10 - LA GUERRA DEL AMOR

Habían pasado varios días desde el banquete de Saphrar. Aquella mañana, cuando apenas había salido el sol, Kamchak y yo, entre algunos centenares de hombres pertenecientes a los cuatro Pueblos del Carro, llegamos a la Llanuras de las Mil Estacas, que se encontraban a algunos pasangs de la arrogante ciudad de Turia.
En las estacas ya se encontraban los jueces y los artesanos de Ar, ciudad que quedaba muy lejos, a centenares de pasangs, al otro lado del Cartius. Las estaban inspeccionando, e iban preparando el terreno que había entre ellas. Por lo que sabía, esos hombres tenían garantizado el paso sin problemas por las llanuras del sur para que acudiesen cada año a este acontecimiento. Aun así, el viaje que debían llevar a cabo no estaba exento de peligros, por lo cual se les recompensaba de manera adecuada con fondos que lo mismo procedían de Turia que de los Pueblos del Carro. Algunos de esos jueces habían oficiado los juegos varias veces, y ahora eran ricos. Sólo con la suma que obtenían sus acompañantes los artesanos, un hombre podía vivir tranquilamente durante un año en la lujosa ciudad de Ar.
Avanzábamos lentamente, al paso de las kaiilas, en cuatro largas líneas compuestas por los tuchuks, los kassars, los kataii y los paravaci; había unos doscientos hombres de cada pueblo. Kamchak cabalgaba cerca de la cabeza de la línea tuchuk. El portaestandarte, que llevaba en lo alto de una lanza la representación de los cuatro boskos esculpida en madera, iba cerca de nosotros. El primero de nuestra línea, montado sobre una kaiila enorme, era Kutaituchik; iba con los ojos cerrados, la cabeza gacha, y se tambaleaba sobre el majestuoso animal. De la boca del antiguo guerrero colgaba una cuerda de kanda a medio mascar.
A su lado, y también como Ubares, cabalgaban tres hombres más, que suponía eran los jefes de los kassars, los kataii y los paravaci. También pude ver con sorpresa que cerca de la vanguardia de sus respectivas líneas cabalgaban los otros tres guerreros a los que conocí al llegar a los Pueblos del Carro. Se trataba, evidentemente, de Conrad de los kassars, Hakimba de los kataii y Tolnus de los paravaci. Todos ellos, como Kamchak, iban bastante cerca de sus respectivos portaestandartes. El símbolo de los kassars es una boleadora de tres pesos escarlata que cuelga de una lanza. Para marcar a sus boskos y a los esclavos utilizan el símbolo de una boleadora, o más concretamente, tres círculos unidos en su centro por unas líneas. Tanto Tenchika como Dina llevaban esta marca. Kamchak había decidido no volver a marcarlas, que es lo que se acostumbra a hacer con los boskos. Pensaba, a mi juicio muy acertadamente, que eso haría bajar su precio. Por otro lado, creo que también le complacía disponer de esclavas con la marca de los kassars en su carro, pues podía tomarse este hecho como una evidencia de la superioridad de los tuchuks sobre los kassars: tan superiores eran que les ganaban y tomaban a sus esclavas. De la misma manera, Kamchak se enorgullecía de tener en su manada a un buen número de boskos cuya primera marca había sido la boleadora de tres pesos. En cuanto al estandarte de los kataii, está formado por un arco amarillo atado a una lanza negra. La marca que utilizan también incluye el arco orientado hacia la izquierda. El símbolo de los paravaci, por último, es una amplia banda de joyas adornada con cuerdas doradas que dibujan la silueta de la cabeza y los cuernos de un bosko. El valor de este estandarte es incalculable. En cuanto a la marca de su ganado y de los esclavos, consiste en la representación de una cabeza de bosko, un semicírculo que descansa sobre un triángulo isósceles invertido.
Elizabeth Cardwell, descalza, vestida con la piel de larl, caminaba junto al estribo de Kamchak. Tenchika y Dina ya no estaban con nosotros. El día anterior, por la tarde, Kamchak había devuelto su esclava a Albrecht, por el increíble precio de cuarenta piezas de oro, cuatro quivas y la silla de una kaiila. Todo eso le había costado Tenchika a su antiguo dueño. Era uno de los precios más altos jamás pagados por una esclava entre esos pueblos. Yo comprendía que Albrecht había echado muchísimo en falta a su pequeña Tenchika, pero el altísimo precio que se había visto obligado a pagar era todavía más intolerable por las burlas de Kamchak. Efectivamente, este último no había dejado de reírse a carcajadas y de darse palmadas en la rodilla, pues resultaba demasiado obvio que Albrecht se preocupaba por ella, por una esclava. Al atarle las muñecas y ponerle el collar alrededor del cuello, Albrecht la abofeteó dos o tres veces y la insultó, llamándola inútil y estúpida, pero ella no cesaba de reír y de saltar al lado de la kaiila, e incluso lloraba de alegría. Cuando la vi por última vez, Tenchika no dejaba de intentar apoyar la cabeza en la bota de su amo mientras éste cabalgaba. En cuanto a Dina, la había hecho sentar en los cuartos delanteros de mi kaiila, aunque fuese una esclava, y así habíamos cabalgado separándonos de los carros, hasta que pude percibir en la distancia las murallas blancas y deslumbrantes de Turia. En ese punto la hice bajar de mi montura. Ella me miró desde el suelo, confundida.
—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó.
—Eso es Turia —dije señalando la ciudad—, tu hogar.
—¿Deseas que corra hacia la ciudad? —dijo mirándome.
Se refería a una cruel diversión a la que los jóvenes de los carros son muy aficionados: llevar a las esclavas turianas a las cercanías de su ciudad para después, mientras el jinete empieza a desatar su boleadora y sus correas, decirles que corran hacia su ciudad.
—No —le respondí—. Te he traído aquí para liberarte. La muchacha temblaba.
—Soy tuya —dijo mirando a la hierba—. Absolutamente tuya. No seas cruel.
—No lo soy. Te digo que te he traído aquí para liberarte. Ella me miró desde el suelo, y negó con la cabeza.
—Ése es mi deseo —dije.
—Pero, ¿por qué?
—Porque ése es mi deseo.
—¿Acaso no te he complacido?
—Sí, me has complacido plenamente.
—Entonces, ¿por qué no me vendes?
—Porque venderte no es mi deseo.
—Pero venderías a un bosko o a una kaiila, ¿no es cierto?
—Sí, es cierto.
—Entonces, ¿por qué no a Dina? —preguntó.
—Porque ése no es mi deseo —le respondí.
—Pero si soy valiosa…
Eso también era cierto, y ella no hacía más que constatar un hecho.
—Sí, eres más valiosa de lo que crees —le dije.
—No te entiendo.
Metí la mano en la bolsa que llevaba prendida a mi cinturón y le di una pieza de oro.
—Tómala y ve hacia Turia. Encuentra a los tuyos y sé libre.
De pronto, Dina empezó a agitarse y gemir, y cayó sobre sus rodillas junto a las garras de mi kaiila, mientras con la mano izquierda apretaba la pieza de oro.
—Si se trata de una broma tuchuk, más vale que me mates de una vez, y rápido —dijo entre sollozos.
Bajé de la silla de mi kaiila y me arrodillé junto a ella para tomarla entre mis brazos y apretar su cabeza contra mi hombro.
—No, Dina de Turia —le dije—, no estoy bromeando. Eres libre.
—Nadie libera nunca a las muchachas turianas. Nunca.
La sacudí dulcemente con mis brazos y la besé. Luego le dije:
—Tú, sí. Tú, Dina de Turia, eres libre.
Volví a zarandearla amorosamente y le dije:
—¿Qué quieres? ¿Que te lleve sobre la kaiila hasta las murallas y te lance por encima?
—¡No! —dijo riendo entre lágrimas y sollozos—. ¡No!
Hice que se levantara y ella me besó, por sorpresa.
—¡Tarl Cabot! —gritó—. ¡Tarl Cabot!
Ambos sentimos como si nos cruzara un relámpago: había gritado mi nombre como lo haría una mujer libre. Y así había sido, pues Dina había pasado a ser una mujer libre de Turia.
—¡Oh, Tarl Cabot! —sollozó. Después me miró con ternura y añadió—: Deja que sea tuya durante un rato más.
—Eres libre.
—Pero quiero servirte por última vez.
—No hay ningún sitio indicado —dije sonriendo.
—¡Venga, Tarl Cabot! —me dijo en tono de reprimenda—. ¿Acaso no disponemos de todas las Llanuras de Turia?
—Querrás decir la Tierra de los Pueblos del Carro.
—No —dijo riéndose—, las Llanuras de Turia.
—¡Niña insolente!
Pero no pude decir nada más, porque me estaba besando. Tomándola entre mis brazos, la tendí sobre aquella tierra cubierta por la hierba primaveral.
Cuando más tarde nos levantamos, percibí en la distancia un poco de polvo que se desplazaba desde una de las puertas de la muralla, y que se dirigía hacia nosotros. Probablemente se tratara de dos o tres guerreros montados en tharlariones altos.
Dina todavía no los había visto. Parecía muy feliz, y eso, naturalmente, me hacía feliz a mí. De pronto, se le ensombreció la expresión, y pareció muy angustiada. Se llevó las manos a la cara y con ellas se cubrió la boca.
—¡Oh! —dijo.
—¿Qué pasa?
—¡No puedo ir a Turia!
—¿Por qué no?
—¡No tengo velo!
Lancé un grito de exasperación, la besé, y agarrándola por los hombros hice que se diera la vuelta. Finalmente le di una palmada, que desde luego no correspondía a su categoría de mujer libre, para que empezara a caminar hacia Turia.
La polvareda que había percibido seguía acercándose.
Salté sobre la silla de mi kaiila y vi que Dina, después de haber corrido un trecho, se había girado. Le dije adiós con la mano, y ella hizo lo mismo, sin poder contener las lágrimas.
Una flecha pasó por encima de mi cabeza.
Solté una carcajada y con las riendas hice que mi montura girara y empezase a correr. En un momento había dejado a los jinetes muy atrás.
Después volvieron sobre sus pasos, para encontrar a una muchacha libre, aunque todavía vestida como una Kajira, que sujetaba en una mano una pieza de oro, mientras que con la otra decía adiós a un enemigo que huía, entre risas y sollozos.
Al volver al carro de Kamchak, las primeras palabras que éste me dirigió fueron:
—Supongo que habrás obtenido un buen precio por ella.
Sonreí.
—¿Estás satisfecho? —preguntó.
—Sí —respondí, recordando las Llanuras de Turia—, estoy plenamente satisfecho.
Elizabeth Cardwell, que había estado preparando el fuego en el interior del carro, se sorprendió al verme volver sin Dina, pero no se atrevió a preguntarme qué había pasado con ella. Ahora que creía saber lo que había ocurrido me miraba con perplejidad, como si no pudiera dar crédito a sus oídos.
—¿La has vendido? —me dijo, incrédula— ¿Vendido?
—Fuiste tú quien me dijo que tenía los tobillos demasiado gordos —le recordé.
—Pero… ¡Era una persona! —me dijo mirándome horrorizada—. ¡Era un ser humano!
—¡No! —gritó Kamchak sacudiéndole la cabeza por los cabellos—. ¡Era un animal! ¡Una esclava! ¡Una esclava como tú! ¿Entiendes?
Elizabeth le miró con espanto.
—Creo —dijo Kamchak— que lo mejor será que te venda a ti también.
El terror de Elizabeth creció todavía más, y me miró, implorante.
Las palabras de Kamchak también me habían producido una gran impresión.
Creo que ésa fue la primera vez que Elizabeth comprendió la situación en la que se encontraba en toda su crudeza. Desde que había llegado a los Pueblos del Carro, Kamchak se había mostrado, a fin de cuentas, gentil con ella; no le había prendido el anillo tuchuk en la nariz, no la había hecho vestir de Kajira, ni marcado con los cuernos de bosko. Ni siquiera había apresado aquel cuello tan encantador con el collar turiano. Pero en ese momento Elizabeth comprendió, visiblemente impresionada, pálida, que habría de soportar que Kamchak la vendiera o la cambiara, si así lo deseaba él, y ser tratada como si fuese una silla de montar o un eslín cazador. Había visto ya cómo vendía a Tenchika, y asumía que la desaparición de Dina debía tener la misma explicación. Me miraba con incredulidad, y negaba con la cabeza. Yo, por mi parte, creí que era mejor no explicarle lo que había hecho con Dina, que no supiera que la había liberado. ¿Qué bien podía hacerle saber una cosa así? Solamente habría hecho su situación más cruel todavía, haciéndote concebir absurdas esperanzas, pues podía llegar a pensar que Kamchak actuase como yo lo había hecho. Al pensarlo, la sonrisa ya acudía a mis labios. ¿Cómo podía una persona como Kamchak liberar nunca a una esclava? Otra cosa era cierta: ni siquiera yo, si poseyera a Elizabeth, podía liberarla. ¿Qué significaba para ella la libertad en un planeta como Gor? Si se hubiera acercado a Turia, la primera patrulla la habría atado para hacerla esclava de la ciudad. Si hubiera permanecido entre los carros, cualquier guerrero joven, al ver que nadie la defendía y que no pertenecía a ninguno de los cuatro pueblos, la habría encadenado antes de que cayera la noche. Y yo no iba a permanecer entre los carros para el resto de mis días. Si la información de Saphrar era correcta, sabía que la esfera dorada, que sin duda era el huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba en el carro de Kutaituchik. Debía intentar obtenerlo y luego volver a Sardar. Era muy consciente de que este asunto podía costarme la vida. Sí, era mejor que Elizabeth Cardwell siguiera creyendo que había vendido brutalmente a la maravillosa Dina de Turia. Así quizás entendería lo que era ella en realidad: una esclava extranjera del carro de Kamchak de los tuchuks.
—Sí —dijo Kamchak—, creo que voy a venderla.
Elizabeth, temblando de miedo, puso la cabeza sobre la alfombra, junto a los pies de Kamchak.
—¡Por favor! —dijo en un susurro—. ¡No me vendas, amo!
—¿Cuánto crees que me darían por ella? —me preguntó Kamchak.
—No es más que una salvaje —dije.
No deseaba que Kamchak la vendiera.
—Bueno, quizás podría adiestrarla… —murmuró el guerrero.
—Sí, eso haría que su valor aumentara mucho —admití.
Sabía que un buen adiestramiento requería algunos meses, aunque con una chica inteligente los progresos son muy rápidos, y solamente se tarda unas cuantas semanas.
—¿Te gustaría aprender a vestir seda, a llevar campanillas, a hablar, a andar, a comportarte, a bailar, a hacer todo lo necesario para que los hombres se vuelvan locos de deseo por comprarte y poseerte? —preguntó Kamchak.
Elizabeth no dijo nada, pero se encogió de hombros.
—No, no creo que pudieras aprender.
Elizabeth no respondió y bajó la cabeza.
—No eres más que una salvaje —dijo Kamchak con cansancio. Se volvió hacia mí, me guiñó el ojo y añadió—: Pero es una pequeña salvaje preciosa, ¿no lo crees así?
—Sí, eso es verdad.
Vi que los ojos de Elizabeth Cardwell se cerraban y que sus hombros se agitaban por una intensa tristeza. Después se cubrió la cara con las manos.
Seguí a Kamchak fuera del carro. Una vez en el exterior, y para mi sorpresa, me miró de frente y me dijo:
—Liberar a Dina de Turia ha sido una gran estupidez.
—¿Cómo sabes que la he liberado?
—Vi cómo la hacías montar en tu kaiila para dirigirte hacia Turia —respondió—. Dina ni siquiera caminaba al lado del animal. Además —añadió riéndose—, sé que te gustaba, y que nunca la habrías utilizado para tus apuestas. Y otra cosa: ¿crees que no he visto que tu bolsa —la señaló— está igual de vacía que cuando saliste?
No pude evitar echarme a reír.
—En esa bolsa deberías tener por lo menos cuarenta piezas de oro. Eso es lo que valía ella. Y quizás valía bastante más, porque era una chica muy hábil en los juegos de boleadora. Sí —añadió riéndose entre dientes—, una esclava como Dina de Turia vale más que una kaiila. Además, era una belleza. Desde luego, Albrecht fue un estúpido al perderla. Pero tú lo eres todavía más, Tarl Cabot.
—Es posible que tengas razón —admití.
—Cualquier hombre que se permita sentir aprecio y preocuparse por una esclava es un estúpido.
—Algún día quizás incluso Kamchak de los tuchuks se preocupará por una esclava.
Al oír esto, Kamchak echó hacia atrás la cabeza y lanzó un rugido salvaje en forma de carcajada, para después inclinarse hacia delante y darse una palmada en las rodillas.
—Cuando eso ocurra —dije con determinación— sabrás a qué clase de sentimiento me refiero.
Esta última frase ya fue más de lo que Kamchak podía concebir. Perdió todo control sobre sí mismo, y se lanzó hacia atrás dándose sendas palmadas en los muslos, mientras se reía como si se hubiese vuelto completamente loco. Incluso rodó por el suelo como si estuviera borracho, y dio golpes en la rueda de un carro vecino durante uno o dos minutos, hasta que sus risas se convirtieron en jadeos espasmódicos. Emitiendo extraños sonidos, luchaba por aspirar una pizca de aire que diera un respiro a sus agitadas costillas. La verdad es que en ese momento no me habría importado demasiado si se hubiese asfixiado por culpa de sus propias risas.
—Mañana —le recordé— es el día. Mañana lucharás en las Llanuras de las Mil Estacas.
—Sí —me respondió—, y por esta razón quiero emborracharme esta noche.
—Lo mejor que podrías hacer —le dije—, es pasar la noche durmiendo.
—Sí —dijo Kamchak—, pero soy un tuchuk, y por lo tanto me emborracharé.
—De acuerdo. En tal caso, también me emborracharé yo.
Acto seguido escupimos para saber quién de los dos iba a poner la botella de Paga. Kamchak se colocó de lado y giró la cabeza rápidamente al hacerlo, con lo cual me ganó por más de veinte centímetros. A la vista de sus resultados, mis esfuerzos parecían tristemente ingenuos, faltos de imaginación, poco inteligentes y simples. No conocía el truco del giro rápido de cabeza. Naturalmente, el astuto tuchuk me había hecho escupir a mí primero.
Y ahora llegábamos a las Llanuras de las Mil Estacas.
Después de tan tumultuosa noche, pues la había pasado con la botella de Paga en la mano, cantando ruidosas canciones tuchuks y asustando a la pobre Elizabeth Cardwell, Kamchak parecía estar de buen humor. Iba mirando a su alrededor y silbaba, y a veces marcaba el ritmo mediante golpes en su silla. No quería decírselo a Elizabeth, pero ese ritmo era el que lleva el tambor en la Danza de la Cadena. Deduje que Kamchak estaba pensando en Aphris de Turia, y que de alguna manera contaba con una presa que todavía no había cazado, lo cual era muy peligroso.
No sé si el número de estacas que hay clavadas en las llanuras corresponde o no al nombre del lugar, pero creo que son mil como poco. Esas estacas, cuyo extremo superior es plano, miden unos dos metros de altura, y tienen un diámetro de unos cinco o seis centímetros. Se colocan en dos largas líneas, estaca frente a estaca, por parejas. Entre línea y línea debe haber unos quince metros, mientras que entre las estacas de una misma línea hay unos diez metros. Las dos líneas se extienden en una distancia superior a los cuatro pasangs a través de la llanura. Una de estas líneas es más cercana a la ciudad, y la otra a las praderas, al espacio libre. Hacía muy poco que habían pintado cada una de las estacas, y siempre de una forma completamente diferente unas a otras, en deliciosas formaciones de color. La decoración y el arreglo de cada una de ellas dependía exclusivamente del capricho del artesano: algunas veces se trataba de dibujos y colores simples, que en otras ocasiones se tornaban fantasiosos o barrocos. El aspecto de todo el conjunto comunicaba una sensación de colorido, ligereza y alegría, y se podía decir que el ambiente que se respiraba tenía algo de carnavalesco. Tuve que esforzarme para recordar que entre esas dos líneas pronto lucharían y morirían los hombres.
Vi que todavía quedaban algunos hombres trabajando sobre las estacas para acabar de fijar en ellas las anillas de sujeción una a cada lado, a una altura de aproximadamente un metro y sesenta centímetros. Uno de los hombres comprobaba si cerraban correctamente, y luego abría las anillas con una llave. Finalmente dejó ésta colgada de un gancho colocado en lo alto de la estaca.
Algunos músicos, venidos desde Turia a muy temprana hora, interpretaban una suave melodía tras las estacas turianas, cincuenta metros mas allá.
En el espacio comprendido entre las dos líneas, y entre cada pareja de estacas, había un círculo de unos ocho metros de diámetro. En el interior de estos círculos se había arrancado la hierba, y la tierra se había rastrillado.
Entre las gentes de los Pueblos del Carro unos cuantos vendedores de Turia ofrecían sin miedo sus pasteles, sus vinos y demás manjares. Incluso alguno vendía collares y cadenas.
Kamchak observó la posición del sol, que estaba a una cuarta parte de su camino por el cielo.
—Los turianos siempre llegan tarde —dijo.
—Por ahí vienen —dije yo, pues a lomos de mi kaiila distinguía una nube de polvo que se aproximaba desde Turia.
Entre el grupo de tuchuks estaba, sin montura, el joven Harold, al que Hereena había insultado tan agriamente mientras ambos asistían a nuestro desafío con Conrad y Albrecht. Llevaba armas, pero no podía luchar en este tipo de confrontaciones, pues se requiere tener cierta categoría, y solamente se permite la participación de guerreros de mucha reputación. Cabría decir también que sin la Cicatriz del Coraje un tuchuk no tiene derecho a cortejar a una mujer libre, ni poseer un carro, o más de cinco boskos y tres kaiilas. Por lo tanto, se puede decir que la Cicatriz del Coraje tiene un valor tanto social y económico como militar.
—Tienes razón —dijo Kamchak levantándose sobre sus estribos—. Los primeros son los guerreros.
Efectivamente, los guerreros se acercaban sobre sus tharlariones en una larga procesión. El sol que caía sobre las Llanuras de las Mil Estacas se reflejaba en sus cascos, en sus largas lanzas de tharlarión y en los repujados del metal de sus escudos ovalados, tan diferentes a los escudos redondos que se emplean en la mayoría de las ciudades goreanas. Podía oír retumbar a los dos tambores de tharlarión, que como el latido de un corazón, iban marcando la cadencia de la marcha. Tras los tharlariones caminaban otros hombres de armas, a los que seguían algunos ciudadanos de Turia y también buhoneros y músicos, todos ellos atraídos por los juegos.
En las mismas alturas de las murallas de Turia podía distinguir el ondear de las banderas y pendones. Sobre esas murallas se veía a mucha gente, y supongo que muchos usarían las largas lentes de la Casta de los Constructores para observar el terreno de la contienda.
Los guerreros de Turia extendieron su formación disponiéndose a lo largo de la línea de estacas. Finalmente cubrieron la misma distancia que éstas en una fila de cuatro o cinco hombres. En ese momento se detuvieron, y tan pronto como lograron apaciguar a sus centenares de pesados tharlariones para ponerlos en la formación correcta, una lanza empenachada se inclinó, y los tambores hicieron una señal. Inmediatamente bajaron las lanzas todos los jinetes turianos, y con un grito hicieron que aquellas hordas de tharlariones se lanzaran a correr, gruñendo y silbando, en nuestra dirección, mientras la cadencia de los tambores aumentaba.
—¡Traición! —grité.
Sabía que no había nada viviente sobre la superficie de Gor que pudiese resistir el impacto de una carga de tharlariones.
Elizabeth Cardwell se puso a gritar y ocultó la cara en las manos.
Observé con sorpresa que los guerreros de los Pueblos del Carro no le prestaban demasiada atención a la avalancha bestial que se nos estaba echando encima. Algunos incluso seguían regateando con los buhoneros, y otros continuaban con sus charlas.
Hice girar a mi kaiila en busca de Elizabeth Cardwell. Si permanecía en pie sobre aquel terreno, lo más probable era que la matasen antes de que la carga de tharlariones hubiese cruzado nuestra línea de estacas. La vi derecha frente a los tharlariones que se acercaban, con las manos tapándole la cara y como paralizada por el terror. Me incliné sobre mi silla e hice que mi kaiila avanzara un poco para recoger a la muchacha y subirla a mi montura. Así, por lo menos podríamos intentar escapar.
—¿Traición? —preguntó Kamchak, incrédulo.
Volví a incorporarme y vi que las líneas de lanceros detenían violentamente a los tharlariones en su loca carrera, con lo que esos grandes animales desgarraban la superficie del terreno entre silbidos y gritos. Finalmente quedaron parados a unos quince metros por detrás de su línea de estacas.
—No ha sido más que una broma turiana —dijo Kamchak—. Valoran estos juegos tanto como nosotros, y no cometerían la tontería de echarlos a perder.
No pude evitar enrojecer. Las rodillas de Elizabeth flaqueaban, pero logró colocarse junto a nosotros.
—Es una pequeña salvaje preciosa —dijo Kamchak sonriéndome—, ¿no crees?
—Sí —respondí desviando la mirada hacia otro lado, confundido.
Kamchak se echó a reír, mientras Elizabeth nos miraba con cara de extrañeza.
—¡Las hembras! —gritó alguien desde el lado turiano.
Muchos fueron los que repitieron este grito entre risas y golpes de lanza en los escudos.
Se oyó un estruendo, y no tardaron en hacer su aparición numerosas amazonas sobre sus kaiilas. Corrieron entre las dos líneas de estacas, con sus largas melenas negras ondeando al viento y encabritaron sus monturas al hacerles parar. Acto seguido bajaron de sus sillas a la arena, y fueron entregando las riendas a algunos hombres que se encontraban entre nosotros.
Eran maravillosas muchachas, expresamente educadas para estas ocasiones por los Pueblos del Carro. Quien mandaba entre ellas era nada menos que la orgullosa y bella Hereena, la muchacha del Primer Carro. Todas estaban extraordinariamente excitadas, y reían con nerviosismo. Los ojos les brillaban. Algunas escupieron y levantaron sus puños en dirección a los turianos que las miraban al otro lado y les respondían con gritos inofensivos y carcajadas.
Vi que Hereena se fijaba en el joven Harold y que le señalaba con el índice. Después le indicó que se acercara, y el joven obedeció, abandonando su lugar entre los demás guerreros.
—Toma las riendas de mi kaiila, esclavo —dijo Hereena cuando lo tuvo a su lado, lanzándole con insolencia las riendas.
Él las tomó con un gesto de enfado y se retiró con el animal entre las risas de muchos de los tuchuks presentes.
Las muchachas se mezclaron entonces entre los guerreros. Había unas cien o ciento cincuenta muchachas que provenían de cada uno de los cuatro Pueblos del Carro.
—¡Ja! —exclamó Kamchak al ver que las líneas de tharlariones habían retrocedido unos cincuenta metros. En ese espacio se podían distinguir los palanquines cubiertos de las damiselas turianas, transportados a hombros de esclavos encadenados, entre los que sin duda habría hombres de los Pueblos del Carro.
Ahora quienes parecían excitados entre la multitud eran más bien los guerreros de los Pueblos del Carro, pues se levantaban en sus sillas para ver mejor los palanquines que se iban aproximando, tambaleantes. En su interior se suponía que iban las grandes bellezas de Turia, los premios adecuados para la salvaje competición de la Guerra del Amor.
La Guerra del Amor es una tradición muy antigua entre los turianos y los Pueblos del Carro. Según los Conservadores de Años, su antigüedad es mayor que la del Año del Presagio, por ejemplo. Se celebran estos juegos cada primavera, en un lugar que, por decirlo de alguna manera, está entre la ciudad de Turia y las llanuras. También habría que recordar que los Años de Presagio se celebran tan sólo cada cinco años. De hecho, los juegos de la Guerra del Amor no son una reunión de los Pueblos del Carro, pues normalmente en esta época las mujeres libres y el ganado de los diferentes pueblos se mantienen separados. Solamente ciertas delegaciones de guerreros, en un número no superior a los doscientos por cada pueblo, acuden en primavera a las Llanuras de las Mil Estacas.
Desde el punto de vista turiano, la justificación de los juegos de la Guerra del Amor consiste en que es una buena ocasión para demostrar el valor y la fiereza de los guerreros turianos. Así, dicen, quizás consigan que los temerarios guerreros de los Pueblos del Carro sean prudentes con el acero turiano. De todos modos, creo que para el guerrero turiano solamente existe una justificación: encontrarse cara a cara con el enemigo y llevarse a sus mujeres, preferentemente a las que más se resistan y saquen las uñas, como Hereena, porque en opinión de esos guerreros son más hermosas las más indómitas y salvajes. Entre los guerreros turianos, efectivamente, ponerles el collar a estas muchachas y obligarlas a cambiar sus ropas de montar de cuero por las campanillas y sedas de una esclava perfumada, es el máximo de la diversión. Hay que decir también que los guerreros turianos raramente se enfrentan a los enemigos de los Pueblos del Carro, que atacan con gran rapidez y parten con botín y cautivos antes de que nadie entienda qué ha sucedido, por lo cual tienen la reputación de ser un enemigo frustrante, rápido y elusivo. En una ocasión le había preguntado a Kamchak si los Pueblos del Carro tenían alguna justificación que explicara los juegos de la Guerra del Amor. “Sí”, me había respondido, y señalando a Dina y Tenchika, que en ese momento estaban trabajando en el interior del carro, añadió: “Ahí tienes la justificación”. Inmediatamente se había echado a reír dándose palmadas en las rodillas. Fue entonces cuando se me ocurrió que las dos chicas podían haber sido premios en los juegos, y que sus anteriores amos las habían obtenido de esa manera. Más tarde supe que solamente Tenchika había caído en manos de un kassar en una Guerra del Amor; en cuanto a Dina, la primera vez que había sentido las correas de un amo había sido junto a los carros en llamas de la caravana en la que había conseguido viajar. Me pregunté cuántas bellezas turianas llenas de orgullo llorarían desconsoladamente esa noche al servir a sus amos extranjeros. Me pregunté también cuántas muchachas de los carros, tan violentas e indómitas como Hereena, se encontrarían esa noche con ajorcas sujetas a los tobillos, envueltas en sedas y cadenas que dominarían su rebeldía tras las altas murallas de Turia.
Colocaron los palanquines cubiertos de las damas de Turia uno por uno sobre la hierba, y un esclavo puso ante cada uno de ellos una alfombrilla de seda. La pasajera del palanquín, al salir de su reclusión, no debía ensuciarse el pie ni resbalar sobre su sandalia o zapatilla.
Al ver esto, las muchachas de los carros se burlaron ruidosamente.
Las damiselas de Turia empezaron a salir de sus palanquines una por una. Iban vestidas con sus mejores galas de sedas resplandecientes, aunque, eso sí, siempre con la Vestidura de Encubrimiento, ocultas tras el velo, orgullosas y erguidas. Parecían disgustadas al verse envueltas por todo el clamor y estruendo que se levantaba a su alrededor.
Los jueces empezaron a circular entre los turianos y las gentes de los Pueblos del Carro. Cada uno llevaba una lista en la mano.
Por lo que sabía, no bastaba con ser mujer para poder colocarse en una estaca, de la misma manera que un guerrero cualquiera no podía participar en estos juegos. Solamente se elegía a las más bellas, y entre éstas solamente se volvía a seleccionar a las aún más bellas.
Una muchacha puede proponer su participación, de la misma manera que lo había hecho Aphris de Turia, pero eso no garantizaba que la eligieran, pues los criterios de la Guerra del Amor son muy estrictos, y se aplican lo más objetivamente posible. Tan sólo las más bellas de entre las bellas pueden participar en esa dura competición.
—¡Primera estaca! —gritó uno de los jueces—. ¡Aphris de Turia!
—¡Sí! —gritó Kamchak, dándome una palmada tan fuerte en la espalda que por poco me hizo caer de la kaiila.
Yo estaba atónito. Esa muchacha turiana era realmente bella, pues la habían elegido para ocupar la primera estaca. Eso quería decir que muy posiblemente era la mujer más bella de Turia, o por lo menos de todas las turianas que ese año participaban en los juegos.
Aphris de Turia caminaba con desdén sobre las sedas que iban colocando bajo sus pies, vestida con sus telas blancas y doradas, precedida por un juez que la guiaba hasta la primera estaca del lado de los Pueblos del Carro. Las muchachas pertenecientes a los carros, por otro lado, se colocarían en las estacas más cercanas a Turia. De esta manera, las muchachas turianas podían ver su ciudad y sus guerreros, mientras que las muchachas de los Pueblos del Carro veían las llanuras y también a sus guerreros. Kamchak me había dicho que así las mujeres quedan alejadas de los suyos, con lo cual un turiano o una persona de los carros debería cruzar el espacio comprendido entre las dos filas de estacas para entrometerse en la competición, y eso haría que los jueces detectaran la maniobra enseguida.
Los jueces continuaban enunciando nombres, y las muchachas de Turia y de los Pueblos del Carro seguían adelantándose.
Vi que Hereena, la muchacha del Primer Carro, ocupaba la tercera estaca, y eso que en mi opinión, no era menos bella que las dos chicas kassar que la precedían.
Kamchak me explicó que en la parte superior derecha de la dentadura de Hereena existía un ligero hueco entre dos muelas.
Estaba muy claro que Hereena no estaba muy conforme con la decisión de los jueces. Mejor dicho, estaba furiosa.
—¡Yo, Hereena, pertenezco al Primer Carro! —gritaba—, ¡y soy superior a estas dos kaiilas kassars!
Pero el juez ya estaba cuatro estacas más allá.
La selección de las muchachas la llevan a cabo jueces de su propia ciudad, o de su propio pueblo. En Turia los encargados son los miembros de la Casta de los Médicos que han servido en las grandes casas de esclavos de Ar. Entre los carros, los encargados son los amos de los carros públicos de esclavos, que compran, venden y alquilan muchachas, con lo que sirven tanto a los guerreros como a los mercaderes de esclavos. Se podría decir que su servicio es algo semejante al de una agencia distribuidora. Por otro lado, los carros públicos de esclavos distribuyen también Paga. Son una mezcla, en fin, de mercado de esclavos y de taberna de Paga. No conozco ningún establecimiento que se parezca a éstos en Gor. Precisamente, Kamchak y yo habíamos visitado uno la última noche, y yo había pagado cuatro discotarns de cobre por una botella de Paga. Tuve que sacar a la fuerza a mi amigo de allí, pues había empezado a pujar por una pequeña esclava de Puerto Kar de la que se había quedado prendado.
Recorrí con la mirada ambas líneas de estacas. Las muchachas de los Pueblos del Carro se mantenían orgullosamente firmes ante sus puestos, muy seguras de que sus campeones, fuesen quienes fuesen, saldrían victoriosos y las devolverían a sus pueblos. Las mujeres de la ciudad de Turia también estaban colocadas frente a sus respectivas estacas, pero éstas fingían la más absoluta indiferencia.
Suponía que a pesar de su aparente falta de interés, los corazones de las muchachas turianas debían latir con rapidez. Para ellas, éste no podía ser un día cualquiera.
Las contemplé. Eran realmente unas espléndidas mujeres, a pesar del velo que les ocultaba la cara. Sabía que muchas llevaban bajo sus sedas el vergonzoso camisk turiano. Ésa sería quizás la única ocasión en que esa prenda odiosa iba a tocar su piel. La llevaban porque sabían que si su guerrero perdía las obligarían a abandonar la estaca con una prenda diferente a la que habían traído. No las soltarían como mujeres libres.
Sonreí al pensar en que Aphris de Turia, que mantenía esa actitud tan arrogante, quizás llevaba bajo las sedas blancas y doradas el camisk de una esclava. No creía que fuese así, porque ciertamente era una mujer demasiado orgullosa, demasiado segura de sí misma.
Kamchak estaba abriéndose paso entre la multitud con su kaiila, en dirección a la primera estaca,
Le seguí.
Se inclinó sobre su silla y dijo alegremente:
—¡Buenos días, mi querida Aphris! Ella se puso todavía más tiesa, y ni siquiera se dignó volverse para mirarlo.
—¿Estás preparado para morir, eslín? —le dijo.
—No —respondió Kamchak.
Oí la risa de la chica, parcialmente mitigada por el velo bordado de seda.
—Por lo que veo ya no llevas el collar —observó Kamchak.
Aphris levantó la cabeza y no respondió.
—Todavía tengo otro —aseguró Kamchak.
Ella se giró para mirarle, apretando los puños. Sus encantadores ojos almendrados, si hubiesen sido armas, habrían matado al tuchuk tan fulminantemente como un rayo.
—¡Con qué inmenso placer veré cómo te arrodillas en la arena para pedirle a Kamras que acabe contigo! —silbó con odio.
—Tal como te prometí, querida Aphris, esta noche la pasarás con la cabeza metida en el saco de estiércol.
—¡Eslín! —gritó ella—. ¡Eslín! ¡Eslín!
Kamchak lanzó una risotada e hizo girar a su kaiila.
—¿Están todas las mujeres frente a sus estacas? —preguntó un juez.
Desde la parte opuesta de las largas líneas, otros jueces dieron la confirmación:
—¡Sí, están frente a sus estacas!
—Entonces —gritó el primer juez—, asegurémoslas.
El primer juez estaba sobre una plataforma cercana al comienzo de las líneas de estacas. Este año le correspondía estar en el lado de los Pueblos del Carro.
Aphris de Turia, obedeciendo las órdenes de los jueces menores, se quitó con un gesto de enfado sus guantes de verro blanco y seda con bordados dorados, y los guardó en un pliegue de sus ropas.
—¡Las anillas de sujeción! —requirió el juez.
—No serán necesarias —respondió Aphris—. Permaneceré inmóvil en mi sitio hasta que maten a ese eslín.
—¡Pon tus muñecas en las anillas! —ordenó el juez—. De lo contrario, alguien lo hará por ti.
Furiosa, Aphris colocó sus muñecas junto la cabeza, en las anillas dispuestas a cada lado de la estaca. El juez las cerró con mano experta y se dirigió a la siguiente estaca.
Con disimulo, Aphris movió sus manos atrapadas por las anillas, intentando liberarlas de esa presa. Naturalmente, no pudo hacerlo. Me pareció verla temblar durante un segundo, al darse cuenta de que estaba atrapada, pero enseguida volvió a tranquilizarse en apariencia, y miraba a su alrededor como si se aburriera. La llave que abría las anillas colgaba de un gancho que tenía sobre la cabeza, a unos cinco centímetros.
—¿Están ya aseguradas las mujeres? —preguntó el primer juez desde su puesto en la plataforma.
—¡Sí, lo están! —se oyó a uno y otro lado.
Vi que Hereena permanecía frente a su estaca en actitud insolente, a pesar de que sus muñecas estaban atrapadas por el acero.
—¡Que se convengan las parejas! —ordenó el juez.
Enseguida se oyó cómo los demás jueces repetían su grito.
En un momento, el terreno comprendido entre las dos líneas de estacas de llenó de guerreros turianos y de los Pueblos del Carro.
Las muchachas de los carros, como era costumbre, iban sin velo. Los guerreros turianos caminaban a lo largo de su línea de estacas, examinándolas. A veces tenían que echarse atrás, pues las muchachas les escupían y les daban patadas; también les maldecían y se burlaban, pero los guerreros aceptaban esos “cumplidos” con muy buen humor, y en ocasiones respondían con observaciones acerca de tal o cual defecto que encontraban en la chica, fuese este defecto real o imaginario. Si alguno de los guerreros de los Pueblos del Carro lo requería, el juez podía soltar las pinzas que sujetaban los velos de las muchachas y echar hacia atrás las capuchas de sus Vestiduras de Encubrimiento, para que así se les pudiera contemplar la cabeza y el rostro.
Ése era un aspecto muy humillante para las mujeres turianas, pero ellas mismas entendían que era necesario. Muy pocos hombres, y menos si se trataba de extranjeros, lucharían por una mujer a la que ni siquiera le han visto la cara.
—Me gustaría echarle un vistazo a ésta —dijo Kamchak señalando con el dedo a Aphris de Turia.
—Desde luego —dijo el juez más próximo.
—¿Acaso no tienes memoria, eslín? —preguntó la chica—. ¿Ya no te acuerdas del rostro de Aphris de Turia?
—Tengo muy mala memoria —dijo Kamchak—. ¡Hay tantas caras!
El juez desprendió el velo blanco y dorado y después, suavemente, echó atrás la capucha, con lo que la maravillosa melena oscura de la turiana quedó al descubierto.
Aphris de Turia era una mujer extraordinariamente bella.
Sacudió la cabeza tanto como pudo, atada como estaba al poste.
—¿Y ahora? —inquirió ácidamente—. ¿Puedes recordarlo ya?
—Es un recuerdo muy vago —dijo Kamchak en tono dubitativo—. Creo que me viene a la cabeza algo parecido al rostro de una esclava, porque estoy seguro de que había un collar…
—¡Eres un tharlarión! —gritó Aphris—. ¡Un maldito eslín!
—¿Tú qué opinas? —me preguntó Kamchak.
—Es maravillosamente bella —respondí.
—Probablemente, entre las estacas las habrá mejores —dijo Kamchak—. Vamos a verlas.
Empezó a caminar, y yo le seguí.
Al mirar a Aphris de Turia, vi su cara contraerse por la rabia y que intentaba liberarse de sus ataduras.
—¡Vuelve aquí! —gritaba—. ¡Vuelve, asqueroso eslín! ¡Vuelve aquí! ¡Vuelve!
Se oía cómo tiraba de las anillas y golpeaba el poste.
—Estáte tranquila —le advirtió el juez—, o de lo contrario nos veremos forzados a administrarte un sedante.
—¡Es un eslín! —gritó.
Pero ya un buen número de guerreros de los Pueblos del Carro habían acudido a inspeccionar su rostro sin velo.
—¿No vas a pelear por ella? —le pregunte a Kamchak.
—¡Claro que sí! —me respondió.
De todos modos, antes de tomar una decisión definitiva, inspeccionamos todas las bellezas turianas.
Finalmente volvimos al lado de Aphris.
—La de este año me parece una partida muy pobre —le dijo Kamchak.
—¡Lucha por mí! —gritó ella.
—No sé si luchar por alguna de ellas. Todas me parecen eslines, o kaiilas.
—¡Debes luchar! —gritó ella—. ¡Debes luchar por mí!
—¿Me lo pides? —inquirió Kamchak con interés.
—¡Sí! —dijo ella asintiendo con rabia—. ¡Te lo pido!
—De acuerdo —dijo Kamchak—. Lucharé por ti.
Por un momento, Aphris de Turia pareció descansar la cabeza contra la estaca, como si sintiese un inmenso alivio. Pero enseguida miró a Kamchak y dijo:
—¡Quedarás muerto a mis pies, eslín!
Kamchak se encogió de hombros, como si no descartase esa posibilidad. Después se volvió hacia el juez y preguntó:
—¿Alguien más desea luchar por ella, aparte de mí?
—No.
Cuando más de un guerrero desea luchar por la misma mujer, los turianos deciden quién va a hacerlo según el rango y las proezas realizadas; en los Pueblos del Carro lo que inclina la balanza son las cicatrices y las proezas. Para decirlo de otra manera, lo que decide quién va a salir a la palestra entre los turianos y entre los carros es algo así como la veteranía y las facultades demostradas. En algunas ocasiones, los guerreros luchan entre ellos para disputarse este honor, pero ni los turianos ni los Pueblos del Carro ven con buenos ojos este tipo de combate, pues encuentran que es algo deshonroso, y más en presencia de enemigos.
—Entonces —dijo Kamchak mirando de cerca a Aphris— debe ser cierto que es poco atractiva.
—No —dijo el juez—. Lo que ocurre es que quien la defiende es Kamras, el Campeón de Turia.
—¡Oh, no! —gritó Kamchak poniéndose el puño ante la frente en fingida desesperación.
—Sí —dijo el juez—, es él.
—¿Y ahora qué harás? —preguntó Aphris alegremente—. ¿Retirarte?
—¡Oh! ¡He bebido tanto Paga esta noche!
—Si no lo deseas, no tienes por qué enfrentarte a él —dijo el juez.
Pensé que era algo muy humano tener la posibilidad de retirarse al saber quién es el contrincante. Realmente no debía ser muy agradable encontrarse en el círculo de arena frente a un guerrero de fama, soberbio, como Kamras de Turia, y debía ser mucho peor no saberlo hasta el momento del combate.
—¡Enfréntate a él! —gritó Aphris de Turia.
—Si nadie se enfrenta a él —dijo el juez—, la muchacha kassar pasará a ser de su propiedad.
Se notaba que la kassar, una muchacha de extraordinaria belleza que ocupaba la estaca frente a Aphris de Turia, estaba preocupada, y tenía motivos para estarlo. Parecía que iba a pasar a Turia sin que por ella luchase nadie.
—¡Enfréntate a él, tuchuk! —gritó.
—¿Dónde están tus kassars? —preguntó Kamchak.
Era una excelente pregunta. Había visto a Conrad hacía un rato, pero se había fijado en una mujer turiana que estaba unas seis estacas más allá. En cuanto a Albrecht, ni siquiera estaba en los juegos. Probablemente estaría en su carro, con Tenchika.
—¡Estarán luchando en alguna otra parte! —gritó la kassar, que estaba a punto de ponerse a llorar—. ¡Por favor, tuchuk!
—Pero tú no eres más que una kassar —dijo Kamchak—. No veo por qué…
—¡Por favor! —gritó.
—Además, creo que las Sedas del Placer te sentarían muy bien.
—¡Pero mira a la turiana! —gritó la chica—. ¿Acaso no es bella? ¿No la deseas?
Kamchak miró a Aphris de Turia.
—Supongo —añadió la kassar— que por lo menos no es peor que el resto.
—¡Lucha por mí! —gritó Aphris de Turia.
—De acuerdo —dijo Kamchak—. Lucharé.
La chica kassar echó atrás la cabeza, temblando por el alivio que sentía.
—Eres un necio —dijo Kamras de Turia.
La verdad es que me asustó un poco, porque no me había dado cuenta de que estuviese tan cerca. Le miré, y comprobé que era un guerrero realmente impresionante. Parecía rápido y fuerte. Su largo cabello negro estaba ahora recogido por detrás de su cabeza. Llevaba las muñecas envueltas en correas de bosko. Un casco le cubría la cabeza, y portaba un escudo turiano ovalado. En la mano derecha sujetaba una lanza. Por detrás de su hombro colgaba la vaina de una espada corta.
Kamchak le miró a la cara, y para ello tuvo que levantar la cabeza. No era que Kamchak fuese particularmente bajo, sino más bien que Kamras era un hombre enorme.
—¡Por el cielo! —dijo Kamchak después de silbar—. Realmente eres un grandullón ¿eh?
—Empecemos —propuso Kamras.
Al oír esto, el juez ordenó despejar la zona comprendida entre las estacas de Aphris de Turia y la encantadora chica kassar. Dos hombres, que supuse eran de Ar, se adelantaron con unos rastrillos y empezaron a aplanar el círculo de arena que había entre las estacas, pues durante la inspección de las mujeres había pasado mucha gente.
Desafortunadamente para Kamchak, ese año correspondía al enemigo turiano la elección de las armas. Pero siempre existía la posibilidad para el guerrero de los Pueblos del Carro de retirarse antes de que su nombre hubiera entrado oficialmente en las listas de los juegos. Por lo tanto, si Kamras elegía un arma con la que Kamchak no se sentía a gusto, el tuchuk podría declinar el combate, lo cual solamente significaría perder una chica kassar, y eso no podía importarle demasiado al despreocupado Kamchak.
—Ah, sí, las armas —dijo Kamchak—. ¿Cuáles preferirás? ¿La lanza de kaiila? ¿Una boleadora rápida y cortante? ¿La quiva, quizá?
—La espada —dijo Kamras.
La decisión del turiano fue para mí una sorpresa desagradable. Durante todo el tiempo que había permanecido entre los carros no había visto ni una sola espada corta goreana, y eso que era un arma eficaz, rápida y muy común en las ciudades. Los guerreros de los Pueblos del Carro no emplean la espada corta, y quizás sea debido a que no es un arma apropiada para su empleo desde la silla de la kaiila. Por otra parte, el sable, que resultaría muy eficaz sobre una montura, es casi desconocido en Gor, y creo además que la lanza ya suple su papel. Esta última se emplea en Gor con una delicadeza y habilidad tan grandes que en lugar de una lanza parece a veces un cuchillo, y para apoyar la efectividad de esta arma se cuenta con las siete quivas o puñales de silla. Hay que decir también que el sable apenas podría alcanzar la silla del tharlarión alto. El guerrero de los Pueblos del Carro raramente se acerca a su enemigo más de lo preciso para hacerlo caer de su silla con el arco o, si ello es necesario, con la lanza. En cuanto a la quiva, se la considera más bien un arma arrojadiza que de mano, Yo deducía que los Pueblos del Carro podían obtener sables si así lo deseaban, y que podían hacerlo a pesar de no disponer de una metalurgia propia. Supongo que de algún modo debe intentarse que estas armas no caigan en manos de los Pueblos del Carro, pero cualquiera sabe, si conoce a los mercaderes de oro y joyas, que los sables se fabrican tanto en Ar como en otros lugares, y que llegan a las llanuras del sur, como llegan las quivas que también se fabrican en Ar. En realidad, lo que explica que el sable no sea un arma corriente entre los Pueblos del Carro es el estilo, la concepción y la naturaleza de la guerra a la que están acostumbrados sus guerreros; es decir, que si no utilizan el sable es más por propia elección que por ignorancia o por limitación tecnológica. Por otra parte, el sable no es sólo impopular entre los Pueblos del Carro, sino también entre los guerreros de Gor en general, pues se la considera un arma demasiado larga y pesada, sobre todo cuando se trata del combate cuerpo a cuerpo, rápido, que tanto aprecian los guerreros de las ciudades. Por último, no es demasiado útil usar un sable desde la silla de un tharlarión o de un tarn. De cualquier modo, lo importante en ese momento era que Kamras había propuesto la espada como arma a emplear en su combate con Kamchak, y lo más seguro era que el pobre Kamchak estuviese tan familiarizado con la espada como vosotros o yo con cualquiera de las armas más inusuales de Gor, como por ejemplo el cuchillo látigo de Puerto Kar o los varts adiestrados de las cavernas de Tyros. Habitualmente, los guerreros turianos eligen como arma de combate en estos acontecimientos la rodela y la daga, o el hacha y la rodela, o la daga y el látigo, o el hacha y la red, o las dos dagas (en tal caso la quiva, si se utiliza, no puede lanzarse), y con estas armas pretenden matar al enemigo y adquirir a la mujer que defiende; pero Kamras parecía indiferente a esta costumbre.
—La espada —repitió.
—Pero, ¡si solamente soy un pobre tuchuk! —dijo Kamchak con voz quejosa.
Kamras se echó a reír.
—La espada —volvió a repetir.
En mi opinión, y considerando el conjunto de su actuación, la maniobra de Kamras al elegir esa arma era cruel e indigna.
—¿Cómo quieres que yo, un pobre tuchuk, sepa manejar una espada?
—Entonces, retírate del combate —dijo Kamras con altanería—, y yo me llevaré a esta kassar a mi ciudad.
La chica gimió.
Kamras sonreía, satisfecho.
—¿Sabes? —dijo—. Lo que ocurre es que soy Campeón de Turia, y no tengo ninguna gana de que mi acero se manche con la sangre de un urt.
El urt es un animal inmundo, un roedor cornudo de Gor. Algunos son bastante grandes, y llegan a tener el tamaño de un lobo o de una jaca, pero la mayoría son muy pequeños, y caben en la palma de una mano.
—Sí, claro —dijo Kamchak—. Yo tampoco quiero que eso ocurra.
La muchacha kassar lanzó un grito de desesperación.
—¡Lucha con él, tuchuk asqueroso! —gritó Aphris, a la vez que tiraba de sus anillas de sujeción.
—Tranquilízate, gentil Aphris de Turia —dijo Kamras—. Permítele que se retire, y todos le señalarán, todos sabrán que no es más que un cobarde fanfarrón. Déjale que viva en la vergüenza, y tu venganza será mayor.
Pero la bellísima Aphris no se dejaba convencer:
—Lo quiero muerto —gritó—, quiero que lo hagas pedazos, que sufra la muerte después de mil cortes.
—Abandona —le recomendé a Kamchak.
—¿Crees que debo hacerlo?
—Sí —respondí—, eso es lo que creo.
—Si de verdad lo deseas —dijo Kamras mirando fijamente a Aphris de Turia—, le permitiré elegir las armas que nos convengan a ambos.
—Mi deseo —respondió Aphris— es que muera.
—De acuerdo, te mataré —dijo Kamras encogiéndose de hombros. Se volvió hacia Kamchak y dijo—: Tú ganas, tuchuk. Te permito que elijas las armas, mientras nos convengan a ambos.
—No sé si combatiré… —dijo Kamchak dubitativo.
—¡Muy bien! —dijo Kamras apretando los puños—. Como quieras.
—Pero quizá sí lo haga —murmuró Kamchak.
Aphris de Turia gritó de rabia, y la muchacha kassar de desesperación.
—Sí, lucharé —anunció por fin Kamchak.
Ambas muchachas gritaron de alegría.
El juez procedió a anotar el nombre de Kamchak de los tuchuks en sus listas.
—¿Qué arma eliges? —le preguntó el juez—. Debes recordar que debe ser un arma o unas armas que os convengan a ambos.
Kamchak pareció perderse en sus pensamientos, y finalmente miró hacia el cielo, como iluminado.
—Siempre me he preguntado qué sensación se debe tener al sujetar una espada.
El juez estuvo a punto de dejar caer la lista.
—Sí, elegiré la espada —dijo Kamchak.
La muchacha kassar gimió.
Kamras, confundido, miraba a Aphris de Turia, que parecía haberse quedado sin habla.
—¡Está loco! —susurró Kamras de Turia.
—¡Retírate! —le dije a Kamchak imperiosamente.
—Ya es demasiado tarde —dijo el juez.
—Ya es demasiado tarde —repitió Kamchak, con aire infantil.
Sin darme cuenta, yo también gemí, pues en los pasados meses había llegado a respetar y a apreciar al impetuoso, astuto y fuerte tuchuk.
Trajeron dos espadas. Eran espadas cortas goreanas, forjadas en Ar.
Kamchak tomó una de ellas como si fuera una de esas palancas de carro que se utilizan para desempantanar las ruedas.
Kamras y yo no pudimos evitar hacer una mueca.
—Retírate —le dijo Kamras.
Encontré que era de agradecer que el turiano también insistiera, y además entendía sus sentimientos. Después de todo, Kamras era un guerrero, y no un carnicero.
—¡Mil cortes! —gritó la gentil Aphris de Turia—. ¡Ofrezco una pieza de oro a Kamras por cada corte que le inflija!
Kamchak pasó el pulgar por la hoja de su arma. De pronto vi que lo retiraba, sorprendido: de la yema de su dedo brotó la sangre. Me miró y dijo:
—Está muy afilada, ¿eh?
—Sí —dije con exasperación. Y volviéndome al juez le pregunté—: ¿No podría luchar yo en su lugar?
—No está permitido —me respondió.
—Pero era una buena idea —me dijo Kamchak.
Agarré por los hombros a mi amigo y le dije:
—Kamras no desea realmente matarte. A él le basta con humillarte. Retírate.
Los ojos de Kamchak se iluminaron repentinamente.
—¿Acaso quieres verme humillado?
—Mejor humillado, amigo mío —le dije—, que muerto.
—¡Nunca! —dijo Kamchak, con ojos duros y afilados como el acero—. ¡Antes muerto que humillado!
Abandoné el área de combate.
En el último momento le grité:
—¡Por todos los Reyes Sacerdotes, Kamchak, aguanta el arma así!
E intenté enseñarle la manera básica de empuñar la espada corta, que permitía a la vez una retención fuerte y flexible. Fue inútil, porque en cuanto me alejé un poco, ya volvía a sujetarla como si fuese una sierra goreana.
Incluso Kamras cerró los ojos por un momento, como si no le gustase en absoluto ese espectáculo. En aquellos momentos me daba cuenta de que Kamras solamente había deseado que abandonara para derrotarlo y humillarlo. Tenía tantas ganas de matar a aquel torpe tuchuk como a un campesino o a un alfarero.
—¡Que empiece el combate! —dijo el juez.
Kamchak miraba la punta de su arma, y le daba vueltas. Aparentemente, lo que le llamaba la atención y divertía era el juego de la luz del sol en la hoja de su arma. Kamras se le acercó cautelosamente, preparando el primer golpe.
—¡Cuidado! —grité.
Kamchak se giro para ver el motivo de mi alarma, y para su gran fortuna, al hacerlo el sol rebotó en la hoja y emitió un destello que fue directamente a los ojos de Kamras, quien de pronto levantó el brazo y parpadeó mientras sacudía la cabeza, momentáneamente cegado.
—¡Gírate y pégale con tu espada! —grité.
—¿Qué? —dijo Kamchak.
—¡Cuidado! —volví a gritar, pues Kamras se habría recuperado y se le aproximaba otra vez.
Naturalmente, Kamras tenía el sol a sus espaldas, y lo utilizaba de la misma manera que el tarn, para proteger su avance.
Kamchak había tenido una suerte increíble. El destello en su hoja se había producido en el momento justo.
Era muy probable que le hubiese salvado la vida.
Kamras embistió, y pareció como si Kamchak levantase el brazo en el último momento para conservar el equilibrio, e incluso se tambaleó sobre un solo pie. Aprecié que aquel movimiento había detenido el golpe, afortunadamente. El turiano empezó entonces a perseguir a Kamchak alrededor del círculo de arena. Mi amigo parecía a punto de perder el equilibrio y caer hacia atrás en cualquier momento, y Kamras continuaba instigándolo en una lucha más bien poco lucida. De todos modos había contado doce golpes de Kamras, y en cada una de esas ocasiones, de manera harto sorprendente, el desequilibrado Kamchak, que sujetaba su arma como si de un utensilio de cocina se tratara, había logrado evitar el golpe de una u otra forma.
—¡Mátalo! —gritaba Aphris de Turia.
Tenía que esforzarme para no taparme los ojos.
La muchacha kassar se lamentaba.
Entonces, como si sintiera una gran fatiga, Kamchak se sentó en la arena, resollando. Mantenía la espada frente a su rostro, con lo cual aparentemente anulaba su campo de visión. Con las botas siguió girando, manteniéndose frente a Kamras, sin que importara de qué dirección venía. Cada vez que el turiano golpeaba con su espada, cada vez que yo creía que Kamchak iba a recibir un golpe mortal, de alguna forma, incomprensiblemente y en el último instante, con un pequeño quiebro de su espada el tuchuk desviaba el arma del turiano sin recibir daño alguno. Tenía el corazón en vilo, y por esa razón no me había dado cuenta de que el Campeón de Turia llevaba atacando unos tres o cuatro minutos, y cada vez lo hacía con más furia, sin que por ello mi amigo sufriera el más mínimo rasguño.
Kamchak se levantó entonces con dificultad. Era evidente que estaba cansado.
—¡Muere, tuchuk! —gritó Kamras, lanzándose sobre él con rabia.
Durante un minuto, mientras yo apenas me atrevía a respirar y el silencio expectante solamente se veía quebrado por el choque de los aceros, contemplé a Kamchak. El guerrero se mantenía en pie rudamente, con la cabeza casi hundida en los hombros, y se diría que nada en su cuerpo se movía, a excepción de un giro de muñeca u otro, de una mano que se levantaba rápida y ligera.
Kamras estaba exhausto, y apenas podía levantar el brazo. Se tambaleaba.
Una vez más, el reflejo del sol en la hoja de Kamchak volvió a deslumbrarle por completo.
Aterrorizado, Kamras pestañeó y sacudió la cabeza, batiendo los brazos como un muñeco, moviendo su espada sin sentido.
Kamchak, paso a paso, avanzó hacia él. Vi brotar la sangre por primera vez en la mejilla de Kamras, y luego volvió a ocurrir lo mismo con su brazo izquierdo, y luego con su muslo, y luego con su oreja.
—¡Mátalo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Mátalo!
Pero ahora, de manera parecida a un borracho, Kamras estaba luchando por su vida, mientras que el tuchuk, como si se tratara de un oso, apenas movía nada más que el brazo y la muñeca y le iba siguiendo, y pisaba la arena inmediatamente después que él, y le tocaba una y otra vez con la hoja de su arma.
—¡Atraviésalo con tu espada! —gritó Aphris de Turia.
Durante algo más de quince minutos, sin prisas, Kamchak de los tuchuks persiguió a Kamras de Turia, y le tocaba con su arma una y otra vez. Las heridas, marcadas con una mancha roja y brillante que brotaba en la piel o en la túnica del turiano, se sucedían una tras otra. Después, para mi sorpresa y la de todos los que habían acudido a presenciar el combate, que eran muchos, vi que Kamras, Campeón de Turia, debilitado por la falta de sangre, caía sobre sus rodillas ante Kamchak de los tuchuks. Kamras intentó levantar su espada, pero Kamchak la aplastó con su bota contra la arena. El turiano levantó los ojos para contemplar con aturdimiento la inescrutable expresión del rostro del tuchuk, cuya espada tenía en el cuello.
—Seis años antes de que me hicieran las cicatrices —dijo Kamchak—, era mercenario en la guardia de Ar. Allí aprendí cómo eran las murallas y defensas de esa ciudad para después poder informar a los míos. Durante ese tiempo me convertí en Primer Espada de la guardia de Ar.
Kamras cayó en la arena a los pies de Kamchak, incapaz de pedir clemencia.
Kamchak no lo mató.
Lo que hizo fue lanzar su arma a la arena, y lo hizo descuidadamente. A pesar de ello, se hundió en la superficie hasta la empuñadura.
—Es un arma muy interesante —me dijo Kamchak sonriente—, pero yo prefiero la lanza y la quiva.
La multitud rugía y el estruendo de las lanzas pegando contra los escudos de cuero era ensordecedor. Corrí hacia Kamchak y lo rodeé con mis brazos. Su sonrisa iba de oreja a oreja, y el sudor corría entre las estrías de sus cicatrices.
Acto seguido, se giró y empezó a avanzar hacia la estaca de Aphris de Turia. La chica, cuyas muñecas seguían apresadas por el acero, le contemplaba, enmudecida por el terror.

No hay comentarios:

Publicar un comentario