16 - ENCUENTRO LA ESFERA DORADA

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El camino que Harold me proponía seguir hasta Turia no era demasiado placentero, pero a pesar de todo fui tras sus pasos.
—¿Sabes nadar? —me preguntó.
—Sí, pero ¿cómo es posible que tú, un tuchuk, sepa nadar?
Realmente conocía a muy pocos que supieran hacerlo, aunque algunos habían aprendido en el Cartius.
—En Turia —me respondió Harold— fui esclavo en los baños públicos. Allí fue donde aprendí.
Los baños de Turia tienen la reputación de seguir inmediatamente a los de Ar en su lujo, en el número de piscinas, en sus temperaturas y en los perfumes y aceites.
—Todas las noches se vaciaban y limpiaban los baños, y yo era uno de los encargados de este trabajo. Solamente tenía seis años cuando me llevaron a Turia, y no me escapé de esa ciudad hasta once años después.
Harold sonrió y añadió:
—Sólo le costé once discotarns de bronce a mi amo, y no creo que se sintiese insatisfecho de tal inversión.
—¿Es cierto eso que dicen sobre las muchachas que atienden los baños durante el día? ¿Son realmente tan bellas?
Eso me intrigaba de verdad, porque las muchachas de los baños de Turia son casi tan famosas como las de Ar.
—Quizás sea cierto, pero yo nunca las vi. A los esclavos nos encadenaban durante el día en una habitación oscura. Así dormíamos y guardábamos fuerzas para trabajar durante la noche. Lo único que te puedo decir es que a veces, para castigar a esas chicas, las arrojaban al lugar donde estábamos encadenados durante el día… pero como podrás comprender no había manera de saber si eran bellas o no.
—¿Cómo te las arreglaste para escapar?
—Por la noche, cuando debíamos limpiar los baños, no nos ponían cadenas, pues se habrían mojado y oxidado, Solamente nos ataban unos a otros por el cuello. Pero a mí, hasta que tuve catorce años no me ataron a los demás, pues supongo que mi amo no debía creerlo conveniente. Mientras me mantuvieron libre me dedicaba a divertirme en las piscinas antes de que las vaciasen, y a veces hacía recados para el Maestro de los Baños. Por esta razón sé nadar, y por esta razón también conozco las calles de Turia. Cuando ya tenía diecisiete años me encontré con que era el último de la cuerda. Me deshice de ella y corrí, corrí hasta que encontré un pozo y agarrándome a su cuerda descendí al agua. Desde la superficie noté que había movimiento más al fondo, así que me zambullí y encontré una grieta, a través de la cual pude seguir nadando bajo el agua. Emergí en un estanque poco profundo, que proveía de agua al pozo principal. Volví a sumergirme, y esta vez resurgí en un túnel rocoso por el que se deslizaba una corriente subterránea. Afortunadamente, en algunos lugares había unos cuantos centímetros entre el nivel del agua y el techo del túnel. Era muy, muy largo, y lo seguí hasta el final.
—¿Y dónde te condujo?
—Aquí —dijo Harold señalando a un orificio entre dos rocas que debía tener una anchura de unos veinte centímetros. Por ese orificio emergía alguna corriente subterránea de agua, que enseguida se unía al riachuelo en el que Aphris y Elizabeth habían recogido a menudo agua para los boskos.
Sin decir nada más, Harold con una quiva entre los dientes y una cuerda y un garfio en la cintura, se introdujo por él y desapareció. Yo le seguí, armado con mi quiva y la espada.
No me entusiasma recordar aquel trayecto. Soy un buen nadador, pero en aquella ocasión parecía que íbamos a enfrentarnos a una fuerte corriente a lo largo de varios pasangs, y luego fue exactamente eso lo que ocurrió. Una vez hubimos vencido aquella corriente, vi que Harold desaparecía en cierto lugar del túnel bajo el agua, y una vez más le seguí. Emergimos jadeantes en la zona de poca profundidad de la que me había hablado. Casi inmediatamente mi acompañante volvió a sumergirse seguido por mí. Tras lo que me pareció un rato interminablemente largo, resurgimos, esta vez en el fondo de un pozo con paredes recubiertas de baldosas. Desde luego, se trataba de un pozo bastante amplio, de unos cinco metros de diámetro. A unos centímetros de nuestras cabezas colgaba un gigantesco bidón ladeado, que cuando estaba lleno debía poder contener miles de litros. Dicho bidón estaba atado con dos cuerdas; una de ellas era para controlar el llenado, la más pequeña, y la más gruesa estaba destinada a soportar el peso, y para ello su centro era de cadena. La cubierta de cuerda, en principio destinada a proteger la cadena, es tratada con una cola a prueba de agua fabricada con las pieles, los huesos y las pezuñas de los boskos. Dicha cola se obtiene comerciando con los Pueblos del Carro. Aun así, tanto la cuerda como la cadena han de reemplazarse dos veces al año. Desde ahí abajo calculé que la parte superior del pozo debía estar a unos trescientos metros por encima nuestro.
Oí la voz de Harold entre aquella oscuridad. Era una voz que las paredes del pozo y el agua volvían cavernosa.
—A menudo se hacen inspecciones de las baldosas y por esta razón hay nudos en la cuerda en los que puedes apoyar el pie.
Respiré con alivio, porque una cosa es bajar por una larga cuerda, y otra muy diferente subirla, aunque sea contando con la baja gravedad de Gor, particularmente si se trataba de una cuerda tan larga como aquélla y que yo apenas distinguía en la oscuridad.
Los nudos de los que hablaba Harold estaban hechos con otra cuerda, que estaba cosida y adherida a la principal, de manera que formaban un solo cuerpo inseparable. Esos nudos se sucedían cada tres metros, y he de confesar que aunque nos tomábamos nuestros descansos, la subida resultó terriblemente fatigosa. De todos modos, lo que más me preocupó en aquellos momentos fue la perspectiva de la vuelta: no me imaginaba cómo iba a poder llevar la esfera dorada cuerda abajo, sumergiéndome en el agua, y pasando por la corriente subterránea hasta llegar al lugar en el que había empezado nuestro trayecto. Menos claro todavía se me antojaba el regreso de Harold; si de verdad conseguía arrebatar alguno de los frutos y flores de los Jardines del Placer de Saphrar, no entendía cómo se las arreglaría para conducir a su revoltosa presa a lo largo de la dificultosa e intrincada ruta.
Como soy de naturaleza bastante inquisitiva, no pude evitar preguntarle sobre el asunto mientras sobrepasábamos los primeros cien metros de cuerda.
—Al escapar —me dijo— deberemos robar un par de tarns y darnos prisa.
—¡Ah, bien! ¡Me alivia comprobar que tenías un plan!
—¡Claro que tengo un plan! Soy un tuchuk, ¿no?
—¿Has montado en un tarn con anterioridad?
—No —me respondió mientras continuaba su escalada en algún lugar por encima de mí.
—Pero entonces, ¿cómo esperas controlarlo para huir? —inquirí subiendo tras él.
—Tú eres un tarnsman, ¿verdad?
—Sí.
—Pues ya está todo dicho: tú me enseñarás.
—Se dice que un tarn siempre sabe si el que lo monta es o no es un tarnsman, y que mata inmediatamente a los que no lo son.
—Pues tendré que acabar con esa norma —respondió Harold.
—¿Y cómo lo harás?
—Será muy fácil. Soy un tuchuk.
Por un momento estuve pensando en bajar otra vez y volver a los carros en busca de una botella de Paga. El día siguiente sería tan indicado como cualquier otro para llevar a cabo mi misión. Pero volver a atravesar los lugares por los que habíamos pasado era una perspectiva demasiado cruel. No es lo mismo disfrutar en unos baños públicos, o chapotear en una piscina o en un riachuelo, a luchar contra una fuerte corriente durante varios pasangs en un túnel cuyo techo dista solamente unos centímetros de la superficie del agua.
—Supongo que bastará para mi cicatriz del coraje —dijo Harold desde ahí arriba—. ¿No lo crees así?
—¿Qué es lo que debe bastar para tal cosa?
—Robar una muchacha de la Casa de Saphrar, y volver al campamento en un tarn robado.
—Sin duda —gruñí.
Pensé en si los tuchuks tendrían alguna cicatriz que premiara la estupidez. Si tal era el caso, propondría como candidato en firme al joven que escalaba por encima de mí, pues en mi opinión se merecía la distinción.
De todos modos, a pesar de mi sentido común, algo en mí admiraba la seguridad que mostraba Harold el tuchuk.
Sospechaba que si había alguien capaz de controlar la locura de su espíritu, ése sería él, o alguien tan valiente, o estúpido, como él.
Con gran sensación de alivio alcancé por fin el torno, y pasé el brazo por encima del travesaño para sacar mi cuerpo de aquellas paredes embaldosadas. Harold ya había tomado posición, y miraba a su alrededor, muy cerca del borde del pozo. Hay que decir que los pozos turianos carecen de paredes en sus bordes, y que únicamente los rodean una elevación de unos cinco centímetros. Fui hacia donde Harold se encontraba. Nos hallábamos en un patio de pozos cerrado, rodeado por murallas de unos cinco metros de altura provistas de una pasarela de defensa en su interior. Esas murallas son un medio de defender el agua y también, naturalmente, dado el número de pozos que existe en esa ciudad, proporcionan algunos enclaves en los cuales replegarse en caso que parte de la ciudad cayera en manos enemigas. Por otra parte, algunos de estos pozos alimentan a los manantiales de la población. Había una arcada que conducía a la salida del patio del pozo, y los dos batientes de madera de la puerta estaban abiertos y sujetos para que se mantuvieran así. Solamente necesitábamos pasar por debajo de aquella arcada para encontrarnos en una de las calles de Turia. No había pensado que la entrada a la ciudad pudiera realizarse tan fácilmente, por decirlo así.
—La última vez que estuve aquí —dijo Harold— fue hace ya cinco años.
—¿Queda muy lejos la Casa de Saphrar?
—Sí, bastante lejos. Pero las calles están oscuras.
—Bien, pues entonces, pongámonos en camino.
Era una noche primaveral muy fría, y mis ropas estaban caladas. A Harold no parecía importarle este detalle. Me irritaba cada vez más comprobar que los tuchuks no le prestaban importancia a ninguno de estos detalles. De todos modos, era una suerte que las calles estuvieran a oscuras, y que el camino que ahora teníamos que recorrer fuera largo.
—En la oscuridad —comenté— no se notará tanto que nuestras ropas están mojadas, y cuando lleguemos a nuestro destino supongo que ya estaremos más o menos secos.
—¡Claro! ¡Eso era parte de mi plan!
—Ah, vaya.
—Aunque si quieres que te diga la verdad, me gustaría detenerme en los baños.
—Pero están cerrados a esa hora, ¿no?
—No, no cierran hasta la vigésima hora.
En goreano, eso equivalía a medianoche.
—¿Y por qué quieres detenerte en los baños?
—Nunca fui cliente de esos establecimientos, y a menudo me preguntaba si las chicas que los atienden son tan maravillosas como dicen. Además, por lo que me has dicho, tú también te haces esa pregunta, ¿no es así?
—Mira, todo esto está muy bien —dije yo—, pero creo que sería mejor que fuésemos directamente a Casa de Saphrar.
—Si eso es lo que deseas… De cualquier manera, da lo mismo porque también podremos visitar los baños después de que hayamos tomado la ciudad.
—¿Después de que hayamos tomado la ciudad? —pregunté, muy intrigado.
—Naturalmente.
—Mira, Harold: no sé si sabes que los boskos ya se están desplazando, y que los carros empezarán a retirarse por la mañana. El asedio ha acabado. Kamchak abandona.
—¡Oh, claro! —dijo Harold sonriendo—. ¡Claro que sí!
—Pero si tanto lo deseas, pagaré tu entrada a los baños.
—Podemos apostar, si quieres.
—No —respondí con firmeza—. Déjame pagar.
—Si así lo quieres…
Acabé pensando que incluso sería mejor ir más tarde a la Casa de Saphrar, pues hacerlo antes de la vigésima hora sería una imprudencia mayor. Así que era conveniente hacer tiempo, y para esto los baños de Turia parecían un lugar tan indicado como cualquier otro.
Sin hablar más nos dirigimos a la arcada que daba salida al patio del pozo.
Apenas habíamos salido del portal, y estábamos ya con un pie en la calle, cuando oímos un susurro que nos hizo levantar la cabeza. Demasiado tarde: sobre nosotros caía ya una red metálica.
Inmediatamente percibimos el ruido de varios hombres saltando del muro a la calle y que empezaron a atar la red que nos envolvía. Parecía una de las empleadas en las trampas de eslines, y pronto estuvo tensa alrededor de nuestros cuerpos, tan tensa que ni Harold ni yo podíamos hacer movimiento alguno; allí estábamos, inmovilizados como un par de estúpidos, de pie hasta que un guarda nos dio una patada en los pies y caímos, atrapados en esa red.
—¡Dos peces del pozo! —dijo una voz.
—Eso quiere decir que no son los únicos en conocer este camino —replicó otra voz.
—Sí, tendremos que doblar la vigilancia —habló una tercera voz.
—¿Qué vamos a hacer con éstos?
Era otro hombre el que lo había preguntado.
—Llevémoslos a la Casa de Saphrar —dijo la primera voz.
—¿También era esto parte de tu plan? —le pregunté a Harold girándome tanto como pude.
—No —contestó haciendo una mueca a la vez que forcejeaba para comprobar la resistencia de la red.
Yo también lo hice, pero la conclusión era obvia: era una red gruesa y muy bien tejida.

Harold y yo estábamos atados a una barra de esclavo turiana, es decir, a una barra metálica provista de un collar en cada extremo y, tras dichos collares, de dos esposas en las que se introducen las muñecas de los prisioneros de manera que quedan fijas tras sus cuellos.
Estábamos arrodillados ante una pequeña tarima cubierta de alfombras y cojines en la que se hallaba recostado Saphrar de Turia. El mercader vestía sus Ropas de Placer blancas y doradas. Sus sandalias eran también de cuero blanco con correas doradas. Tanto las uñas de los pies como las de las manos eran de color escarlata. Se frotaba las manos, pequeñas y gordas, mientras nos miraba con cara de satisfacción. Los colgantes de oro que pendían sobre sus ojos se movían arriba y abajo. Sonreía y podíamos ver los extremos de sus dientes dorados, de esos dientes que ya me habían llamado la atención la noche del banquete.
A cada lado, sentados con las piernas cruzadas, tenía a un guerrero. El de la derecha llevaba un manto que parecía el indicado para vestir a la salida de los baños. Se cubría la cabeza con una capucha como las que utilizan los miembros del Clan de los Torturadores. Jugueteaba con una quiva paravaci. Le reconocí por el talle y por su manera de sostener el cuerpo: sí, era quien se habría convertido en mi asesino si una sombra providencial no hubiese surgido sobre el costado de un carro. El guerrero de la izquierda iba ataviado con el cuero de los tarnsmanes, aunque como aditamentos llevaba un cinturón de joyas y, colgado del cuello, adornado con diamantes, un discotarn de la ciudad de Ar. A un lado, sobre la alfombra, había dejado la lanza, el casco y el escudo.
—Me alegra mucho que hayas decidido visitamos, Tarl Cabot de Ko-ro-ba —dijo Saphrar—. Suponíamos que pronto ibas a intentarlo, pero no podíamos imaginar que conocías el Pasadizo del Pozo.
Sentí la reacción de Harold a través de la barra de metal. Por lo visto, en su huida de años atrás, había dado con un camino de entrada y salida que no era desconocido para algunos turianos. Recordé que los habitantes de esa ciudad, al disponer de tantos baños, sabían nadar casi en su totalidad.
Parecía significativo que el hombre de la quiva paravaci vistiese ahora el manto.
—El amigo que tengo a mi derecha —dijo Saphrar—, éste que se cubre la cabeza con la capucha, os ha precedido está noche en el Pasadizo del Pozo. Desde que empezamos a estar en contacto con él y le informamos de la existencia de ese paso, creímos oportuno montar guardia en las proximidades de la salida. Los hechos demuestran que ha sido una medida acertada.
—¿Quién es el que ha traicionado a los Pueblos del Carro? —preguntó Harold.
Una ola de tensión pareció correr a través del cuerpo del hombre encapuchado.
—¡Ah, ya lo entiendo! —dijo Harold—. ¡Claro! Por la quiva puedo ver que es un paravaci, Era de suponer.
La mano del hombre encapuchado emblanqueció de apretar la quiva, y temí que ese hombre se levantara y hundiera su arma en el pecho del joven tuchuk hasta su empuñadura.
—A menudo me había preguntado de dónde procedían las riquezas de los paravaci —insistió Harold.
El hombre encapuchado se puso en pie lanzando un grito de rabia, y echó atrás el brazo para lanzar la quiva.
—¡Por favor! —dijo Saphrar levantando su mano pequeña y rechoncha—. ¡Por favor! ¡No dejemos que surjan las desavenencias entre este grupo de amigos!
Temblando de odio, la figura encapuchada volvió a sentarse junto al mercader.
El otro guerrero, un hombre fuerte y adusto que tenía un pómulo cruzado por una cicatriz, de ojos perspicaces y oscuros, no dijo nada; simplemente nos miraba, nos analizaba, de la misma manera que un guerrero mira a su enemigo.
—Me habría gustado presentaros al amigo encapuchado —dijo Saphrar—, pero ni siquiera yo conozco su nombre ni su rostro. Solamente sé que es un hombre importante entre los paravaci, y que esta misma razón me ha sido de muchísima utilidad.
—De alguna manera se puede decir que lo conozco —comenté—. Me ha seguido varias veces por el campamento tuchuk, y recientemente intentó matarme.
—Espero —dijo Saphrar— que en el futuro tengamos mejor suerte.
No respondí a ese comentario.
—¿De verdad eres del Clan de los Torturadores? —preguntó Harold dirigiéndose al hombre encapuchado.
—Ya lo comprobarás —le respondió aquél.
—¿Acaso crees que vas a poder obligarme a pedir clemencia?
—Si así lo quiero, sí.
—¿Te importaría que hiciésemos apuestas?
—¡Eslín tuchuk! —silbó el hombre inclinándose hacia delante.
—Si me lo permitís —dijo Saphrar—, os presentaré a Ha-Keel, de Puerto Kar, el jefe de los tarnsmanes mercenarios.
—¿Ya sabe Saphrar —le pregunté— que habéis recibido oro de manos tuchuks?
—¡Naturalmente que sí! —respondió Ha-Keel.
—Quizás creías, Tarl Cabot —dijo Saphrar en tono muy alegre—, que eso me iba a indignar, que podrías sembrar la semilla de la discordia entre nosotros, tus enemigos. Pero has de saber, korobano, que yo soy un mercader, y que por esta razón entiendo el significado del oro. Para mí es tan natural que Ha-Keel tenga tratos con los tuchuks como que el agua se hiele o que el fuego queme… o como que nadie salga del Estanque Amarillo de Turia vivo.
No sabía a qué podía referirse con eso del Estanque Amarillo, pero al mirar a Harold comprobé que había palidecido súbitamente.
—¿Por qué razón —pregunté— Ha-Keel de Puerto Kar lleva en el cuello un discotarn de la ciudad de Ar?
—Antes pertenecía a Ar —respondió el hombre de la cicatriz. También te recuerdo a ti en el asedio a Ar. Entonces te llamabas Tarl de Bristol.
—Eso fue hace mucho tiempo —respondí.
—El lance con la espada entre Pa-Kur y tú fue soberbio.
Acepté ese cumplido con una inclinación de cabeza.
—Quizá te preguntes —siguió diciendo Ha-Keel— cómo es posible que un tarnsman de Ar combata a favor de mercaderes y traidores de las llanuras meridionales.
—La verdad es que me entristece que una espada que un día se levantó para defender a la ciudad de Ar se levante ahora solamente para responder a la llamada del oro.
—Lo que ves colgado de mi cuello —me explicó— es un discotarn de oro de la gloriosa ciudad de Ar. Quería comprarle perfumes y sedas a una mujer, y para obtener este discotarn tuve que cortar un cuello. Pero al final, esa mujer se fugó con otro. Me enfurecí y les perseguí. En un combate maté a ese guerrero. Allí obtuve mi cicatriz. En cuanto a la mujer, la vendí a un mercader de esclavos. No podía volver ya a la gloriosa ciudad de Ar. A veces —añadió, señalando su discotarn— se me hace muy pesado llevarlo.
—Fue muy astuto por parte de Ha-Keel —dijo Saphrar— dirigirse entonces a la ciudad de Puerto Kar, cuya hospitalidad para los de su clase es de sobra conocida. Allí fue donde nos encontramos.
—¡Sí, allí fue! —gritó Ha-Keel—. ¡Este urt asqueroso intentaba robarme!
—¿Quiere esto decir que no siempre has sido mercader? —pregunté a Saphrar.
—Bien, quizá podamos hablar con franqueza entre amigos —dijo Saphrar—, particularmente si uno piensa que las historias que va a contar no se volverán a explicar. ¡Sí, claro que sí! ¡Puedo confiar en vosotros dos!
—¿Y eso por qué? —pregunté.
—Porque van a mataros.
—Ah, ya comprendo.
—Yo antes era perfumista, en Tyros. Pero un día, según parece, me fui de la tienda con algunas libras de néctar del talender ocultas entre los pliegues de mi túnica. Por esta razón me cortaron la oreja y me exiliaron de la ciudad. Así que me las apañé para llegar a Puerto Kar, en donde viví de manera muy poco confortable durante un tiempo, alimentándome de los desperdicios que flotaban en los canales y de otras delicadezas por el estilo.
—¿Cómo es posible que te hayas convertido en un rico mercader? —pregunté.
—Conocí a un hombre. Era un individuo muy alto, de apariencia bastante temible, en realidad, con una piel tan gris como las piedras, y con ojos parecidos al cristal.
No pude evitar acordarme inmediatamente de la descripción que Elizabeth había hecho del hombre que la examinó para comprobar si convenía o no como portadora del collar de mensaje… ¡y eso había ocurrido en la Tierra!
—Yo nunca me he encontrado con ese hombre —dijo Ha-Keel—, pero me gustaría que así hubiese ocurrido.
—¡Te aseguro que es mejor no conocerlo! —se estremeció Saphrar.
—¿Y dices que tu fortuna cambió cuando conociste a ese hombre? —pregunté.
—Así fue, efectivamente. De hecho, fue él quien consiguió hacerme rico, y luego me envió, hace algunos años, a Turia.
—¿Cuál es tu ciudad?
—Creo —dijo sonriendo—, creo que es Puerto Kar.
Con esa respuesta me decía todo lo que yo deseaba saber. Aunque había crecido en Tyros y luego triunfado en Turia, Saphrar el mercader creía que era de Puerto Kar. Por lo visto, esa ciudad podía manchar el alma de un hombre.
—Por esta razón —dije—, tú, un turiano, puedes disponer de una galera en Puerto Kar.
—Exactamente.
—¡Y también se explica —grité, al comprenderlo de pronto— que el papel del collar de mensaje fuera de rence! ¡Claro! ¡Papel de Puerto Kar!
—Exactamente —repitió Saphrar.
—¡Tú escribiste ese mensaje!
—La verdad es que le pusimos el collar a la chica en esta misma casa, aunque la pobre estaba anestesiada en ese momento, y no podía comprender el honor que le otorgábamos. En el fondo —añadió Saphrar sonriendo—, fue un derroche. No me habría importado nada guardarla en mis Jardines del Placer como una esclava más. Pero, ¡qué le vamos a hacer! —dijo encogiéndose de hombros—, él no quería ni oír hablar de tal posibilidad. ¡Teníamos que enviarla a ella, y no a otra!
—¿Quién es “él”?
—El hombre de la cara gris, el mismo que trajo a la chica a esta ciudad, atada a lomos de un tarn, drogada.
—¿Cuál es su nombre?
—Siempre se negó a decírmelo —respondió Saphrar.
—Y tú, ¿cómo le llamabas?
—“Amo”. Sí, así le llamaba. Pagaba bien.
—¡Vaya! —exclamó Harold—. ¡Aquí tenemos a un esclavo gordo y bajito!
Saphrar no se mostró ofendido, sino que sonrió y se arregló las sedas que le cubrían.
—Pagaba muy bien —volvió a decir.
—¿Por qué no te permitió quedarte con la chica para hacerla tu esclava?
—Ella hablaba una lengua bárbara —me respondió Saphrar—, como tú, según tengo entendido. El plan consistía en que los tuchuks leyeran el mensaje, que luego utilizaran a la chica para encontrarte y que cuando lo consiguieran te liquidaran. Pero no lo hicieron.
—No, no lo hicieron —dije.
—En fin. Ahora ya da lo mismo.
Me preguntaba qué muerte me tenía reservada Saphrar.
—¿Cómo fue posible que tú, que nunca me habías visto, me conocieras y me llamaras por mi nombre durante el banquete?
—El hombre gris me había hecho una descripción muy detallada de ti. Por otra parte, estaba seguro de que entre los tuchuks no podía haber dos personas con un color de pelo semejante al tuyo.
Inconscientemente, me puse en tensión. No había ninguna explicación racional a esta respuesta de mi cuerpo, pero siempre me encolerizaba cuando un extraño o un enemigo hablaba del color de mi cabello. Supongo que en eso deben influir de alguna manera las experiencias de mi juventud: en aquel entonces, el color rojo de mi cabellera era objeto de decenas de burlas, burlas que yo intentaba refutar lo más rápidamente posible por medio de mis puños desnudos. Recordé, no sin cierto grado de satisfacción, aunque me hallase preso en la Casa de Saphrar, que había logrado resolver la mayoría de esas peleas a mi favor. Mi tía solía inspeccionarme los nudillos cada tarde, y si los veía despellejados (lo cual ocurría con frecuencia), me enviaba a la cama, en donde me echaba sin cenar, pero con el orgullo bien alto.
—Para mí fue una diversión llamarte por tu nombre —dijo Saphrar—. Quería saber cómo ibas a reaccionar, quería agitar algo en tu copa de vino.
Ésa era una expresión turiana, pues en esa ciudad consumen vinos en los que sumergían y agitaban cosas, sobre todo azúcares y especias.
—¡Matémosle de una vez! —dijo el paravaci.
—¡Nadie te ha pedido que hables, esclavo! —gritó Harold.
—¡Deja que me encargue personalmente de éste! —dijo el paravaci señalando con la punta de su quiva a Harold.
—Sí, quizás te deje —respondió Saphrar.
Acto seguido, el pequeño mercader se levantó y dio dos palmadas. De un lado de la estancia, de una puerta que hasta ese momento había quedado oculta por una cortina, surgieron dos hombres de armas, a los que seguían otros dos. Los dos primeros transportaban una plataforma cubierta por telas de color púrpura. Sobre esta plataforma acolchada se encontraba lo que tanto había buscado, el objeto por el que había viajado tan lejos, por el que tanto había arriesgado y que, aparentemente, iba a costarme la vida. Sí, allá estaba la esfera dorada.
Se trataba claramente de un huevo. Su eje mayor debía medir unos cincuenta centímetros, y el grosor máximo debía ser de unos treinta centímetros.
—Es una crueldad enseñárselo ahora —dijo Ha-Keel.
—¿Por qué? —comentó Saphrar con voz inocente—. ¡Ha venido de tan lejos a por esta esfera, y ha arriesgado tanto! Creo que por lo menos tiene derecho a verla una vez.
—Kutaituchik murió por ella —dije.
—Y otros muchos han muerto ya —dijo Saphrar—, y quizás al final morirán muchos más.
—¿Sabes lo que es esta esfera?
—No, pero sé que es importante para los Reyes Sacerdotes. Ignoro el motivo —dijo levantándose y poniendo un dedo sobre el objeto—, porque además ni siquiera es de oro.
—Tiene la forma de un huevo —dijo Ha-Keel.
—Sí —dijo Saphrar—. Sea lo que sea, parece un huevo.
—Quizás lo sea —sugirió Ha-Keel.
—Quizás —admitió el mercader—, pero en tal caso, ¿para qué pueden querer los Reyes Sacerdotes un huevo como éste?
—¿Quién sabe?
—¿Era o no era esto lo que habías venido a buscar a Turia? —me preguntó Saphrar mirándome fijamente.
—Sí —admití—. Esto es lo que venía a buscar.
—¡Pues ya ves lo fácil que era encontrarlo! —exclamó entre risas.
—Sí —respondí—, muy fácil.
—¡Déjame matarlo como merece un guerrero! —gritó Ha-Keel desenfundando su espada.
—¡No! —exclamó el paravaci—. ¡Deja que yo me encargue de los dos, Saphrar!
—Nada de eso —dijo el mercader—. Ambos me pertenecen.
Ha-Keel enfundó con furia su espada. Estaba claro que su intención había sido matarme honorablemente, de una manera rápida. Por lo visto no le gustaba la idea de dejar que el paravaci y Saphrar dispusieran de mi cuerpo. Ha-Keel podía ser un degollador y un bandido, pero al fin y al cabo era de Ar, y era un tarnsman.
—¿Te has apoderado de este objeto —inquirí mirando a Saphrar— para entregárselo al hombre gris?
—Exactamente.
—¿Lo devolverá luego a los Reyes Sacerdotes? —pregunté con aire inocente.
—No tengo ni idea de lo que hará con él y no me importa lo más mínimo, mientras reciba el oro que me ha prometido. Sí, con ese oro me convertiré quizás en el hombre más rico de Gor. Lo demás, ¿qué importancia puede tener?
—Si el huevo sufre algún daño los Reyes Sacerdotes se pondrán furiosos.
—Por lo que sé, ese hombre es uno de ellos. ¿Quién si no se atrevería a firmar el mensaje del collar con el nombre de los Reyes Sacerdotes?
Naturalmente, yo sabía que tal hombre no era ningún Rey Sacerdote. Pero ahora veía claramente que Saphrar no sabía quién era, ni para quién estaba trabajando. Tenía la seguridad de que ese tipo era el mismo que había traído a Elizabeth Cardwell a este mundo, de que era él quien la había visto en Nueva York y decidido que ella era la indicada para desempeñar un papel en su peligroso juego. También sabía que ese hombre tenía a su disposición tecnología avanzada, avanzada por lo menos hasta el punto de poder realizar vuelos espaciales. Lo que ignoraba era si esa tecnología le era propia, o si había sido desarrollada por sus semejantes, o si simplemente eran otros seres desconocidos quienes le utilizaban, obrando desde la oscuridad, teniendo sus propios intereses en este juego entre dos (o quizás más) mundos. Era muy posible que solamente fuera un agente… pero, ¿para quién o para qué trabajaba? Algo que podía desafiar incluso a los Reyes Sacerdotes, pero que también los temía, porque de otra manera el ataque se habría producido ya. Si, debía ser algo de la Tierra, o de este mundo, algo que deseaba la muerte de los Reyes Sacerdotes algo que quería que un mundo, o dos, o quizás nuestro sistema solar por completo, estuviera bajo su control.
—¿Cómo sabía el hombre gris dónde se encontraba la esfera dorada?
—En una ocasión —respondió Saphrar— me dijo que le habían informado de…
—Pero, ¿quién?
—No lo sé.
—¿No sabes nada más?
—No.
Me puse a especular. Los Otros debían entender o interpretar el sentido de la política y de las necesidades de los habitantes de las remotas Sardar. Lo más probable era que ya estuvieran al corriente de los asuntos referentes a los Reyes Sacerdotes, y eso era posible particularmente ahora, ya que muchos humanos habían escapado del Santuario de los Reyes Sacerdotes a consecuencia de la guerra, y erraban por el planeta explicando lo que habían vivido. Por eso, por lo que se consideraban estúpidas fantasías, eran objeto de burla y desprecio muy a menudo, pero seguramente los Otros habían tomado buena nota de sus explicaciones, así como de las proporcionadas por espías y traidores del mismo Nido. No, seguro que los Otros no se habían reído de las historias que esos vagabundos explicaban sobre los Reyes Sacerdotes.
De esta manera se habrían enterado de la destrucción de gran parte del material de vigilancia de las Sardar, y de la reducción sustancial de la capacidad tecnológica de los Reyes Sacerdotes, reducción que se prolongaría por lo menos durante un tiempo. Y lo que era más importante todavía, también se habrían enterado de que el motivo de la guerra había sido la sucesión de las dinastías, y que por lo tanto había generaciones de Reyes Sacerdotes en perspectiva. Si habían existido rebeldes, es decir, aquellos que deseaban una nueva generación, también deberían existir las semillas de tal generación. Pero en un Santuario de los Reyes Sacerdotes solamente existía un portador de crías, la Madre, y había muerto poco antes de la guerra. Por lo tanto, los otros podían haber deducido que había uno o más huevos ocultos, huevos que garantizaban el inicio de una nueva generación y que muy probablemente no se hallaban escondidos en el Santuario de los Reyes Sacerdotes, sino en otro sitio, incluso más allá del Sardar negro. Y naturalmente también debían saber que yo había estado presente en la Guerra de los Reyes Sacerdotes, y que allí había ostentado el cargo de lugarteniente de Misk, el Quinto Nacido, el Jefe de los Rebeldes, y que ahora me había desplazado a las llanuras meridionales, a la Tierra de los Pueblos del Carro. No era necesario ser demasiado inteligente para sospechar que mi misión era encontrar el huevo o los huevos de los Reyes Sacerdotes.
Si realmente habían seguido este razonamiento, la estrategia estaba clara: primero debían procurar por todos los medios que no encontrase el huevo, y segundo, tenían que apropiárselo ellos. El primer objetivo estaba garantizado, naturalmente, con mi muerte. El asunto del collar de mensaje había sido una manera muy astuta de intentarlo, pero la astucia de los tuchuks, que no se fían nunca de las apariencias, había sido mayor, y el primer intento de liquidarme les había fallado. Después habían vuelto a intentarlo de manera menos sofisticada, con la quiva paravaci, pero también entonces habían fallado. Lo malo era que ahora estaba en poder de Saphrar de Turia. También podía decirse que habían conseguido su segundo objetivo, es decir, apropiarse del huevo. Habían matado a Kutaituchik y lo habían robado de su carro. Ahora sólo quedaba entregarlo al hombre gris, quien, a su vez, lo entregaría a los Otros, fuesen quienes fuesen. Saphrar llevaba en Turia varios años, y eso me hacía pensar que esos Otros quizás incluso habrían seguido los pasos de los dos hombres que habían llevado el huevo desde las Sardar hasta los Pueblos del Carro. Quizás en esta ocasión habían actuado con rapidez, y más abiertamente, recurriendo incluso a los tarnsmanes goreanos, por temor a que robase primero la esfera y la devolviese a las Sardar. Atentaron contra mi vida una noche, y a la siguiente ya se producía el ataque al carro de Kutaituchik. Recordé que Saphrar también sabía que la esfera dorada estaba en ese carro. Pensé que quizás los tuchuks no habían mantenido en secreto la presencia de la esfera dorada en el carro del Ubar, y eso me confundía. Probablemente no habían comprendido cuál era su auténtico valor. De hecho, el mismo Kamchak me había dicho que la esfera era un objeto inútil. Aunque no podía estar del todo seguro, todo parecía apuntar a que Otros que no eran los Reyes Sacerdotes habían entrado en juego en el planeta de Gor. Esos Otros sabían de la existencia del huevo, y lo querían para sí. Ahora parecía que iban a obtenerlo. Si así ocurría, solamente era cuestión de tiempo: los Reyes Sacerdotes restantes irían muriendo. Sus armas y aparatos se oxidarían en las Sardar y luego, un día, como si de piratas de Puerto Kar a bordo de sus largas galeras se tratase, inesperadamente, los Otros atravesarían los mares del espacio y posarían su embarcación en las arenas de Gor.
—¿Deseas luchar por tu vida? —preguntó Saphrar.
—Naturalmente —respondí.
—Muy bien. Podrás hacerlo en el Estanque Amarillo de Turia.