! —dijo riendo.
—Creo que lo mejor será que te echemos a las kaiilas.
—Pero entonces, ¿dónde podrás encontrar a otra esclava tan maravillosa como yo?
—¡Muchacha insolente!
—¡Ay! —gritó al sentir que daba otro estirón de su nariguera—. ¡Basta, por favor!
Con mi mano izquierda di un tirón al collar, que se apretó contra la parte posterior del cuello.
—No olvides que en tu cuello llevas un collar de acero.
—¡Tu collar! —dijo inmediatamente.
Le di una palmada en el muslo y añadí:
—Y en este muslo también creo recordar que llevas la marca de los cuatro cuernos de bosko.
—¡Soy tuya! ¡Cómo un bosko!
Contuvo un grito al ver que volvía a tenderla sobre la alfombra, y luego me miró con ojos traviesos.
—Soy libre.
—Por lo visto, no has aprendido el significado del collar.
Elizabeth se rió con ganas. Finalmente levantó los brazos y los puso delante de mí, tierna y delicadamente.
—Tranquilo —dijo—. Esta muchacha ha aprendido bien la lección del collar.
Me eché a reír.
Ella volvió a besarme.
—Vella de Gor —dijo—, quiere a su amo.
—¿Y qué ocurre con la señorita Elizabeth Cardwell?
—¿La preciosa secretaria? —dijo con sorna.
—Sí, la secretaria.
—No es secretaria. No es más que una esclava goreana.
—De acuerdo. ¿Qué ha pasado con ella?
—No sé si habrás oído —susurró— que a esa muchacha, a Elizabeth Cardwell, la horrible chiquilla, su amo la ha obligado a rendirse como esclava.
—Sí, eso he oído.
—Ese amo es una bestia cruel.
—Y ahora, ¿cómo está ella?
—Esa esclava está ahora enamorada locamente de esa bestia.
—¿Cuál es su nombre?
—Se llama igual que quien hizo rendirse a Vella de Gor.
—¿Cómo dices que se llama?
—Tarl Cabot.
—Ése sí que es un tipo afortunado. Tales mujeres no están al alcance de cualquiera.
—Están celosas una de otra —dijo Elizabeth como confidencialmente.
—¿Y eso?
—Cada una intenta complacer a su amo más que la otra, para así convertirse en la favorita.
La besé.
—Me pregunto cuál será la favorita —dijo.
—Deja que las dos le complazcan —sugerí—, deja que cada una intente hacerlo mejor que la otra.
Estuvimos besándonos y acariciándonos durante un largo rato. Y de vez en cuando, a lo largo de toda la noche, Vella de Gor y la pequeña salvaje, Elizabeth Cardwell, solicitaban servir al placer del amo, y éste les permitía hacerlo. Pero no podía decidirse entre una de las dos, pese a que ahora podía tomarse las cosas con más calma, sopesándolas.
Ya era de madrugada, y él se encontraba ya casi completamente dormido, cuando las sintió contra sí, con sus mejillas apoyadas en su muslo.
—Chicas —murmuró el guerrero—, no olvidéis que lleváis mi acero.
—No lo olvidaremos —respondieron.
Y él sintió sus besos.
—Te amamos, te amamos —oyó que decían.
Mientras caía dormido, decidió que las mantendría a ambas como esclavas durante unos cuantos días, aunque sólo fuese para darles una lección. Además, como bien recordaba, el que libera a una esclava no es más que un estúpido.