13 - EL ATAQUE

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A la mañana siguiente comprobé, alarmado, que Elizabeth Cardwell no había vuelto.
Kamchak estaba fuera de sí, furioso. Aphris de Turia, que conocía las costumbres de Gor y el carácter de los tuchuks, estaba aterrorizada y no abría la boca.
—No sueltes a los eslines cazadores —le pedí a Kamchak.
—Es posible que haya pasado la noche escondida entre los carros —dijo Kamchak.
—Así ha debido ser —dije yo—. Elizabeth conoce los peligros de los eslines.
Efectivamente, esos animales habrían destrozado a la chica si la hubiesen encontrado en la llanura iluminada por las tres lunas de Gor.
—No andará muy lejos —dijo.
Subió a la silla de su kaiila. A cada lado de la montura había un eslín cazador. Sus cadenas estaban sujetas al pomo de la silla.
—¿Qué le harás cuando la encuentres? —pregunté.
Le cortaré los pies y la nariz y las orejas y le sacaré un ojo. Luego la dejaré vivir como pueda entre los carros.
Antes de que pudiera protestar para hacer cambiar de opinión al furioso tuchuk, los eslines cazadores parecieron enloquecer repentinamente y se levantaron sobre las patas traseras dando zarpazos al aire y estirando de las cadenas. La kaiila hacía todo lo que podía para mantenerse inmóvil y a causa de los estirones a duras penas lo conseguía.
—¡Ha! —gritó Kamchak.
Divisé a lo lejos a Elizabeth, que se aproximaba al carro con dos cubos de cuero llenos de agua atados a un yugo de madera que transportaba sobre los hombros. Mientras caminaba iba perdiendo algunas gotas.
Aphris gritó de alegría y corrió hacia Elizabeth. Me sorprendió, sobre todo, ver cómo la besaba y la ayudaba a llevar el agua.
—¿Dónde has estado? —preguntó Kamchak.
Elizabeth levantó con inocencia la cabeza y le miró a los ojos:
—He ido a por agua.
Los eslines intentaban alcanzarla, y ella había retrocedido hasta tener la espalda contra el carro mirándolo con desconfianza.
—¡Estas bestias parecen muy feroces! —comentó.
Kamchak echó atrás la cabeza y rió a grandes carcajadas. Elizabeth ni siquiera me dirigía una mirada.
Al cabo de un rato, Kamchak pareció controlar sus risas y le dijo a Elizabeth:
—Entra en el carro, y tráeme los brazaletes y el látigo. Luego ve a la rueda.
Elizabeth le miró, pero no parecía nada asustada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque te has tomado demasiado tiempo para ir a buscar agua —dijo Kamchak a la vez que desmontaba.
Elizabeth y Aphris desaparecieron en el interior del carro.
—Por lo menos ha sido lo suficientemente astuta para volver —dijo Kamchak.
Yo estaba de acuerdo con esta observación, pero prefería no dar muestras de ello.
—Pero parece que lo del agua es cierto —dije.
—Te gusta esa muchacha, ¿verdad?.
—Me da lástima, eso es todo.
—¿Te lo pasaste bien con ella ayer noche?
—Corrió al exterior del recinto, y no volví a verla más.
—Si me lo hubieses dicho antes habría soltado a los eslines por la noche.
—Entonces se puede decir que Elizabeth ha tenido la suerte de que no te enterases ayer noche.
—Eso es cierto —dijo Kamchak sonriendo—. ¿Por qué no hiciste uso de ella?
No es más que una niña.
—Es una mujer, y una mujer con sangre en las venas.
Me encogí de hombros.
Elizabeth ya había vuelto, y traía en sus manos el látigo y las esposas, que entregó a Kamchak. Acto seguido se dirigió a la rueda trasera izquierda del carro, y allí esperó a que Kamchak le encadenara las muñecas en lo alto del borde y alrededor de uno de los radios, mientras ella permanecía de cara a la rueda.
Nadie escapa de los carros —dijo el guerrero.
—Lo sé —dijo Elizabeth con la cabeza erguida.
Me has mentido, me has mentido al decir que habías ido a por agua.
—Estaba asustada.
—¿Sabes quién teme a la verdad?
—No —respondió Elizabeth.
—Una esclava.
Kamchak le desgarró la piel de larl, y deduje que la chica no podría vestir de aquella manera nunca más.
Elizabeth se mantuvo muy digna, con los ojos cerrados y la mejilla derecha apretada contra el borde de cuero de la rueda. Las lágrimas brotaban abundantemente entre sus párpados apretados, pero en todo momento contuvo los gritos.
No había surgido ni un sonido de su boca cuando Kamchak, satisfecho, la soltó de la rueda. De todos modos, el guerrero mantuvo unidas por las esposas las muñecas de la chica. Elizabeth, con las manos por delante, se quedó cabizbaja y temblorosa. El guerrero agarró la cadena que unía las esposas y le levantó las manos por encima de la cabeza, de manera que Elizabeth quedó con las rodillas ligeramente flexionadas y la cabeza gacha.
—¿Sigues pensando que sólo es una niña? —me preguntó Kamchak.
No respondí.
—Eres un estúpido, Tarl Cabot.
Tampoco respondí.
Kamchak mantenía el látigo enrollado en su mano derecha.
—¡Esclava! —dijo Kamchak.
Elizabeth le miró.
—¿Quieres servir a los hombres?
Lloraba, y negó con la cabeza varias veces, para después volver a dejarla caer.
—Observa —dijo Kamchak dirigiéndose a mí.
Entonces, antes de que yo pudiera entender sus propósitos, sometió a Elizabeth a lo que entre los amos de esclavos se conoce como “La Caricia del Látigo”. Para realizarla, se considera lo ideal coger a la chica desprevenida, y Kamchak lo consiguió. De pronto, Elizabeth gritó y echó a un lado la cabeza. Yo contemplaba, sorprendido, la súbita e incontrolable respuesta de sus sentidos a ese contacto. La Caricia del Látigo es un recurso utilizado por los amos de esclavas para forzarlas a traicionarse a sí mismas.
—Es una mujer —dijo Kamchak—. Supongo que habrás visto cómo se manifestaba su sangre secreta, ¿no? Sí, está preparada, está ávida, es una recompensa para el acero del amo. Tú lo has visto: es una hembra. Es una esclava.
—¡No! —gritó Elizabeth Cardwell—. ¡No!
Pero Kamchak, sujetándola siempre por los brazaletes, la arrastró a una jaula de eslín vacía que se hallaba cerca, sobre una carretilla. Allí la metió, sin quitarle las esposas y después cerró la puerta con un candado.
Elizabeth no podía ponerse de pie en esa jaula tan baja y estrecha, de manera que tuvo que arrodillarse, y puso sus manos esposadas en los barrotes.
—¡No es cierto! —gritó.
—¡Esclava! ¡Esclava! —le dijo Kamchak riéndose.
Elizabeth se ocultó la cara con las manos y empezó a sollozar. Sabía tan bien como nosotros que se había descubierto, que su sangre había surgido en su interior, incontrolada, y ahora su memoria debía burlarse de la histeria de su rechazo. Sí, Elizabeth nos había mostrado, y se había mostrado a sí misma, quizás por primera vez, el indiscutible esplendor de su belleza, y el verdadero significado de ésta.
Su respuesta había sido la de una auténtica mujer.
—¡No es cierto! —murmuraba una y otra vez, sollozando como no lo había hecho durante el castigo del látigo—. ¡No es cierto!
—Esta noche —dijo Kamchak mirándome— llamaré al Maestro del Hierro.
—¡No lo hagas! —dije.
—Sí, lo haré.
—Pero, ¿por qué?
—Porque —me respondió sonriendo con frialdad— ha tardado demasiado en ir por agua.
No dije nada. Kamchak, para ser un tuchuk, no era demasiado severo. El castigo para las esclavas que han intentado huir es a menudo penosísimo, y a veces culmina con la muerte de la castigada. Con Elizabeth no iba a hacer más de lo que normalmente se hacía con las esclavas entre los carros, incluso con aquellas que nunca habrían osado contestar a su amo o desobedecerle. Se podía decir que Elizabeth era afortunada a su manera. Kamchak habría podido decir que le estaba permitido vivir. No creía que ella volviese a intentar huir nunca más.
Vi que Aphris se dirigía a escondidas a la jaula para llevar un tazón de agua a Elizabeth. La turiana lloraba.
Si Kamchak la hubiese visto, no le habría dicho nada.
—Ven conmigo —me dijo el guerrero—. Cerca del carro de Yachi, del Clan de los Trabajadores del Cuero, hay una kaiila nueva que me gustaría ver.
Realmente, aquél era un día muy ocupado para Kamchak.
No compró la kaiila que se encontraba cerca del carro de Yachi, aunque en apariencia era un excelente animal. En un momento dado, Kamchak tomó un grueso pedazo de piel y con él se envolvió el brazo izquierdo. Seguidamente golpeó con la mano derecha el morro del animal, el cual no respondió con la rapidez deseada por Kamchak a su agresión: solamente consiguió hacer unos rasguños en la protección de Kamchak antes de que éste retrocediera de un salto y quedase fuera del alcance la kaiila que intentaba morderle tirando de la cadena que la aprisionaba.
—Un animal tan lento —dijo Kamchak— puede costarle la vida a un hombre en un combate.
Supuse que tenía razón. La kaiila y su jinete luchan en combate como si se tratara de un solo animal salvaje, provisto de lanza. Después de probar esa kaiila, Kamchak se dirigió a un carro en el que discutió con el amo de un semental sobre el cruce de una de sus boskos hembras a cambio de un favor semejante por su parte. El asunto se saldó satisfactoriamente para ambos. En otro de los carros regateó el precio de un juego de quivas forjadas en Ar y después de quedar de acuerdo en el precio se convino que se las entregarían, junto a una nueva silla de montar, al día siguiente. Después comimos carne de bosko seca con Paga, tras lo cual el guerrero se reunió con Kutaituchik en el carro del Ubar, en donde ambos intercambiaron bromas sobre la necesidad de mantener afiladas las quivas, engrasadas las ruedas y saludables a los boskos. Después de dejar al somnoliento personaje se reunió con otros tuchuks de alto rango sobre la tarima. Como ya había sospechado, Kamchak era una persona bastante importante entre los de su pueblo. Después de entrevistarse con Kutaituchik y los demás, Kamchak se detuvo en el carro de un Maestro del Hierro y allí le citó para que acudiera esa misma noche al nuestro, lo cual me produjo indignación.
—No puedo dejarla encerrada en la jaula de los eslines toda la vida —dijo Kamchak—. Hay mucho que hacer alrededor de nuestro carro.
Pero mi enfado pasó cuando Kamchak tomó prestadas dos kaiilas de un guerrero tuchuk que ni siquiera me conocía y me propuso visitar el Valle del Presagio.
Después de sobrepasar una pequeña loma, nos encontramos con una zona rica en hierba, en la que se habían plantado numerosas tiendas, pero lo más sorprendente no eran éstas, sino los centenares de altares de piedra que se levantaban aquí y allá y que formaban un círculo de unos doscientos metros de diámetro. En el centro habían construido una amplia plataforma circular de piedra, sobre la cual se alzaba un inmenso altar cuadrilátero; a cada uno de sus lados se llegaba por medio de una escalera diferente. En uno de los lados estaba el signo de los tuchuks, y en los otros el de los kassars, el de los kataii y el de los paravaci. Todavía no le había dicho nada a mi amigo sobre el asunto de la quiva paravaci que la noche anterior había estado a punto de matarme, pues bastante problema habíamos tenido ya con la desaparición de Elizabeth Cardwell, y por la tarde las citas de Kamchak nos habían impedido hablar con tranquilidad. Resolví que le hablaría del tema en otra ocasión, pero no esa tarde, pues estaba convencido de que aquélla no iba a ser una buena tarde para nadie en nuestro carro, excepto para el guerrero, que parecía muy satisfecho con los acuerdos a los que había llegado.
En la parte exterior del círculo de altares había una gran cantidad de animales sujetos por correas, y entre ellos pululaban varios arúspices. Suponía que a cada altar le debía corresponder uno de esos adivinos. En cuanto a los animales, había entre ellos ejemplares de verros, algunos tarks domésticos con los colmillos cubiertos, vulos enjaulados, algunos eslines, e incluso algún bosko. Cerca de los arúspices de los paravaci vi algunos esclavos maniatados, pero no creía que fueran a permitir su sacrificio, pues sabía que tanto los tuchuks como los kassars o los kataii desaprobaban el sacrificio de esclavos, pues afortunadamente para éstos, desconfiaban de sus poderes de predicción. Después de todo, como me había dicho Kamchak, ¿quién podía confiar en el hígado de un esclavo turiano, quién en su corazón, cuando se trataba nada menos que de la elección del Ubar San? Ese razonamiento me pareció absolutamente brillante, y naturalmente supongo que los esclavos debían coincidir con tan buena lógica. Por otra parte, los animales sacrificados se emplean luego como comida, con lo cual la Toma del Presagio, lejos de constituir una matanza inútil de animales, es en realidad una celebración festiva para los Pueblos del Carro, y más cuando no hay ningún Ubar San que elegir, como venía sucediendo desde hacía más de cien años.
De momento todavía no había empezado la Toma del Presagio, y los arúspices no se habían inclinado sobre sus altares. Encima de cada uno de estos últimos se quemaba un pequeño fuego de estiércol de bosko al que se le había echado una varilla de incienso.
Kamchak y yo desmontamos, y desde el exterior del círculo junto con la multitud, contemplamos cómo los cuatro principales arúspices de los Pueblos del Carro se acercaban al altar del centro del campo. Entre ellos, otros cuatro adivinos, cada uno perteneciente a un pueblo diferente, llevaban una amplia caja de madera hecha de varas unidas entre sí, que contenía unos doce vulos blancos domesticados, semejantes a las palomas. Colocaron esa jaula en el altar, y me di cuenta entonces de que cada uno de los principales arúspices llevaba sobre el hombro un saco de lino blanco, parecido a las bolsas para las semillas hechas de reps que llevan los campesinos.
—Éste es el primer presagio —dijo Kamchak—, el que señala si los presagios son favorables a la toma de presagios.
Después de entonar un sentido ruego al cielo, que en ese momento estaba muy despejado, los cuatro arúspices principales echaron un puñado de algo (supongo que se trataría de grano) en el interior de la jaula de aquellas palomas goreanas.
Incluso desde el lugar en el que nos encontrábamos podía verse que los vulos consumían con avidez y frenesí el alimento recibido.
En ese momento los cuatro arúspices se volvieron a sus subalternos, y por tanto a todo el público que les contemplaba con gran expectación, y gritaron:
—¡Es favorable!
De la multitud se alzó un grito de alegría.
—Esta parte de la Toma del Presagio siempre resulta bien —me informó Kamchak.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé. Quizás sea porque no alimentan a los vulos durante los tres días anteriores a la Toma del Presagio.
—Sí, quizás sea ésa la razón —admití.
—Me gustaría echar un trago —dijo Kamchak.
—Sí, a mí también me gustaría.
—¿Quién lo comprará?
No quería responder a su pregunta.
—Podemos apostar, si lo deseas —sugirió.
—De acuerdo, de acuerdo, lo compraré.
En ese momento, los arúspices de los cuatro pueblos se dirigían ya con sus animales hacía los altares. La ceremonia de la Toma del Presagio se prolonga durante varios días, en cuyo transcurso se sacrifican centenares de animales. La cuenta se lleva detalladamente, día a día. Mientras Kamchak y yo partíamos, oí gritar a un adivino; según decía, había encontrado un hígado favorable. Inmediatamente, otro de un altar vecino corrió junto a él, y ambos se pusieron a discutir. Deduje que eso de leer los signos de las vísceras debía ser un trabajo muy delicado, que requería interpretaciones sofisticadas, así como delicadeza y sentido común. Estábamos ya cerca de nuestras kaiilas cuando oímos que dos arúspices más gritaban porque habían encontrado hígados claramente desfavorables. Los escribanos, con sus rollos de pergamino, circulaban por entre los altares, y supongo que apuntaban los nombres de los adivinos, el pueblo al que pertenecían y las predicciones que habían obtenido. Los cuatro arúspices principales permanecían en el enorme altar central y hacia él se dirigían lentamente unos hombres con un bosko blanco.
Cuando Kamchak y yo llegamos al carro de esclavos para comprar nuestra botella de Paga estaba oscureciendo.
Por el camino pasamos al lado de una chica de Cos, a la que habían capturado a centenares de pasangs en un ataque a una caravana que se dirigía a Ar. Estaba atada en el centro de una rueda de carro tendida en el suelo. La habían despojado de toda vestimenta, y pudimos ver sobre su muslo la marca reciente de los cuatro cuernos de bosko hecha con el hierro al rojo vivo. Sollozaba, y a su lado el Maestro del Hierro preparaba el collar turiano. De entre sus herramientas sacó una anilla fina y dorada todavía abierta, una lezna caliente y unas tenazas. Giré la cabeza. Inmediatamente oí el grito desgarrador de la muchacha.
—¿Acaso los korobanos no marcan y ponen el collar a sus esclavas? —preguntó Kamchak.
—Sí —tuve que admitir—, así lo hacen.
No podía apartar de mi mente la imagen de la muchacha de Cos sollozando, sujeta a la rueda. La misma suerte iba a correr esa noche Elizabeth Cardwell. Bebí un buen trago de Paga, y decidí que iba a protegerla como me fuese posible de la crueldad que conllevaba la decisión de Kamchak.
—No estás demasiado locuaz —observó Kamchak tomando la botella que le ofrecía.
—¿Estás seguro de que debes llamar al Maestro del Hierro para que acuda a tu carro? —pregunté.
—Sí —contestó Kamchak mirándome fijamente.
Miré a las tablas de madera pulida que formaban el suelo del carro.
—¿No te inspira ningún sentimiento tu pequeña salvaje?
A Kamchak le resultaba imposible pronunciar su nombre. Para él era algo extraordinariamente largo y complicado. “E-liz-a-beth-card-vella”, habría dicho, añadiendo esa “a” porque es una terminación muy común en Gor cuando se trata de nombres femeninos. Como la mayoría de los nativos goreanos parlantes, no podía articular el sonido “w”, que en su idioma no existe o, mejor dicho, solamente se emplea en palabras que obviamente proceden de otras lenguas. Lo cierto es que el sonido “w”, como otros sonidos, es complejo, y que para aprender a pronunciarlo lo mejor es ser un niño, pues la flexibilidad lingüística de la infancia es excepcional, y en esa época se aprenden las lenguas y se adquiere eso que llaman “la fluidez del nativo”. Esa capacidad de aprendizaje es algo que muchos pierden incluso antes de alcanzar la mayoría de edad. Lo que sí podía pronunciar Kamchak era “vella”, pues así le había indicado que se pronunciaban las dos últimas sílabas del apellido de Elizabeth, y el caso era que a menudo se refería a ella de esta manera. Pero lo más habitual era que la llamáramos “la pequeña salvaje”. Pronto había renunciado yo a hablar con ella en inglés, pues pensaba que lo que realmente le convenía era aprender a hablar, pensar y oír en goreano lo más rápidamente posible. En aquellos días utilizaba el goreano bastante bien, aunque no podía, naturalmente, leerlo. Era una analfabeta.
Kamchak me miraba. Luego se echó a reír y me dio una palmada en el hombro.
—Pero, ¡si solamente es una esclava!
—¿Y no te inspira ningún sentimiento?
Se echó hacia atrás, y su expresión se tornó seria por un momento.
—Sí —dijo—, la verdad es que aprecio a la pequeña salvaje.
—Y entonces, ¿por qué has de hacerlo?
—¡Se ha escapado!
Eso era obvio, y no se lo negué.
—¡Tengo que darle una lección!
Tampoco a eso dije nada.
—Por otro lado —añadió—, en el carro ya somos demasiados, y tiene que estar lista para la venta.
Volví a tomar la botella de Paga y eché otro trago.
—¿Quieres comprarla? —preguntó.
En aquel momento pensé en Kutaituchik y en la esfera dorada. La Toma del Presagio había empezado, y tenía que intentar robar la esfera para devolverla a las Sardar, ya fuese esa noche o cualquier otra de las siguientes. Estaba a punto de decir “no” cuando recordé a aquella chica de Cos, atada a la rueda, desesperada. Pensé en si podría pagar la suma que Kamchak pediría. Miré hacia arriba.
De pronto, Kamchak levantó la mano, indicando que me mantuviera en silencio, y escuchó con atención.
Los demás tuchuks del carro hicieron lo mismo. No se movía ni una mosca.
Al fin, también yo oí la llamada de un cuerno de bosko en la distancia, y después otra.
Kamchak se incorporó inmediatamente y gritó:
—¡Están atacando el campamento!

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