¡Corre! —gritaba la mujer—. ¡Huye, si quieres salvar la vida!
Antes de que me dejara atrás pude ver, por encima del velo, sus ojos invadidos por el miedo salvaje.
Era una campesina: iba descalza, y sus ropas no tenían mucho más valor que la tela de saco. Llevaba una cesta de mimbre en la que guardaba sus vulos, unos palomos domesticados que procuran huevos y carne.
Su hombre, que cargaba con un azadón, seguía tras ella.
Sobre su hombro izquierdo colgaba un saco abultado que debía contener todos los enseres de su cabaña.
Dio un rodeo para guardar las distancias conmigo.
—Ten cuidado —me dijo—, llevo una Piedra del Hogar.
Di un paso hacia atrás, y no hice movimiento alguno para sacar mi arma. Aunque yo fuese de la Casta de los Guerreros y él de la de los Campesinos, aunque yo estuviese armado y él no dispusiese más que de una simple herramienta, le dejé el camino libre. No se debe obstaculizar a alguien que lleve una Piedra del Hogar.
Cuando vio que no quería hacerle ningún daño se detuvo y levantó un brazo, que parecía un palo en su manga desgarrada, para señalar hacia atrás.
—¡Por ahí vienen! —me dijo—. ¡Corre, no seas necio! ¡Corre y no te detengas hasta que llegues a las puertas de Turia!
Turia, la de las altas murallas, la de las nueve puertas: ésa era la ciudad, situada en medio de las inmensas llanuras de Gor, que codiciaban los Pueblos del Carro.
Pero nunca había caído en sus manos.
Torpemente, arrastrando su saco, el campesino prosiguió su camino dando traspiés, sin dejar de volver la cabeza con mirada aterrorizada.
Observé cómo él y su mujer desaparecían entre la hierba fría y oscura.
A lo lejos, a uno y otro lado, podía ver a otros seres humanos que también huían con sus fardos; haciendo avanzar a los animales a bastonazos.
Incluso podía oír detrás de mí el estruendo de un rebaño kailiauks, unos rumiantes de las llanuras toscos y rechonchos de corta trompa, leonados, salvajes, con ancas marcadas por franjas rojas y marrones y cuyas amplias cabezas están coronadas por un tridente de cuernos. No se habían detenido y formado un círculo de tridentes en el interior del cual se refugiasen las hembras y los más jóvenes: también ellos habían huido. Más lejos, hacia un lado, había visto a una pareja de eslines de las praderas, un animal más pequeño que el eslín de bosque pero igualmente imprevisible y violento. Cada uno de esos ejemplares de mamíferos debía medir unos dos metros, y sus cuerpos peludos de seis patas avanzaban serpenteando mientras su cabeza viperina se movía a uno y otro lado, husmeando incesantemente el viento. También vi a un tumit, una gran ave incapaz de volar cuyo pico ganchudo, tan largo como mi antebrazo, da una idea bastante clara de sus hábitos alimenticios. Levanté mi escudo y empuñé mi larga espada, pero el animal no giró en mi dirección, sino que pasó sin preocuparse por mí. Para mi sorpresa, también pude ver a un larl negro, un gran depredador parecido a los felinos que normalmente se encuentra en las regiones montañosas. Se retiraba majestuosamente, sin prisas, como un rey. ¿Ante qué, me preguntaba, podía huir incluso el larl negro? Y también me preguntaba de qué dominios le habrían expulsado; quizás incluso de las montañas de Ta-Thassa, que surgen en el hemisferio meridional de Gor, en las orillas del Mar de Thassa, el cual según los mitos, no tiene riberas más lejanas.
Los Pueblos del Carro reivindicaban las praderas del sur de Gor, desde el destellante Thassa y las montañas de Ta-Thassa, hasta las estribaciones meridionales de la misma Cordillera Voltai, que se erige en la corteza de Gor como la espina dorsal de un planeta. En el norte codiciaban tierras que bordeaban las torrenciales corrientes del Cartius, un amplio afluente que se precipita hacia el incomparable Vosk. Las tierras comprendidas entre el Cartius y el Vosk habían estado en el interior de los pretendidos límites del Imperio de Ar, pero ni siquiera Marlenus, cuando era amo de la fastuosa y gloriosa Ar, hizo que sus hombres de los lagos pasasen al sur del Cartius.
En los últimos meses había viajado por tierra, a pie, cruzando el ecuador desde el hemisferio norte al hemisferio sur de Gor, viviendo de la caza y de servicios ocasionales en las caravanas de mercaderes. Había dejado la región de la cordillera Sardar en el mes de Se´Var, que en el hemisferio norte es un mes de invierno, y durante meses avancé hacia el sur. Ahora había llegado a lo que algunos llaman las Llanuras de Turia y otros la Tierra de los Pueblos del Carro, en el otoño del hemisferio sur. Debido aparentemente al equilibrio entre la masa de agua y de tierra que se da en Gor, ninguno de los dos hemisferios se beneficia de una especial moderación de las variaciones estacionales. Por decirlo de otro modo, no hay ninguna razón concreta para elegir entre uno y otro. Además, las temperaturas de Gor tienden a ser más intensas que las de la Tierra, y quizás ello se deba a la envergadura de los vientos que azotan sus gigantescas extensiones de terreno sólido. Efectivamente, aunque Gor sea más pequeño que la Tierra, con la consiguiente reducción de gravedad, el área ocupada por el suelo debe ser, por lo que sé, más amplia que en mi planeta natal. Se han levantado mapas de amplias zonas, pero aún siguen constituyendo una pequeña fracción de la superficie real del planeta: gran parte de Gor sigue siendo para sus habitantes simplemente una tierra incógnita.
Durante unos minutos permanecí en silencio observando a los hombres y a los animales que se apresuraban en dirección a Turia, la ciudad oculta tras el oscuro horizonte. No podía comprender su terror. Incluso la hierba otoñal se inclinaba y se agitaba en oleadas pardas hacia Turia, brillando al sol en tostadas rompientes bajo las nubes huidizas que poblaban el cielo. También el viento invisible, con su fuerza desesperada, se movía hacia ese santuario, y parecía desear el refugio de las altas murallas de la lejana ciudad.
Allá en lo alto, un mirlo goreano se batía en solitaria retirada entre chillidos, abandonando ese lugar que en apariencia no era diferente a miles de otros en estas extensiones de hierba tan abundantes en el sur.
Miré a lo lejos, hacia el lugar de donde habían llegado todas esas multitudes de hombres aterrorizados y de animales en desbandada. Allí, a unos pasangs, vi que se levantaban hacia el cielo columnas de humo. Los campos estaban ardiendo, pero solamente los cultivados, los que los hombres habían labrado; la pradera, con sus pastos reservados para los pesados boskos, se había salvado de las llamas.
También pude distinguir en la distancia cómo se alzaban, en un crepúsculo amenazador, las nubes de polvo provocadas por el avance de innumerables animales. Esta vez no se trataba de los que huían sino de las manadas de boskos que traían a los Pueblos del Carro.
Los Pueblos del Carro no cultivan sus alimentos ni tienen ninguna industria, según nuestro concepto de esa palabra. Son ganaderos y, según dicen, asesinos. No comen nada que haya estado en contacto con la tierra. Viven de carne y la leche de los boskos. Son uno de los pueblos más orgullosos de Gor, y a sus ojos los pobladores de las ciudades no son más que gusanos escondidos en sus agujeros, cobardes que deben correr a refugiarse tras las murallas, seres miserables a quienes atemoriza vivir bajo el cielo inmenso, que no se atreven a disputarles las amplias llanuras del planeta siempre azotadas por el viento.
El bosko, sin el que los Pueblos del Carro no podían vivir, es un animal parecido al buey, enorme, que avanza arrastrándose. Su pelo es muy abundante, y tiene el cuello grueso y curvado. De gran cabeza y ojos pequeños y rojos, su humor es tan imprevisible como el de los eslines. Sus terribles cuernos, que en los ejemplares más grandes alcanzan la longitud de dos espadas, surgen de sus cabezas para curvarse enseguida hacia delante y terminar en afiladas puntas.
El bosko no sólo procura comida y bebida a estos hombres con su carne y su leche, sino que de él también se aprovecha el pellejo para cubrir los carros abovedados en que habitan: la piel de este animal, debidamente curtida y cosida, cubre sus cuerpos; el cuero del lomo se utiliza para fabricar escudos; los tendones, para hacer hilo; los cuernos y huesos son la materia prima para la producción de las más variadas herramientas, desde leznas y cucharas hasta jarras y armas; las pezuñas se utilizan para confeccionar cola, y la grasa para proteger sus cuerpos del frío, incluso aprovechan los excrementos de este animal, pues una vez secos pueden usarlos como combustible en estas llanuras sin árboles. Se dice que el bosko es la Madre de los Pueblos del Carro, y ellos lo reverencian como si así fuese. Al individuo que se atreve a matar a un ejemplar le estrangulan con correas o le asfixian con el pellejo del animal que ha sacrificado. Si por cualquier razón resulta que un hombre mata a una hembra preñada se le ata a una estaca vivo, en el camino de la manada, y los Pueblos del Carro pasan por encima de él en su avance.
Ahora parecía que el número de hombres y animales que huían por la llanura había disminuido. Solamente el viento continuaba soplando, y el fuego seguía alzándose en la distancia, como las nubes de polvo, cada vez mayores, que enturbiaban el cielo. Después empecé a notar, a través de las suelas de mis sandalias, el temblor del suelo. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca, y que el vello de mis antebrazos se endurecía. Incluso la tierra se agitaba bajo las manadas de boskos de los Pueblos del Carro.
Se aproximaban.
Su avanzadilla pronto estaría a la vista.
Me colgué sobre el hombro izquierdo el casco y la espada corta enfundada. En mi brazo izquierdo llevaba el escudo, y en mi mano derecha sujetaba la lanza goreana de combate.