11 - LA GUERRA DEL AMOR

Kamchak miró a Aphris de Turia.
—¿Qué hace una esclava disfrazada con las ropas de una mujer libre? —preguntó.
—Por favor, tuchuk, no lo hagas —le rogó Aphris de Turia—. ¡No, por favor!
Pero en un momento, el cuerpo de Aphris de Turia, prisionero en la estaca, se descubrió ante los ojos de su dueño.
Aphris echó atrás la cabeza y gimió. Sus muñecas seguían atadas a las anillas de retención.
Como ya sospechaba, no se había dignado ponerse el humillante camisk bajo sus ropas blancas y doradas.
La muchacha kassar, que había estado atada frente a ella, en la estaca contraria, había sido liberada por un juez, y corrió hacia el lugar en el que Aphris seguía confinada.
—¡Bien hecho, tuchuk! —dijo la chica saludando a Kamchak.
Kamchak se encogió de hombros.
Después, con vehemencia, la chica escupió en la cara de Aphris.
—¡Esclava! —le dijo—. ¡Eres una esclava!
Tras lo cual se volvió y corrió en busca de algún guerrero de los kassars.
Kamchak se echó a reír ruidosamente.
—¡Castígala! —pidió Aphris de Turia.
Sin pensárselo dos veces, Kamchak le dio una bofetada. La cabeza de la turiana giró hacia un lado, y en la comisura de sus labios brotó un hilillo de sangre. La muchacha miró al guerrero con un miedo repentino. Debía ser la primera vez que alguien la pegaba en toda su vida. Kamchak no la había golpeado demasiado fuerte, pero sí lo suficiente como para darle una lección.
—Tendrás que aprender a soportar los abusos de cualquier persona libre que pertenezca a los Pueblos del Carro.
—Por lo que veo —dijo una voz—, sabes cómo tratar a los esclavos.
Me volví para ver allí a Saphrar, de la Casta de los Mercaderes, a unos cuantos metros. Sus esclavos sostenían el palanquín abierto, enjoyado y cubierto de cojines que habían transportado hasta aquella arena ensangrentada.
Aphris pareció ruborizarse de la cabeza a los pies, como cubriendo su cuerpo con la encarnada y translúcida capa de su vergüenza.
La cara redonda y rosada de Saphrar irradiaba alegría, y eso me extrañó, porque me habría inclinado a pensar que aquella era para él una jornada trágica. Los labios rojos y finos se abrían en un círculo que expresaba benigna satisfacción. Incluso podía percibir las puntas de sus colmillos de oro.
De pronto, Aphris empezó a tirar de las anillas que la retenían, intentando correr hacia su tutor, sin preocuparse ya por los tesoros de su belleza que habían quedado al descubierto hasta para los esclavos que transportaban el palanquín. Naturalmente, para ellos Aphris de Turia ya no era superior, sino igual, pese a que ella quizás nunca tuviera que sujetar las barras de los palanquines, ni cargar con cajas, ni cavar la tierra, pues las esclavas llevaban a cabo tareas más agradables, y sin duda menos pesadas que los hombres que debían someterse a un amo.
—¡Saphrar! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Saphrar!
Saphrar miró a la muchacha. De un estuche de seda que tenía frente a sí en el palanquín extrajo una pequeña lente que imitaba la forma de una flor, rodeada por pétalos de cristal y montada en un tallo de plata, del que colgaban hojas también de plata. Con ayuda de este instrumento examinó a Aphris mas de cerca.
—¡Aphris! —gritó, como horrorizado, aunque sin borrar la sonrisa.
—¡Saphrar! —lloraba Aphris—. ¡Libérame!
—¡Qué desgracia! —se lamentó Saphrar.
Kamchak me rodeó los hombros con el brazo y me susurró:
—Aphris de Turia va a llevarse una sorpresa.
—Soy la mujer más rica de Turia —dijo la nueva esclava volviéndose hacia Kamchak—. Ahora, ¡ponme un precio!
—¿Tú que crees? —me preguntó Kamchak—. ¿Serán bastante cinco piezas de oro, o piensas que es demasiado?
Yo estaba sorprendido.
Aphris estuvo a punto de quedarse sin respiración.
—¡Eslín! —susurraba—. ¡Eslín!
Después se volvió hacia Saphrar y dijo:
—¡Cómprame! ¡Utiliza todos mis recursos, si es necesario, pero cómprame!
—¡Aphris, Aphris! ¿Acaso no comprendes que mi obligación es defender tu fortuna? —preguntó Saphrar con voz inocente—. ¿Qué pretendes? ¿Que malgaste tus propiedades y riquezas en una esclava? No, eso sería una decisión absurda e irresponsable por mi parte, no puedo permitírmelo.
Ahora, Aphris le miraba con gran perplejidad.
—Es cierto, eras la mujer más rica de Turia —seguía diciendo Saphrar—, pero eso se ha acabado. No eres tú quien administra tus riquezas, sino yo, y así ha de ser hasta que alcances la mayoría de edad, lo cual, si no me equivoco, no ocurrirá hasta dentro de unos días.
—¡Pero yo no quiero ser una esclava! ¡Nunca! ¡Ni un solo día!
—Me parece comprender —dijo Saphrar levantando los ojos y fijándolos en Aphris— que tu deseo es transferir toda tu fortuna a un tuchuk antes de alcanzar la mayoría de edad. ¡Y eso solamente para obtener tu libertad!
—¡Claro que sí! —dijo ella sollozando.
—Entonces, me alegro muchísimo de que la ley proscriba una transacción de este tipo.
—No te entiendo, Saphrar.
Kamchak me apretó el hombro y se frotó la nariz.
—Estoy seguro de que sabrás —prosiguió Saphrar— que un esclavo no puede poseer propiedades, de la misma manera que no pueden las kaiilas, los tharlariones o los eslines.
—¡Pero yo soy la mujer más rica de Turia! —gritó Aphris.
Saphrar se reclinó un poco más en sus cojines. Su cara redonda y sonrosada brillaba. Apretó los labios, sonrió, adelantó la cabeza y dijo rápidamente:
—¡Eres una esclava!
Y después se echó a reír.
Aphris de Turia cerró los ojos, apoyó la cabeza en la estaca y gritó.
—Ni siquiera tienes un nombre —susurró el mercader.
Eso también era cierto. Seguramente, Kamchak continuaría llamándola Aphris, pero ese nombre pasaba a ser propiedad del tuchuk, ya no era de la muchacha. Un esclavo, que según la ley goreana no es una persona, no tiene derecho a poseer su propio nombre, lo mismo que un animal. Y es que por desgracia según esta ley, los esclavos son animales que están a disposición de sus amos completa e incondicionalmente, y éstos pueden hacer con ellos lo que se les antoje.
—Creo —rugió Kamchak—, que la llamaré Aphris de Turia.
—¡Libérame, Saphrar! —gritó la muchacha patéticamente—. ¡Libérame!
Saphrar se rió.
—¡Eslín! —empezó a gritarle Aphris—. ¡Eslín repugnante! ¡Eso es lo que eres!
—¡Ándate con cuidado! —advirtió Saphrar—. Me parece que ésta no es la manera de hablarle al hombre más rico de Turia.
Aphris sollozaba y tiraba de las anillas.
—Supongo que comprenderás —dijo el mercader— que en el mismo momento en que te has convertido en esclava, todas tus propiedades y riquezas, todas tus ropas y joyas, todas tus inversiones, todas tus tierras, han pasado a mis manos.
Aphris lloraba desconsoladamente, todavía prisionera de la estaca. Luego levantó la cabeza para mirar a su antiguo tutor. Sus ojos llorosos brillaban.
—¡Te lo ruego, noble Saphrar! —sollozó—. ¡Te lo suplico, te suplico que me liberes! ¡Por favor! ¡Por favor!
Saphrar la miraba, sonriente. Se volvió a Kamchak y preguntó:
—¿Cuánto has dicho que valía, tuchuk?
—¡Oh, ya he bajado el precio! —dijo Kamchak—. Ahora por un disco de cobre es tuya.
—El precio es demasiado alto —dijo Saphrar sonriente. Aphris lanzó un gemido de desesperación.
Saphrar volvió a mirarla a través del pequeño lente que había utilizado antes y la examinó detenidamente. Acto seguido, se encogió de hombros e hizo un gesto a sus esclavos para que diesen media vuelta.
—¡Saphrar! —gritó la chica por última vez.
—Yo no hablo a los esclavos —dijo el mercader mientras su palanquín empezaba a moverse en dirección a las murallas de la distante ciudad de Turia.
Aphris miraba cómo se alejaba, casi sin sentido, los ojos enrojecidos, las mejillas empapadas de lágrimas.
—No importa —dijo Kamchak para consolarla—. Aunque Saphrar se hubiese comportado como un hombre justo y noble, yo no te habría liberado.
La muchacha se volvió para contemplarlo, sorprendida.
—No —dijo Kamchak recogiéndole el pelo y sacudiéndole suavemente la cabeza—, no te habría liberado ni por todo el oro de Turia.
—Pero, ¿por qué? —susurró ella.
—¿Recuerdas aquella noche, ahora hace dos años, en que despreciaste mi regalo y me llamaste eslín?
La muchacha asintió. Su expresión era de terror.
—Esa noche juré que te convertiría en mi esclava.
Aphris bajó la cabeza.
—Por esta razón te digo que no te habría vendido ni por todo el oro de Turia.
La muchacha le miró, con ojos llorosos.
—Sí, querida Aphris, esa noche decidí que te quería para mí, que tenías que convertirte en mi esclava.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Aphris de Turia. Luego, bajó la cabeza.
Las carcajadas de Kamchak de los tuchuks resonaron por toda la llanura.
Había esperado mucho tiempo para poder reír así, para poder contemplar a su bella enemiga en esa situación: vencida, encadenada y humillada, convertida en una esclava.
Poco después, Kamchak alcanzaba la llave que colgaba encima de la cabeza de Aphris de Turia y abría las anillas de sujeción. Cuando hubo hecho esto, condujo a la chica, que no ofrecía ninguna resistencia, al lado de su kaiila.
Allí, junto a las patas del animal, la hizo arrodillarse.
—Tu nombre es Aphris de Turia —le dijo, otorgándole ese nombre.
—Mi nombre es Aphris de Turia —repitió ella, aceptando ese nombre de las manos del guerrero.
—Sométete —ordenó Kamchak.
Temblorosa, Aphris se arrodilló, bajó la cabeza y extendió los brazos con las muñecas cruzadas. Kamchak las anudó con una correa resistente.
Aphris levantó la cabeza y preguntó débilmente:
—¿Me atarás ahora sobre tu silla?
—No —respondió Kamchak—, no tenemos ninguna prisa.
—No comprendo.
En aquel momento, Kamchak estaba atando una correa alrededor de su cuello, cuyo extremo opuesto sujetó después en la silla de su kaiila.
—Correrás a mi lado —le dijo a la chica.
Aphris le miró, atónita. No podía creer lo que había oído.
Elizabeth Cardwell, desatada, ya se había colocado en el otro lado de la kaiila de Kamchak, junto al estribo derecho. Después, Kamchak, sus dos mujeres y yo, abandonamos las llanuras de las Mil Estacas y emprendimos el camino de regreso al campamento de los tuchuks.
A nuestras espaldas podíamos oír aún el estruendo de los combates, y los gritos de la multitud.

Unas dos horas más tarde llegamos a los carros de los tuchuks, y empezamos a avanzar abriéndonos paso entre los niños y los cazos humeantes. A nuestro lado corrían las esclavas del campamento, que se burlaban del premio que Kamchak arrastraba atado al lado izquierdo de su montura. Las mujeres libres, levantando la vista de sus ollas y cazos, miraban con envidia a la nueva mujer turiana que llegaba al campamento.
—¡Estaba en la primera estaca! —gritó Kamchak a las esclavas, que no dejaban de reír—. ¿Tú qué estaca ocupaste?
De pronto, hizo girar a su kaiila, como si fuese a lanzarse contra ellas, y las chicas empezaron a correr riendo y gritando.
Pero enseguida, como una bandada de pájaros, volvieron a agruparse para seguirnos.
—¡Primera estaca! —le gritó a un guerrero señalando con el pulgar a Aphris, que se tambaleaba y jadeaba mientras corría.
El guerrero se rió, y Kamchak no fue menos:
—¡Es cierto! —repetía una y otra vez entre carcajadas y palmadas en la silla—. ¡Es cierto!
Era realmente difícil pensar que aquella muchacha en tan lamentable estado que corría junto a la kaiila de Kamchak podía haber ocupado la primera estaca. Apenas podía mantenerse en pie, y jadeaba. Tenía el cuerpo brillante por el sudor, las piernas negras por el polvo que se les había adherido, el pelo enredado y sucio, los pies ensangrentados, lo mismo que los tobillos, y las pantorrillas repletas de los rasguños rojos de los reneles. Cuando Kamchak llegó a su carro, la pobre chica, temblorosa, buscando más aire para sus pulmones, cayó exhausta sobre la hierba; todo el cuerpo le temblaba después del terrible sufrimiento que para ella había significado aquella carrera. Era de suponer que lo más fastidioso que Aphris de Turia había hecho hasta ese momento debía haber sido entrar y salir de sus baños perfumados. Por otro lado, me alegré al comprobar que Elizabeth Cardwell corría bien, que respiraba acompasadamente y apenas exteriorizaba signos de fatiga. En el tiempo que llevaba entre los carros se había acostumbrado a esta forma de ejercicio, y eso era muy digno de admiración. Aparentemente, la vida al aire libre y el ejercicio le habían resultado beneficiosos. Tenía muy buen aspecto, parecía saludable y optimista. ¿Cuántas chicas de su oficio de Nueva York habrían podido cabalgar como ella al lado del estribo de un guerrero tuchuk?
Kamchak bajó de la silla de su kaiila dando un resoplido.
—¡Arriba, arriba! —gritó alegremente levantando a la exhausta Aphris para obligarla a arrodillarse—. ¡Hay mucho trabajo que hacer, muchacha!
Aphris le miró, aturdida. Todavía llevaba la correa sujeta al cuello, y las muñecas atadas.
—Hay que limpiar a los boskos —le dijo Kamchak—, y hay que sacarles brillo en los cuernos y en los cascos. También tienes que ir a buscar forraje, y recoger el estiércol. Luego podrás limpiar el carro y engrasar las ruedas, y traer agua del riachuelo que corre unos cuantos pasangs más allá, y cortar la carne que hay que cocinar para la cena. ¡Venga, venga! ¡Date prisa, perezosa!
Una vez dicho esto Kamchak se echó hacia atrás y se rió de su broma tuchuk, dándose palmadas en los muslos.
Elizabeth Cardwell desató la correa del cuello de Aphris y también la de las muñecas.
—Ven conmigo —dijo dulcemente—. Te enseñaré lo que hay que hacer.
Aphris se levantó, vacilante, todavía aturdida. Volvió los ojos hacia Elizabeth, en quien parecía reparar por primera vez.
—¡Ese acento! —dijo Aphris lentamente y mirándola como aterrorizada—. ¡Eres una extranjera!
—Como verás —dijo Kamchak—, se viste con una piel de larl, y no lleva collar, ni anillo de nariz, ni ha sido marcada con hierro candente… No como tú, que pronto lucirás todos estos atributos.
Aphris temblaba, y sus ojos reflejaban una actitud implorante.
—¿No sospechas, querida Aphris, por qué razón esta extranjera no lleva ni anillo, ni collar, ni va marcada, aun siendo una esclava?
—¿Por qué? —preguntó Aphris, asustada.
—Porque de esta manera en mi carro habrá siempre alguien superior a ti —respondió Kamchak.
Ya me había preguntado muchas veces por qué Kamchak no había tratado a Elizabeth de la misma manera que a las demás muchachas esclavizadas por los tuchuks.
—Porque así —continuó Kamchak— podrás desempeñar, entre otras muchas tareas, las propias de una esclava sierva de una mujer.
Eso hizo que Aphris reaccionara inmediatamente: se puso en pie, como espoleada por un rayo y gritó:
—¡No! ¡Yo, Aphris de Turia, no voy a hacerlo!
—Sí, lo harás —dijo Kamchak.
—¡Servir a una bárbara! ¡Nunca!
—¡Sí! —rugió Kamchak echando atrás la cabeza para reírse a carcajadas—. ¡Sí! ¡Aphris de Turia, en mi carro, será la sirviente esclava de una bárbara!
La turiana cerró los puños, rabiosa.
—¡Y haré que la noticia corra! —añadió—. ¡Haré que llegue a Turia!
Aphris de Turia temblaba de rabia ante él.
—Por favor —dijo Elizabeth—, ven conmigo.
Intentó tomarle el brazo para arrastrarla, pero Aphris huyó con arrogancia de su contacto. No deseaba sentir la mano de Elizabeth sobre su piel. Finalmente, con la cabeza muy alta, se dignó a acompañarla, y ambas empezaron a caminar.
—Si no trabaja bien —dijo Kamchak alegremente—, dale una buena paliza.
Aphris se volvió para mirarle con los puños cerrados.
—Mi querida Aphris, enseguida aprenderás quién es el verdadero amo aquí.
—¿Tan pobre es un tuchuk —preguntó Aphris— que ni siquiera puede vestir a una miserable esclava?
—En mi carro hay varios diamantes —dijo—. Puedes llevarlos, si quieres. Pero hasta que yo no lo diga, no podrás ponerte encima nada más.
Aphris, con la cabeza levantada, furiosa, se volvió y siguió a Elizabeth Cardwell. Juntas desaparecieron.
Los siguientes en abandonar el carro fuimos Kamchak y yo, y nos pusimos a vagabundear. De hecho, lo que hicimos fue acudir a uno de los carros de esclavos para comprar una botella de Paga que liquidamos entre paseo y paseo.
Al parecer, ese año los Pueblos del Carro lo habían hecho más que bien en las Llanuras de las Mil Estacas. Según las informaciones que recogimos, alrededor del setenta por ciento de las muchachas turianas habían salido como esclavas de la Guerra del Amor. Por lo que sabía, otros años la balanza se había inclinado hacia el otro lado, lo que hacía todavía más apasionante la competición. También oímos que Hereena había caído en manos de un oficial turiano que participaba en representación de la Casa de Saphrar. Después del combate, y a cambio de una suma, había cedido a la muchacha. Se daba por supuesto que iba a convertirse en otra de las bailarinas del mercader. “Un poco de perfume y sedas no le irán mal a esa chica” había dicho Kamchak. Se me hacía muy extraño pensar en ella, después de haberla visto tan arrogante e insolente a lomos de su kaiila, convertida ahora en una esclava perfumada y envuelta en seda para placer de los turianos. Era una lástima, en mi opinión, pero por lo menos había un hombre entre los carros que se alegraría: el joven Harold. Él, que todavía no tenía la Cicatriz del Coraje, a quien Hereena había escarnecido tanto, debía estar contento de que ella, tan despreciativa y de mal carácter, estuviese ahora cubierta de brazaletes, ajorcas y campanillas tras las altas y gruesas murallas de los jardines del placer turianos.
Kamchak había dado media vuelta para dirigirse de nuevo al carro de esclavos.
Decidimos apostar para ver quién iba a pagar la segunda botella.
—¿Qué te parece el vuelo de los pájaros? —preguntó Kamchak.
—De acuerdo —dije—, pero elijo primero yo.
—Muy bien.
Naturalmente, sabía que era primavera, y en ese hemisferio lo normal sería que la mayoría de las aves, si estaban en migración, fueran hacia el sur.
—Sur —dije.
—Norte —dijo Kamchak.
Esperamos alrededor de un minuto, y entonces pudimos ver algunas aves, unas gaviotas de río… que volaban hacia el norte.
—Son gaviotas del Vosk —dijo Kamchak—. En primavera, cuando el hielo del Vosk se derrite, vuelan hacia el norte.
No tuve más remedio que buscar en mi bolsillo algunas monedas para Paga.
—Las primeras migraciones hacia el sur de los milanos de la pradera —me explicó Kamchak— ya han pasado. En cuanto a las migraciones del hurlit de los bosques y del gim cornudo, no tienen lugar hasta pasada la primavera. En este tiempo solamente viajan las gaviotas del Vosk.
Mientras cantábamos canciones tuchuks nos las arreglamos para volver a nuestro carro.
Elizabeth había cocinado la carne, pero evidentemente la había tenido mucho rato al fuego.
—La carne está demasiado hecha —dijo Kamchak.
—Los dos están asquerosamente borrachos —dijo Aphris de Turia.
La miré y pensé que ambas eran unas bellas mujeres.
—No, lo que estamos es gloriosamente ebrios —dije yo para corregirla.
Kamchak inspeccionaba de cerca a las chicas inclinándose hacia delante. Bizqueaba un poco.
Yo pestañeé unas cuantas veces.
—¿Ocurre algo? —preguntó Elizabeth Cardwell.
Había notado que tenia un verdugón bastante ancho a un lado de su cara, que su pelo estaba revuelto y que en el lado izquierdo del rostro tenía cinco largos arañazos.
—No —respondí.
El aspecto de Aphris de Turia era más lamentable todavía. Era evidente que había perdido más de un mechón de cabello. En el brazo izquierdo tenía marcas de mordeduras y su ojo derecho estaba hinchado y empezaba a amoratarse.
—Sí, la carne está demasiado hecha —refunfuñó Kamchak.
Un amo no debe interesarse por las disputas entre sus esclavas, pues son algo que ha de quedar por debajo de su atención. Naturalmente, Kamchak no habría aprobado que una de las dos hubiese resultado mutilada, desfigurada o tuerta. Pero mientras las cosas no llegasen a este extremo, preocuparse estaba fuera de lugar.
—¿Están satisfechos los boskos? —preguntó Kamchak.
—Sí —respondió Elizabeth con firmeza.
—¿Están satisfechos los boskos? —volvió a preguntar Kamchak mirando a Aphris.
Ella levantó los ojos bruscamente, y vimos que estaban arrasados por las lágrimas. Dirigió una mirada furiosa a Elizabeth y respondió:
—Sí, están satisfechos.
—Bien, bien —dijo Kamchak. Apuntó entonces con el dedo al pedazo de carne y dijo—: Está demasiado hecha.
—Habéis llegado con horas de retraso —dijo Elizabeth.
—Sí, horas —insistió Aphris.
—La carne está demasiado hecha —repitió Kamchak.
—Bien, asaré un pedazo de carne fresca —dijo Elizabeth levantándose para hacerlo. Aphris no hizo más que sorberse la nariz.
Una vez que la carne estuvo lista, Kamchak comió a placer y se bebió una jarra de leche de bosko entera. Yo hice lo mismo, aunque de tanto Paga que había tragado la leche no me sentó demasiado bien.
Kamchak, tal y como hacía a menudo, estaba sentado sobre lo que parecía una piedra de color gris de ángulos rectos y esquinas redondeadas. La primera vez que había reparado en ese objeto se hallaba junto a otros muchos trastos en la esquina de nuestro carro. Habría que decir que entre esos muchos trastos había algunas cajas de joyas y varios baúles cargados con discotarns de oro. En cuanto a la piedra, había pensado que era eso: una piedra, y no le di más importancia hasta que un día Kamchak me dijo que le echara un vistazo y me la envió desde el otro lado de la estancia de una patada. Naturalmente, me sorprendió que no lo fuera. Parecía un objeto hecho con cuero, de superficie granulada y extraordinariamente ligero. Me recordó algo a esas piedras caídas, dispersas, que había visto alguna vez en ciertas áreas abandonadas del santuario de los Reyes Sacerdotes. Nadie habría distinguido el objeto de nuestro carro colocado entre esas piedras.
—¿Qué te parece? —me había preguntado Kamchak en aquella ocasión.
—Interesante.
—Sí, lo es —afirmó alargando las manos para que le devolviese el objeto—. Lo tengo desde hace algún tiempo. Me lo dieron dos viajeros.
—¡Ah! —dije yo.
Ahora, Kamchak acababa su pedazo de carne recién asada y su jarra de leche. Cuando así lo hubo hecho, se sacudió la cabeza y se frotó la nariz. Después miró a la señorita Cardwell y le dijo:
—Tenchika y Dina ya no están con nosotros. Puedes volver a dormir en el interior del carro.
Elizabeth le miró con agradecimiento. Deduje que dormir bajo el carro debía ser algo duro.
—Gracias —dijo.
—Creía que era tu amo —remarcó Aphris.
—Amo —añadió dirigiendo una mirada fulminante a Aphris, que sonreía.
Empezaba a entender por qué siempre hay problemas cuando en los carros va más de una chica. De todos modos, Dina y Tenchika no se habían peleado demasiado entre ellas, y eso quizás se debiese a que el corazón de Tenchika estaba en otra parte, concretamente en el carro de Albrecht de los kassars.
—¿Quiénes eran Tenchika y Dina? —preguntó Aphris de Turia.
—Esclavas, unas muchachas turianas —dijo Kamchak.
—Las vendieron —añadió Elizabeth.
—¡Ah! —dijo Aphris. Y volviéndose a Kamchak preguntó—: Supongo que no tendré la fortuna de que me vendas, ¿no es así?
—Pagarían bastante por ella —dijo Elizabeth con esperanza.
—Desde luego, más que por una esclava bárbara —dijo Aphris.
—No te preocupes, querida Aphris —repuso Kamchak—. Cuando haya acabado contigo la tarea que voy a emprender, te pondré a subasta en el carro público de esclavos.
—Estaré esperando con deleite ese día.
—Aunque por otro lado, quizás no sería mala idea echarte a las kaiilas.
Al oír lo que Kamchak decía, la turiana no pudo evitar echarse a temblar, y bajó la mirada.
—Dudo que sirvas para algo más que para alimentar a las kaiilas —dijo Kamchak.
Aphris le miró, desafiante.
Elizabeth aplaudía y reía.
—¿Y tú por qué aplaudes, estúpida bárbara? —dijo Kamchak—. ¡Si ni siquiera sabes danzar!
Elizabeth bajó la vista, avergonzada. Lo que había dicho Kamchak era cierto.
—Yo tampoco sé —dijo Aphris en voz baja, tímidamente.
—¿Qué? —gritó Kamchak.
—¡No sé! —dijo Aphris—. ¡Nunca aprendí!
—¡Alimento para kaiilas! —gritó Kamchak—. ¡Eso es lo que eres!
—Lo siento mucho —dijo Elizabeth con una pizca de irritación en su voz—, pero no entraba en mis perspectivas convertirme en una esclava.
—Pero de todos modos deberías haber aprendido —gritó Kamchak, indignado—. ¡Eso no es ninguna excusa!
—¡Tonterías! —dijo Aphris.
—Me costará dinero —dijo Kamchak refunfuñando—, pero te aseguro que aprenderás, de eso me encargo yo.
Aphris se sorbió la nariz y apartó la mirada.
Elizabeth me miraba, y de pronto se volvió a Kamchak y preguntó:
—¿Puedo aprender yo también?
Eso me sorprendió, y a Kamchak también.
—¿Por qué? —preguntó.
Elizabeth bajó la vista, ruborizada.
—Solamente es una bárbara —dijo Aphris con desprecio—. Además, está en los huesos, y nunca podría aprender a danzar.
—¡Ah! —exclamó Kamchak echándose a reír—. ¡La pequeña salvaje no quiere convertirse en la segunda esclava del carro! ¡Muy bien! —dijo mientras le sacudía afectuosamente la cabeza—. ¡Muy bien! ¡Quieres luchar por tu lugar! ¡Excelente!
—Si quiere puede ser la primera muchacha del carro —dijo Aphris con altanería—, porque yo me escaparé en cuanto tenga la primera ocasión, y volveré a Turia.
—Ten cuidado con los eslines pastores —dijo Kamchak.
Aphris palideció.
—Si intentas huir de noche, los eslines seguirán tu rastro, y te aseguro que no tardarán en hacerte pedazos, querida Aphris.
—Lo que dice es verdad —le advertí a Aphris.
—¡Tonterías! Yo me escaparé.
—Pero esta noche no, ¿verdad? —dijo Kamchak entre risas.
—No —respondió Aphris con acidez—, esta noche no.
Acto seguido, miró a su alrededor, contemplando con desinterés el interior del carro. Su mirada descansó por un momento en la silla de kaiila que había sido parte de los bienes ofrecidos a cambio de Tenchika. Enfundadas en dicha silla había siete quivas. Aphris se volvió para mirar a Kamchak.
—Esta esclava —dijo señalando a Elizabeth— no quiere darme nada de comer.
—Kamchak debe comer primero, esclava —respondió Elizabeth.
—Bien —dijo Aphris—, pues ya ha comido.
Kamchak tomó entre sus dedos un trozo de carne que había sobrado de su ración. Se lo puso a Aphris ante el rostro y dijo:
—Come, pero sobre todo, no lo toques con las manos.
Aphris le miró, furiosa, pero después sonrió.
—Con mucho gusto —dijo.
Y la orgullosa Aphris de Turia se arrodilló y se inclinó hacia delante para comer la carne que le ofrecía la mano de Kamchak. Las carcajadas del tuchuk se detuvieron bruscamente cuando la turiana hincó sus dientes blancos y delicados en la mano del guerrero.
—¡Ayyyy! —gritó éste.
Había sido un buen mordisco, un mordisco salvaje.
Kamchak se levantó y se llevó a la boca la herida para chupar la sangre que brotaba.
Elizabeth se había levantado de un salto, y yo había hecho lo mismo.
Aphris se había abalanzado a la silla de kaiila que estaba al otro lado del carro. Extrajo rápidamente una de las quivas de su funda y se volvió hacia nosotros con la hoja del arma apuntándonos. Se quedó quieta con el cuerpo inclinado hacia delante, mirándonos con rabia.
Kamchak se volvió a sentar, sin dejar de chuparse la herida. Yo también me senté, y luego Elizabeth hizo lo mismo, de manera que dejamos a Aphris de Turia sola allí, en pie, ostentando el arma. Respiraba con fuerza.
—¡Eslín! —gritó la chica—. ¡Eslín! ¡Tengo un puñal!
Kamchak no le prestaba ninguna atención. De hecho, solamente parecía preocuparle la herida de la mano. Parecía satisfecho de que no se tratara más que de una herida superficial, nada serio. Así que recogió la vianda que había caído al suelo al morderle la chica, y se la dio a Elizabeth, que empezó a comerla en silencio. Después le señaló los restos de la carne cocinada en exceso para indicarte que también podía dar cuenta de ellos.
—¡Tengo un puñal! —gritó Aphris, furiosa.
Kamchak procedía ahora a limpiarse los dientes con un palillo.
—¡Trae vino! —le dijo a Elizabeth, quien con la boca llena de carne fue en busca de un pequeño odre con el que llenó de vino una pequeña copa para Kamchak.
Cuando el guerrero hubo bebido miró a Aphris, y dijo:
—Después de lo que has hecho, lo normal sería llamar a algún miembro del Clan de los Torturadores.
—¡Antes me mataré! —gritó Aphris apoyando la quiva sobre su corazón.
Kamchak se encogió de hombros.
Aphris no hizo lo que había dicho, sino que gritó:
—¡No! ¡Te mataré a ti, Kamchak!
—¡Ah, mucho mejor! —asintió el guerrero—. ¡Muchísimo mejor!
El guerrero se levantó entonces y caminó pesadamente hasta una de las paredes del carro para descolgar de ella un látigo de esclavo. Seguidamente, se colocó frente a Aphris de Turia.
—¡Eslín! —dijo ella llorando.
Echó hacia atrás la mano para tomar impulso y hundir el cuchillo en el corazón de Kamchak, pero la espiral del látigo avanzaba ya, y pude ver cómo su extremo daba vueltas enloquecidas alrededor de la muñeca y del antebrazo de la turiana. Exactamente fueron cinco las vueltas que dio y que hicieron gritar de dolor a Aphris de Turia. Kamchak se había puesto a un lado, y con un movimiento de su mano tiró del látigo enredado ahora en el brazo de ella y la hizo caer. Después, solamente tuvo que arrastrarla por encima de la alfombra hasta sus pies, para finalmente pisarle la muñeca y arrebatarle el puñal, que colocó en su cinturón.
—¡Mátame!, ¡Mátame! —rogaba entre sollozos la chica—. ¡Mátame, porque nunca seré tu esclava!
Pero Kamchak la había hecho ponerse en pie y la había conducido hasta el lugar que antes ocupaba. Aturdida, aguantándose el brazo derecho, en el que podían apreciarse las marcas circulares y rojas del látigo, le miró. Kamchak se sacó la quiva del cinturón y la lanzó al otro lado de la estancia, hacia el lugar en el que había colocado a Aphris. La quiva se clavó con profundidad en uno de los postes que sustentaban la estructura de la tienda, justo al lado de la garganta de la chica.
—¡Cógela! —ordenó Kamchak.
La muchacha negó sacudiendo la cabeza, atemorizada.
—Coge la quiva —dijo Kamchak.
Ella le obedeció.
—Y ahora, ponla otra vez en su sitio.
Aphris, que seguía temblando, le obedeció.
—Ahora acércate a mí y come —dijo Kamchak.
Aphris también obedeció esta orden; derrotada, se arrodilló ante él y volviendo la cabeza delicadamente tomó la carne de las manos de su amo.
—Mañana —dijo Kamchak—, después de que yo haya comido, se te permitirá saciar tu hambre por ti misma.
De pronto, y quizás imprudentemente, Elizabeth Cardwell dijo:
—Eres cruel, Kamchak.
Kamchak la miró con sorpresa.
—Al contrario, soy muy amable.
—¿Amable? —pregunté yo—. ¿Por qué?
—Le permito vivir.
—¿Sabes una cosa, Kamchak? —le dije—. Creo que esta noche has ganado, pero yo que tu me andaría con mucho cuidado, pues estoy seguro de que la turiana volverá a pensar en la quiva y en el corazón del tuchuk.
—Naturalmente —dijo Kamchak dando de comer a Aphris—, es magnífica.
La muchacha le miraba, pensativa.
—Magnífica teniendo en cuenta que es una esclava turiana, quiero decir —comentó pasándole otro pedazo de carne—. Mañana, querida Aphris, te daré algo para que puedas vestirte.
La turiana le miraba con agradecimiento.
—Sí, mañana te daré el collar y las campanillas.
Las lágrimas hicieron su aparición en los ojos de Aphris.
—¿Puedo confiar en ti? —preguntó Kamchak.
—No —respondió Aphris.
—Pues entonces, collar y campanillas —dijo el tuchuk—. Pero eso sí, los adornaré con cadenas de diamantes, para que aquellos que te vean no piensen que tu amo no puede permitirse los lujos que se le antojan.
—Te odio —dijo Aphris.
—¡Magnífico! ¡Magnífico!
Cuando la chica acabó, Elizabeth le dio una cucharada de agua del cubo que colgaba cerca de la puerta. Después de beber, Aphris extendió las muñecas ante Kamchak.
El tuchuk parecía sorprendido.
—Supongo que esta noche me atarás con esposas de esclava y cadenas, ¿no es así?
—Todavía es demasiado pronto para hacerlo —dijo.
En los ojos de la chica se pudo percibir durante unos segundos el miedo, pero finalmente se decidió y dijo:
—Me has hecho tu esclava, pero yo continúo siendo Aphris de Turia. Y tú, tuchuk, puedes matarme, si lo deseas, pero quiero que sepas que nunca, nunca me convertiré en una servidora de tu placer. Nunca.
—Bien, de todos modos, esta noche estoy algo bebido.
—He dicho nunca —insistió Aphris.
—Por lo que he escuchado hasta ahora, nunca me llamas “amo”.
—A ningún hombre le llamo así.
—Estoy muy cansado ahora —bostezó Kamchak—. He tenido un día agotador.
Aphris temblaba de rabia, y mantenía las muñecas adelantadas.
—Entonces me retiraré —dijo.
—Bien, tráeme unas sábanas de seda roja, y también unas pieles de larl.
—Como quieras.
—Esta noche —continuó diciendo Kamchak mientras le daba palmadas en el hombro—, no te encadenaré, ni te pondré las esposas.
Aphris de Turia estaba claramente sorprendida. Vi que sus ojos miraban furtivamente hacia el lugar en el que se encontraba la silla de kaiila con sus siete quivas.
—Como Kamchak desee.
—¿Recuerdas aquel banquete que ofreció Saphrar? —preguntó Kamchak.
—Naturalmente que lo recuerdo —respondió ella cautelosamente.
—¿Recuerdas aquella ocurrencia que tuviste con los frascos de perfume, y lo que dijiste acerca del olor a estiércol de bosko? ¿Recuerdas cómo intentaste librar a toda la concurrencia del banquete de tan desagradable olor?
—Sí —respondió Aphris tomándose su tiempo.
—¿Y no recuerdas lo que te dije en esa ocasión? ¿No recuerdas lo que te prometí?
—¡No! —gritó Aphris levantándose para echar a correr. Pero Kamchak saltó hacia ella, la tomó en brazos y la puso sobre su hombro.
Aphris se resistía, y le daba puntapiés y puñetazos desde allí arriba.
—¡Eslín! —gritaba—. ¡Eslín!
Seguí a Kamchak y bajamos las escaleras del carro. Una vez abajo, todavía bizqueando y vacilante bajo los efectos del Paga, Kamchak abrió el saco de estiércol que había cerca de la rueda trasera izquierda del carro.
—¡No, amo! —dijo la chica, sollozando.
—A ningún hombre le llamas así —le recordó Kamchak.
Pude ver entonces cómo mi amigo metía la encantadora cabeza de Aphris de Turia en el amplio saco de cuero, a pesar de la fuerte resistencia que ella ofrecía.
—¡Amo! —gritaba Aphris de Turia—. ¡Amo! ¡Amo!
Medio dormido, vi que la cabeza oculta de Aphris se movía de un lado a otro en el interior del saco, y que su cuerpo se retorcía.
Kamchak logró por fin atar el extremo del saco, y se puso en pie vacilante.
—Estoy muy cansado —dijo—. Ha sido un día muy largo.
Le seguí al interior del carro, en donde al cabo de muy poco ambos estábamos completamente dormidos.

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