Deduje que la época adecuada para la caza de tumits, las grandes aves carnívoras de las llanuras meridionales, estaba cerca, pues Kamchak, Harold y los demás parecían muy impacientes. Kutaituchik había sido vengado, y a Kamchak ya no le interesaba Turia, aunque deseaba que la ciudad se recuperase, probablemente pensando que era un mercado muy valioso para los asuntos de los Pueblos del Carro, y si los ataques a las caravanas no resultaban beneficiosos durante un tiempo, siempre podrían cambiar pieles y cuernos por los productos de la civilización.
En el día anterior a la retirada de los Pueblos del Carro de la ciudad de las nueve puertas y de las altas murallas, Turia, Kamchak celebró audiencia en el palacio de Phanius Turmus. El mismo Ubar turiano, junto con Kamras, el anterior Campeón de Turia, estaba encadenado a la puerta. Ambos vestían el Kes, y limpiaban los pies de todos cuantos entraban.
Turia había sido una ciudad rica, y aunque a los tarnsmanes de Ha-Keel se les pagó una buena cantidad de oro, no representaba gran cosa al lado del total, ni siquiera contando con el que se llevaron los ciudadanos en su huida por las puertas de la muralla que Kamchak mantuvo abiertas durante el incendio de la ciudad. Realmente, las cantidades que tenía escondidas Saphrar en lugares secretos, en docenas de enormes almacenes subterráneos, habrían sido suficientes para hacer de cada tuchuk, y quizás también de cada kataii y de cada kassar un hombre rico, muy rico, en cualquiera de las ciudades de Gor. Recordé que Turia nunca había caído desde su fundación, quizás miles de años atrás.
Así, una buena parte de sus riquezas, aproximadamente un tercio, se destinaron por orden de Kamchak a la ciudad, para que así fuese posible su reconstrucción.
Como buen tuchuk, Kamchak no podía mostrarse tan generoso con las mujeres de la ciudad, y las cinco mil muchachas más bonitas de Turia fueron marcadas y entregadas a los comandantes de los centenares, para que ellos las distribuyesen entre los más bravos y fieros de sus hombres. A las demás mujeres se les permitió quedarse en la ciudad, o bien marcharse por las puertas de las murallas para buscar a sus hombres y familias. Naturalmente, además de las mujeres libres, muchas esclavas habían caído en manos de los guerreros y también fueron enviadas a los diferentes comandantes de los centenares. De ellas, las más maravillosas eran las que se encontraron en los Jardines del Placer de Saphrar de Turia. Por supuesto, las chicas de los Pueblos del Carro que sufrían esclavitud fueron liberadas. En cuanto a las otras, aparte de algunas de Ko-ro-ba en cuya defensa actué, cambiaron sus sedas perfumadas y sus baños calientes y perfumados por la vida nómada, el cuidado de los boskos y armas de sus amos guerreros. Para mi sorpresa, no hubo demasiadas que pusieran objeciones a dejar los lujosos placeres de los jardines de Saphrar, pues con el cambio ganaban la libertad de los vientos y de las llanuras. También soportarían el polvo, el olor a bosko y el collar de un hombre que las dominaría profundamente, pero ante él serían seres humanos individuales; a cada una se la consideraría de diferente manera, cada una sería un ser único y maravilloso, un ser apreciado en el mundo secreto del carro de su amo.
En el interior del palacio de Phanius Turmus, sobre su trono, se hallaba sentado Kamchak. La púrpura del Ubar cubría descuidadamente uno de sus hombros, por encima del cuero tuchuk. Ya no estaba rígidamente sentado como antes, ni su humor era tan terrible, ni estaba abstraído, sino que atendía a los detalles de sus asuntos con alegría y ánimo. De vez en cuando hacía una pausa para lanzarle a su kaiila, que estaba atada detrás del trono, algún pedazo de carne. Una cantidad bastante grande de bienes y riquezas se amontonaba a su alrededor, y entre todo ello, también como parte del botín, se arrodillaban algunas de las bellezas de Turia, vestidas sólo con el Sirik. A la derecha del Ubar de los tuchuks, sin cadenas, vestida como una Kajira cubierta, estaba arrodillada Aphris de Turia.
En la estancia también se encontraban sus comandantes, y algunos líderes de los centenares, muchos de ellos con sus mujeres. A mi lado, no vestida como una Kajira sino cubierta con los breves cueros de una chica de los carros, aunque con el collar, estaba Elizabeth Cardwell. Vestida de forma parecida y también con el collar vi, algo escondida tras Harold de los tuchuks, a la orgullosa Hereena, quizás la única chica de los Pueblos del Carro que hoy no era libre en Turia. Solamente ella seguía siendo una esclava, y así sería hasta que a Harold le pareciese. “Me gusta cómo le queda este collar en el cuello”. Nos había dicho en una ocasión en su carro, antes de ordenarle que nos preparase comida a Kamchak y Aphris, y a mí y Elizabeth, o Vella, como la llamaba a veces. Por lo que pude deducir en aquella ocasión, transcurriría bastante tiempo antes de que Hereena dejase de ser una esclava.
Uno tras otro, los hombres de importancia de Turia se arrastraban ante el trono de Kamchak, vestidos con el Kes y encadenados. Kamchak les decía:
—Tus riquezas y tus mujeres son mías. ¿Quién es el amo de Turia?
—Kamchak de los tuchuks —respondían.
Acto seguido, eran apartados de delante del trono.
Para algunos, la pregunta era diferente:
—¿Ha caído Turia?
A lo cual tenían que responder inclinando la cabeza y diciendo:
—Sí, ha caído.
Finalmente, llevaron ante al trono a Phanius Turmus y a Kamras. Ambos se arrodillaron.
Kamchak señaló con un gesto las riquezas que se amontonaban a su alrededor y dijo:
—¿De quién es toda la riqueza de Turia?
—De Kamchak de los tuchuks —respondieron.
Entonces, Kamchak cogió afectuosamente por los cabellos a Aphris y preguntó:
—¿De quién son las mujeres de Turia?
—¡Amo! —dijo Aphris.
—De Kamchak de los tuchuks —respondieron los dos hombres.
—¿Quién es el Ubar de Turia? —preguntó Kamchak entre risas.
—Kamchak de los tuchuks —volvieron a responder.
—¡Que traigan la Piedra del Hogar de la ciudad! —ordenó Kamchak.
La piedra, que era de forma oval, muy antigua, y tallada con la letra inicial de la ciudad, fue traída ante Kamchak, quien la tomó, levantándola por encima de su cabeza y contemplando las miradas atemorizadas de los dos hombres encadenados ante él.
Pero no hizo que la Piedra estallara en mil pedazos lanzándola contra el suelo. Se levantó de su trono y la colocó sobre las manos encadenadas de Phanius Turmus, al tiempo que decía:
—Turia vive, Ubar.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Phanius Turmus, que levantó la Piedra del Hogar de su ciudad hasta su corazón.
—Mañana por la mañana —gritó Kamchak— volveremos a nuestros carros.
—¿Vas a dispensar a Turia de la destrucción, amo? —preguntó Aphris, que conocía muy bien el odio que Kamchak sentía por la ciudad.
—Sí. Turia vivirá.
Aphris le miró sin comprender.
Yo mismo estaba sorprendido, pero nada dije. Creía que Kamchak destruiría la Piedra, para así destruir el corazón de la ciudad y dejarla en ruinas en el recuerdo de los hombres. Fue sólo entonces, en esa audiencia en el palacio de Phanius Turmus, cuando me di cuenta de que permitiría a la ciudad seguir disfrutando de su libertad, y conservar su espíritu. Me había figurado que los turianos podrían retornar quizás a su ciudad, y que las murallas se mantendrían en pie; lo que hasta entonces no había pensado era que Kamchak les permitiría conservar su Piedra del Hogar.
Me parecía un comportamiento muy extraño para un conquistador, y todavía más para un tuchuk.
¿Qué había detrás de esa decisión? ¿Se trataba solamente de lo que dijera Kamchak sobre la necesidad de un enemigo para los Pueblos del Carro? ¿No se escondería tras esta excusa otra razón más compleja?
De pronto, se oyó un alboroto proveniente de la puerta. Tres hombres, seguidos por otros, irrumpieron en aquella sala.
El primero era Conrad de los kassars, y le acompañaban Hakimba de los kataii y un tercer hombre, al que yo no conocía, pero que era un paravaci. Entre los que iban detrás, pude distinguir a Albrecht de los kassars, y también, para mi sorpresa, vi a Tenchika, vestida con los breves cueros y sin collar. Llevaba un bulto envuelto con tela en su mano derecha.
Conrad, Hakimba y el paravaci corrieron hacia el trono de Kamchak, pero ninguno de ellos, como corresponde al Ubar de cada pueblo, se arrodilló ante él.
—Ya se han tomado los presagios —habló Conrad en primer lugar.
—Los han interpretado convenientemente —dijo Hakimba.
—¡Por primera vez en más de cien años —siguió el paravaci—, hay un Ubar San, un Ubar Único, un Amo de los Carros!
Kamchak se levantó y se despojó inmediatamente de la tela púrpura del Ubar turiano, para quedar ataviado con el cuero negro de los tuchuks.
Como un solo hombre, los tres Ubares levantaron sus brazos hacia él.
—¡Kamchak! —gritaron—. ¡Ubar San!
Kamchak alzó los brazos y la estancia quedó en silencio.
—Cada uno de vosotros —dijo—, kassars, kataii y paravaci, tenéis vuestros propios carros y vuestros propios boskos. Continuad así, pero en tiempo de guerra, cuando surjan aquellos que quieran dividirnos, aquellos que quieran combatirnos y amenacen a nuestros carros, a nuestros boskos, a nuestras mujeres, a nuestras llanuras y nuestra tierra, peleemos juntos. Será la única manera de que nadie más pretenda levantarse contra los Pueblos del Carro. Podemos vivir solos, pero cada uno de nosotros pertenece a los carros y lo que nos divide será siempre menos que lo que nos une. Cada uno de nosotros sabe que es malo matar a los boskos y que es bueno ser orgulloso, y que el ser libre y fuerte es algo deseable. Por eso debemos permanecer juntos, y así seremos fuertes y libres. ¡Prometámoslo!
Los tres hombres se colocaron junto a Kamchak y unieron sus manos.
—¡Lo prometemos! —dijeron—. ¡Lo prometemos!
Luego retrocedieron y saludaron:
—¡Salve, Kamchak! ¡Salve, Ubar San!
—¡Salve, Kamchak! —rugieron todos los presentes—. ¡Salve, Kamchak! ¡Ubar San!
Era ya entrada la tarde cuando, terminados todos los asuntos, la sala empezó a vaciarse. Sólo permanecieron algunos comandantes y líderes de centenares. Allí estaban Kamchak y Aphris y allí estábamos Harold y yo, así como Hereena y Elizabeth.
Hasta poco antes nos habían acompañado Albrecht y Tenchika, así como Dina de Turia con sus dos guardianes tuchuks, que habían estado velando por ella durante la caída de la ciudad.
Tenchika se había aproximado a Dina de Turia.
—¿Cómo es que ya no llevas collar? —le había preguntado Dina.
—Soy libre —fue la tímida respuesta de Tenchika.
—¿Volverás a Turia?
—No —sonrió Tenchika—. Me quedaré con Albrecht… con los carros.
Albrecht estaba hablando entonces en otra parte de la sala con Conrad, el Ubar de los kassars.
—Toma —dijo Tenchika poniendo el fardo que llevaba entre las manos de Dina. Son tuyas. Es tu derecho tenerlas, porque te las has ganado.
Dina, que ignoraba el contenido de aquel envoltorio, lo abrió, y vio que en su interior había copas y anillos, piezas de oro y otros objetos valiosos que Albrecht le había dado como recompensa por sus victorias en las competiciones de boleadora.
—Tómalo —insistió Tenchika.
—¿Lo sabe él? —preguntó Dina.
—¡Claro que sí!
—Es muy amable.
—Le quiero —dijo Tenchika antes de besar a Dina y correr fuera de la estancia.
Me acerqué a Dina de Turia, y mirando los objetos que tenía en la mano dije:
—Debes haber hecho una carrera realmente buena.
Ella se echó a reír.
—Con esto tendré bastante para alquilar la ayuda de unos cuantos hombres. Podré reabrir el comercio de mi padre y mis hermanos.
—Si quieres, puedo darte mil veces esta cantidad.
—No —respondió sonriendo—. Prefiero empezar sólo con esto, que es realmente mío.
Acto seguido, se bajó brevemente el velo y me besó.
—Adiós, Tarl Cabot, te deseo lo mejor.
—Yo también te deseo lo mejor, noble Dina de Turia.
—¡Ésta sí que es una fantasía de guerrero! —exclamó—. ¡Sí sólo soy la hija de un panadero!
—Era un hombre noble y valiente.
—Gracias.
—Y su hija también lo es. Sí, es una mujer noble y valiente, y además muy bella.
No le permití que volviera a ponerse el velo hasta después de besarla por última vez, suavemente.
Volvió a cubrirse y se llevó las yemas de los dedos a los labios ahora ocultos para después tocar con ellas los míos, antes de volverse y abandonar la sala.
Elizabeth había contemplado la escena, pero no daba muestras de enfado.
—Es muy bella —me dijo.
—Sí, lo es. —Después miré a Elizabeth y añadí—: Tú también eres bella.
—Lo sé —dijo mirándome con una sonrisa.
—¡Qué muchacha más vanidosa!
—Una muchacha goreana —dijo— no necesita fingir que es modesta cuando sabe que es bella.
—Eso es cierto. Pero, ¿de dónde has sacado la noción de que eres bella?
—Mi amo me lo ha dicho —dijo levantando su preciosa nariz—, y mi amo no miente, ¿verdad que no?
No demasiado a menudo, y menos cuando se trata de cuestiones de tal importancia.
—Por otra parte, he visto que los hombres me miran, y sé positivamente que alcanzaría un buen precio.
Debí parecer escandalizado.
—Sí —continuó diciendo ella—, estoy segura de que valgo muchos discotarns.
—Sí los vales —admití.
—Pero tú no me venderás, ¿verdad que no?
—No, de momento no. Ya veremos, si continúas complaciéndome.
—¡Oh, Tarl!
—Amo —corregí.
—Amo.
—¿Y bien? —inquirí.
—Procuraré seguir complaciéndote —dijo sonriendo.
Me rodeó el cuello con los brazos y me besó.
La retuve durante un buen rato en mis brazos, saboreando sus labios tibios, y la delicadeza de su lengua en la mía.
—Seré tu esclava para siempre —murmuró—. Para siempre, amo, para siempre.
Me resultaba difícil comprender que esa belleza que tenía en mis brazos había sido una vez una simple muchacha de la Tierra. Era casi incomprensible que esa criatura, ahora tuchuk y goreana, era la misma Elizabeth Cardwell, la joven secretaria que hacía ya tanto tiempo se encontrara inexplicablemente en medio de las llanuras de Gor, entre intrigas y circunstancias que tan lejos quedaban de su comprensión. No importaba lo que hubiese sido antes, no importaba que en la Tierra no tuviese más valor que un número de teléfono, que hubiese sido una empleada de poca importancia, con su salario, con la obligación de complacer e impresionar a otros empleados un poco más importantes que ella. No, todo eso no importaba, porque ahora era una criatura que vivía, con libertad de emociones, aunque su carne estuviera sujeta por las cadenas. Ahora era una chica vital, apasionada, enternecedora, amante, mía. Pensaba si aquella transformación habría sido posible en otras muchachas de la Tierra, si habrían podido acabar perteneciendo a un hombre, a un mundo, sin entender lo ocurrido. Me preguntaba si realmente habrían podido sobrevivir en un mundo en el que debían encontrarse con ellas mismas, para ser ellas mismas, un mundo en el que deberían correr, y respirar, y reír, y ser rápidas, y amables. Me preguntaba si otras chicas de mi planeta podrían conservar el orgullo, y hacer que sus corazones se sintieran libres y abiertos mientras su hombre las mantenía con el collar de la esclava durante el tiempo que le viniera en gana. Pero finalmente rechacé estos pensamientos, pues me parecieron cosa de locos.
En la corte del Ubar no quedábamos más que Kamchak y Aphris, Harold y Hereena, y yo junto a Elizabeth Cardwell.
Kamchak me miró desde el otro lado de la habitación.
—En fin —dijo—, parece que la apuesta ha salido bien.
—Apostaste que los otros pueblos, los kassars y los kataii —dije recordando de qué me hablaba—, acudirían en nuestra ayuda, y por eso decidiste no abandonar la ciudad para defender los boskos y los carros de los tuchuks. Realmente, era una apuesta peligrosa.
—Quizás no fuera tan peligrosa como crees, pues conozco a los kataii y a los kassars mejor que ellos mismos.
—Pero también me dijiste que una parte de tu apuesta no había acabado. ¿Ha acabado ya?
—Sí, ha acabado.
—¿Cuál era esta última parte?
—Preveía que los kataii y los kassars, y con el tiempo también los paravaci, comprenderían de qué manera habíamos estado divididos entre nosotros, y cómo nos habíamos destruido, y que al comprenderlo, intentarían ponerle remedio, reconociendo la necesidad de unir nuestros estandartes y poner a todos los millares a las órdenes de un solo mando…
—Es decir, preveías que reconocerían la necesidad de un Ubar San.
—Sí, eso es. En eso consistía la apuesta, en que comprenderían que necesitaban un Ubar San.
—¡Salve! —grité—. ¡Kamchak, Ubar San!
—¡Salve! —gritó Harold—. ¡Kamchak, Ubar San!
Kamchak sonrió y bajó la mirada.
—Pronto llegará la época de caza de los tumits —dijo.
Cuando se volvió para abandonar la habitación del trono de Phanius Turmus, Aphris de Turia se levantó para seguir sus pasos, discretamente.
Kamchak se giró para encararse con ella, que le miró, tratando de averiguar qué era lo que ocurría, pero la expresión de Kamchak era inescrutable. Aphris se quedó donde estaba.
Con gran delicadeza, Kamchak puso las manos en sus brazos y la atrajo hacia sí. Entonces, muy suavemente, la besó.
—¿Amo? —dijo ella, extrañada.
Las manos de Kamchak se pusieron sobre el pesado cierre del collar turiano que ella llevaba. Hizo girar la llave y lo abrió, para luego lanzarlo lejos.
Aphris no decía nada. Solamente se la veía temblar, y su cabeza se agitaba un poco. Se tocó el cuello, todavía incrédula.
—Eres libre —dijo el tuchuk.
Ella le miraba, y era evidente que no le creía.
—No temas. Te daré riquezas —dijo Kamchak sonriendo—. Volverás a ser la mujer más rica de todo Turia.
Aphris no podía responderle nada.
Ella, como los demás, estaba perpleja. Todos nosotros sabíamos que el tuchuk había asumido muchos riesgos para adquirirla. Todos sabíamos el alto precio que había pagado recientemente para que volviese a su carro, tras haber caído en las manos de otro guerrero.
No podíamos entender lo que había hecho.
Kamchak se volvió lentamente y dio la espalda a Aphris. Tomó las riendas de su kaiila, puso un pie en el estribo y montó con facilidad. Después, sin azuzar al animal, salió lentamente de la estancia. Los demás le seguimos, a excepción de Aphris, que permanecía atónita en pie ante el trono del Ubar, vestida de Kajira cubierta, pero ahora sin collar, libre. Se había llevado los dedos a los labios. Parecía aturdida, y sacudía su cabeza.
Caminé tras Kamchak, y Harold lo hacía a mi lado. Hereena y Elizabeth nos seguían, según los cánones, dos pasos atrás.
—¿Cómo es posible que haya perdonado a Turia? —le pregunté a Harold.
—Su madre era turiana —me respondió.
Me detuve.
—¿Acaso no lo sabías? —preguntó.
—No —dije sacudiendo la cabeza—, no lo sabía.
—Tras su muerte, Kutaituchik se aficionó a las cuerdas de kanda.
Kamchak estaba a bastante distancia de nosotros ahora. Harold me miró.
—Sí. Era una chica turiana a la que Kutaituchik había adoptado como esclava. Pero la apreciaba, y la liberó. Se quedó con él en los carros hasta que murió. Era la Ubara de los tuchuks.
Kamchak nos esperaba en el exterior de la puerta principal del palacio. Nuestras kaiilas estaban atadas allí y montamos. Hereena y Elizabeth correrían junto a los estribos.
Empezamos a cabalgar para descender por la avenida que nos llevaría a la puerta principal de la ciudad.
La cara de Kamchak seguía inescrutable.
—¡Esperad! —oímos.
Al girar nuestras monturas vimos a Aphris de Turia, descalza y vestida de Kajira cubierta, corriendo detrás de nosotros.
Se detuvo junto al estribo de Kamchak, y allí se quedó quieta, con la cabeza gacha.
—¿Qué significa esto? —preguntó Kamchak con severidad.
La muchacha no respondió, ni tampoco levantó la cabeza.
Kamchak hizo volver a su kaiila y continuó cabalgando hacia la puerta principal, con nosotros detrás. Aphris, como Hereena y Elizabeth, corría junto al estribo.
Kamchak tiró de las riendas, y todos nos detuvimos. Aphris estaba a su lado, con la cabeza gacha.
—Eres libre —le dijo Kamchak.
Ella, sin levantar la mirada, negó con la cabeza.
—No, no soy libre. Soy de Kamchak de los tuchuks.
Apoyó la cabeza tímidamente en la bota de piel de Kamchak.
—No te entiendo.
Aphris levantó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.
—Por favor, amo —imploró.
—Pero, ¿por qué?
—Porque el olor de los boskos ha acabado por gustarme —dijo sonriendo.
Kamchak también sonrió, y alargó su mano hacia ella.
—Cabalga conmigo, Aphris de Turia —dijo Kamchak de los tuchuks.
Ella tomó su mano, y él la levantó hasta la silla y la colocó frente a sí. Una vez sentada, se volvió y apoyó la cabeza en el hombro del guerrero, llorando dulcemente.
—Esta mujer —dijo Kamchak de los tuchuks con brusquedad, con voz severa, pero a la vez emocionada—, esta mujer se llama Aphris, ¡conocedla! ¡Es la Ubara de los tuchuks! ¡Es la Ubara Sana, la Ubara Sana de mi corazón!
Dejamos que Kamchak y Aphris se adelantaran, y los seguimos unos centenares de metros más atrás, siempre en dirección a la puerta principal de Turia. Abandonamos aquella ciudad, y su Piedra del Hogar, y a sus gentes. Volvíamos a los carros, a los espacios abiertos, a la llanura azotada por el viento que quedaba más allá de las puertas de las altas murallas turianas, de esa ciudad que sólo había sido conquistada una vez. Turia la de las nueve puertas. Turia, la ciudad de las llanuras meridionales de Gor.
En el día anterior a la retirada de los Pueblos del Carro de la ciudad de las nueve puertas y de las altas murallas, Turia, Kamchak celebró audiencia en el palacio de Phanius Turmus. El mismo Ubar turiano, junto con Kamras, el anterior Campeón de Turia, estaba encadenado a la puerta. Ambos vestían el Kes, y limpiaban los pies de todos cuantos entraban.
Turia había sido una ciudad rica, y aunque a los tarnsmanes de Ha-Keel se les pagó una buena cantidad de oro, no representaba gran cosa al lado del total, ni siquiera contando con el que se llevaron los ciudadanos en su huida por las puertas de la muralla que Kamchak mantuvo abiertas durante el incendio de la ciudad. Realmente, las cantidades que tenía escondidas Saphrar en lugares secretos, en docenas de enormes almacenes subterráneos, habrían sido suficientes para hacer de cada tuchuk, y quizás también de cada kataii y de cada kassar un hombre rico, muy rico, en cualquiera de las ciudades de Gor. Recordé que Turia nunca había caído desde su fundación, quizás miles de años atrás.
Así, una buena parte de sus riquezas, aproximadamente un tercio, se destinaron por orden de Kamchak a la ciudad, para que así fuese posible su reconstrucción.
Como buen tuchuk, Kamchak no podía mostrarse tan generoso con las mujeres de la ciudad, y las cinco mil muchachas más bonitas de Turia fueron marcadas y entregadas a los comandantes de los centenares, para que ellos las distribuyesen entre los más bravos y fieros de sus hombres. A las demás mujeres se les permitió quedarse en la ciudad, o bien marcharse por las puertas de las murallas para buscar a sus hombres y familias. Naturalmente, además de las mujeres libres, muchas esclavas habían caído en manos de los guerreros y también fueron enviadas a los diferentes comandantes de los centenares. De ellas, las más maravillosas eran las que se encontraron en los Jardines del Placer de Saphrar de Turia. Por supuesto, las chicas de los Pueblos del Carro que sufrían esclavitud fueron liberadas. En cuanto a las otras, aparte de algunas de Ko-ro-ba en cuya defensa actué, cambiaron sus sedas perfumadas y sus baños calientes y perfumados por la vida nómada, el cuidado de los boskos y armas de sus amos guerreros. Para mi sorpresa, no hubo demasiadas que pusieran objeciones a dejar los lujosos placeres de los jardines de Saphrar, pues con el cambio ganaban la libertad de los vientos y de las llanuras. También soportarían el polvo, el olor a bosko y el collar de un hombre que las dominaría profundamente, pero ante él serían seres humanos individuales; a cada una se la consideraría de diferente manera, cada una sería un ser único y maravilloso, un ser apreciado en el mundo secreto del carro de su amo.
En el interior del palacio de Phanius Turmus, sobre su trono, se hallaba sentado Kamchak. La púrpura del Ubar cubría descuidadamente uno de sus hombros, por encima del cuero tuchuk. Ya no estaba rígidamente sentado como antes, ni su humor era tan terrible, ni estaba abstraído, sino que atendía a los detalles de sus asuntos con alegría y ánimo. De vez en cuando hacía una pausa para lanzarle a su kaiila, que estaba atada detrás del trono, algún pedazo de carne. Una cantidad bastante grande de bienes y riquezas se amontonaba a su alrededor, y entre todo ello, también como parte del botín, se arrodillaban algunas de las bellezas de Turia, vestidas sólo con el Sirik. A la derecha del Ubar de los tuchuks, sin cadenas, vestida como una Kajira cubierta, estaba arrodillada Aphris de Turia.
En la estancia también se encontraban sus comandantes, y algunos líderes de los centenares, muchos de ellos con sus mujeres. A mi lado, no vestida como una Kajira sino cubierta con los breves cueros de una chica de los carros, aunque con el collar, estaba Elizabeth Cardwell. Vestida de forma parecida y también con el collar vi, algo escondida tras Harold de los tuchuks, a la orgullosa Hereena, quizás la única chica de los Pueblos del Carro que hoy no era libre en Turia. Solamente ella seguía siendo una esclava, y así sería hasta que a Harold le pareciese. “Me gusta cómo le queda este collar en el cuello”. Nos había dicho en una ocasión en su carro, antes de ordenarle que nos preparase comida a Kamchak y Aphris, y a mí y Elizabeth, o Vella, como la llamaba a veces. Por lo que pude deducir en aquella ocasión, transcurriría bastante tiempo antes de que Hereena dejase de ser una esclava.
Uno tras otro, los hombres de importancia de Turia se arrastraban ante el trono de Kamchak, vestidos con el Kes y encadenados. Kamchak les decía:
—Tus riquezas y tus mujeres son mías. ¿Quién es el amo de Turia?
—Kamchak de los tuchuks —respondían.
Acto seguido, eran apartados de delante del trono.
Para algunos, la pregunta era diferente:
—¿Ha caído Turia?
A lo cual tenían que responder inclinando la cabeza y diciendo:
—Sí, ha caído.
Finalmente, llevaron ante al trono a Phanius Turmus y a Kamras. Ambos se arrodillaron.
Kamchak señaló con un gesto las riquezas que se amontonaban a su alrededor y dijo:
—¿De quién es toda la riqueza de Turia?
—De Kamchak de los tuchuks —respondieron.
Entonces, Kamchak cogió afectuosamente por los cabellos a Aphris y preguntó:
—¿De quién son las mujeres de Turia?
—¡Amo! —dijo Aphris.
—De Kamchak de los tuchuks —respondieron los dos hombres.
—¿Quién es el Ubar de Turia? —preguntó Kamchak entre risas.
—Kamchak de los tuchuks —volvieron a responder.
—¡Que traigan la Piedra del Hogar de la ciudad! —ordenó Kamchak.
La piedra, que era de forma oval, muy antigua, y tallada con la letra inicial de la ciudad, fue traída ante Kamchak, quien la tomó, levantándola por encima de su cabeza y contemplando las miradas atemorizadas de los dos hombres encadenados ante él.
Pero no hizo que la Piedra estallara en mil pedazos lanzándola contra el suelo. Se levantó de su trono y la colocó sobre las manos encadenadas de Phanius Turmus, al tiempo que decía:
—Turia vive, Ubar.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Phanius Turmus, que levantó la Piedra del Hogar de su ciudad hasta su corazón.
—Mañana por la mañana —gritó Kamchak— volveremos a nuestros carros.
—¿Vas a dispensar a Turia de la destrucción, amo? —preguntó Aphris, que conocía muy bien el odio que Kamchak sentía por la ciudad.
—Sí. Turia vivirá.
Aphris le miró sin comprender.
Yo mismo estaba sorprendido, pero nada dije. Creía que Kamchak destruiría la Piedra, para así destruir el corazón de la ciudad y dejarla en ruinas en el recuerdo de los hombres. Fue sólo entonces, en esa audiencia en el palacio de Phanius Turmus, cuando me di cuenta de que permitiría a la ciudad seguir disfrutando de su libertad, y conservar su espíritu. Me había figurado que los turianos podrían retornar quizás a su ciudad, y que las murallas se mantendrían en pie; lo que hasta entonces no había pensado era que Kamchak les permitiría conservar su Piedra del Hogar.
Me parecía un comportamiento muy extraño para un conquistador, y todavía más para un tuchuk.
¿Qué había detrás de esa decisión? ¿Se trataba solamente de lo que dijera Kamchak sobre la necesidad de un enemigo para los Pueblos del Carro? ¿No se escondería tras esta excusa otra razón más compleja?
De pronto, se oyó un alboroto proveniente de la puerta. Tres hombres, seguidos por otros, irrumpieron en aquella sala.
El primero era Conrad de los kassars, y le acompañaban Hakimba de los kataii y un tercer hombre, al que yo no conocía, pero que era un paravaci. Entre los que iban detrás, pude distinguir a Albrecht de los kassars, y también, para mi sorpresa, vi a Tenchika, vestida con los breves cueros y sin collar. Llevaba un bulto envuelto con tela en su mano derecha.
Conrad, Hakimba y el paravaci corrieron hacia el trono de Kamchak, pero ninguno de ellos, como corresponde al Ubar de cada pueblo, se arrodilló ante él.
—Ya se han tomado los presagios —habló Conrad en primer lugar.
—Los han interpretado convenientemente —dijo Hakimba.
—¡Por primera vez en más de cien años —siguió el paravaci—, hay un Ubar San, un Ubar Único, un Amo de los Carros!
Kamchak se levantó y se despojó inmediatamente de la tela púrpura del Ubar turiano, para quedar ataviado con el cuero negro de los tuchuks.
Como un solo hombre, los tres Ubares levantaron sus brazos hacia él.
—¡Kamchak! —gritaron—. ¡Ubar San!
Kamchak alzó los brazos y la estancia quedó en silencio.
—Cada uno de vosotros —dijo—, kassars, kataii y paravaci, tenéis vuestros propios carros y vuestros propios boskos. Continuad así, pero en tiempo de guerra, cuando surjan aquellos que quieran dividirnos, aquellos que quieran combatirnos y amenacen a nuestros carros, a nuestros boskos, a nuestras mujeres, a nuestras llanuras y nuestra tierra, peleemos juntos. Será la única manera de que nadie más pretenda levantarse contra los Pueblos del Carro. Podemos vivir solos, pero cada uno de nosotros pertenece a los carros y lo que nos divide será siempre menos que lo que nos une. Cada uno de nosotros sabe que es malo matar a los boskos y que es bueno ser orgulloso, y que el ser libre y fuerte es algo deseable. Por eso debemos permanecer juntos, y así seremos fuertes y libres. ¡Prometámoslo!
Los tres hombres se colocaron junto a Kamchak y unieron sus manos.
—¡Lo prometemos! —dijeron—. ¡Lo prometemos!
Luego retrocedieron y saludaron:
—¡Salve, Kamchak! ¡Salve, Ubar San!
—¡Salve, Kamchak! —rugieron todos los presentes—. ¡Salve, Kamchak! ¡Ubar San!
Era ya entrada la tarde cuando, terminados todos los asuntos, la sala empezó a vaciarse. Sólo permanecieron algunos comandantes y líderes de centenares. Allí estaban Kamchak y Aphris y allí estábamos Harold y yo, así como Hereena y Elizabeth.
Hasta poco antes nos habían acompañado Albrecht y Tenchika, así como Dina de Turia con sus dos guardianes tuchuks, que habían estado velando por ella durante la caída de la ciudad.
Tenchika se había aproximado a Dina de Turia.
—¿Cómo es que ya no llevas collar? —le había preguntado Dina.
—Soy libre —fue la tímida respuesta de Tenchika.
—¿Volverás a Turia?
—No —sonrió Tenchika—. Me quedaré con Albrecht… con los carros.
Albrecht estaba hablando entonces en otra parte de la sala con Conrad, el Ubar de los kassars.
—Toma —dijo Tenchika poniendo el fardo que llevaba entre las manos de Dina. Son tuyas. Es tu derecho tenerlas, porque te las has ganado.
Dina, que ignoraba el contenido de aquel envoltorio, lo abrió, y vio que en su interior había copas y anillos, piezas de oro y otros objetos valiosos que Albrecht le había dado como recompensa por sus victorias en las competiciones de boleadora.
—Tómalo —insistió Tenchika.
—¿Lo sabe él? —preguntó Dina.
—¡Claro que sí!
—Es muy amable.
—Le quiero —dijo Tenchika antes de besar a Dina y correr fuera de la estancia.
Me acerqué a Dina de Turia, y mirando los objetos que tenía en la mano dije:
—Debes haber hecho una carrera realmente buena.
Ella se echó a reír.
—Con esto tendré bastante para alquilar la ayuda de unos cuantos hombres. Podré reabrir el comercio de mi padre y mis hermanos.
—Si quieres, puedo darte mil veces esta cantidad.
—No —respondió sonriendo—. Prefiero empezar sólo con esto, que es realmente mío.
Acto seguido, se bajó brevemente el velo y me besó.
—Adiós, Tarl Cabot, te deseo lo mejor.
—Yo también te deseo lo mejor, noble Dina de Turia.
—¡Ésta sí que es una fantasía de guerrero! —exclamó—. ¡Sí sólo soy la hija de un panadero!
—Era un hombre noble y valiente.
—Gracias.
—Y su hija también lo es. Sí, es una mujer noble y valiente, y además muy bella.
No le permití que volviera a ponerse el velo hasta después de besarla por última vez, suavemente.
Volvió a cubrirse y se llevó las yemas de los dedos a los labios ahora ocultos para después tocar con ellas los míos, antes de volverse y abandonar la sala.
Elizabeth había contemplado la escena, pero no daba muestras de enfado.
—Es muy bella —me dijo.
—Sí, lo es. —Después miré a Elizabeth y añadí—: Tú también eres bella.
—Lo sé —dijo mirándome con una sonrisa.
—¡Qué muchacha más vanidosa!
—Una muchacha goreana —dijo— no necesita fingir que es modesta cuando sabe que es bella.
—Eso es cierto. Pero, ¿de dónde has sacado la noción de que eres bella?
—Mi amo me lo ha dicho —dijo levantando su preciosa nariz—, y mi amo no miente, ¿verdad que no?
No demasiado a menudo, y menos cuando se trata de cuestiones de tal importancia.
—Por otra parte, he visto que los hombres me miran, y sé positivamente que alcanzaría un buen precio.
Debí parecer escandalizado.
—Sí —continuó diciendo ella—, estoy segura de que valgo muchos discotarns.
—Sí los vales —admití.
—Pero tú no me venderás, ¿verdad que no?
—No, de momento no. Ya veremos, si continúas complaciéndome.
—¡Oh, Tarl!
—Amo —corregí.
—Amo.
—¿Y bien? —inquirí.
—Procuraré seguir complaciéndote —dijo sonriendo.
Me rodeó el cuello con los brazos y me besó.
La retuve durante un buen rato en mis brazos, saboreando sus labios tibios, y la delicadeza de su lengua en la mía.
—Seré tu esclava para siempre —murmuró—. Para siempre, amo, para siempre.
Me resultaba difícil comprender que esa belleza que tenía en mis brazos había sido una vez una simple muchacha de la Tierra. Era casi incomprensible que esa criatura, ahora tuchuk y goreana, era la misma Elizabeth Cardwell, la joven secretaria que hacía ya tanto tiempo se encontrara inexplicablemente en medio de las llanuras de Gor, entre intrigas y circunstancias que tan lejos quedaban de su comprensión. No importaba lo que hubiese sido antes, no importaba que en la Tierra no tuviese más valor que un número de teléfono, que hubiese sido una empleada de poca importancia, con su salario, con la obligación de complacer e impresionar a otros empleados un poco más importantes que ella. No, todo eso no importaba, porque ahora era una criatura que vivía, con libertad de emociones, aunque su carne estuviera sujeta por las cadenas. Ahora era una chica vital, apasionada, enternecedora, amante, mía. Pensaba si aquella transformación habría sido posible en otras muchachas de la Tierra, si habrían podido acabar perteneciendo a un hombre, a un mundo, sin entender lo ocurrido. Me preguntaba si realmente habrían podido sobrevivir en un mundo en el que debían encontrarse con ellas mismas, para ser ellas mismas, un mundo en el que deberían correr, y respirar, y reír, y ser rápidas, y amables. Me preguntaba si otras chicas de mi planeta podrían conservar el orgullo, y hacer que sus corazones se sintieran libres y abiertos mientras su hombre las mantenía con el collar de la esclava durante el tiempo que le viniera en gana. Pero finalmente rechacé estos pensamientos, pues me parecieron cosa de locos.
En la corte del Ubar no quedábamos más que Kamchak y Aphris, Harold y Hereena, y yo junto a Elizabeth Cardwell.
Kamchak me miró desde el otro lado de la habitación.
—En fin —dijo—, parece que la apuesta ha salido bien.
—Apostaste que los otros pueblos, los kassars y los kataii —dije recordando de qué me hablaba—, acudirían en nuestra ayuda, y por eso decidiste no abandonar la ciudad para defender los boskos y los carros de los tuchuks. Realmente, era una apuesta peligrosa.
—Quizás no fuera tan peligrosa como crees, pues conozco a los kataii y a los kassars mejor que ellos mismos.
—Pero también me dijiste que una parte de tu apuesta no había acabado. ¿Ha acabado ya?
—Sí, ha acabado.
—¿Cuál era esta última parte?
—Preveía que los kataii y los kassars, y con el tiempo también los paravaci, comprenderían de qué manera habíamos estado divididos entre nosotros, y cómo nos habíamos destruido, y que al comprenderlo, intentarían ponerle remedio, reconociendo la necesidad de unir nuestros estandartes y poner a todos los millares a las órdenes de un solo mando…
—Es decir, preveías que reconocerían la necesidad de un Ubar San.
—Sí, eso es. En eso consistía la apuesta, en que comprenderían que necesitaban un Ubar San.
—¡Salve! —grité—. ¡Kamchak, Ubar San!
—¡Salve! —gritó Harold—. ¡Kamchak, Ubar San!
Kamchak sonrió y bajó la mirada.
—Pronto llegará la época de caza de los tumits —dijo.
Cuando se volvió para abandonar la habitación del trono de Phanius Turmus, Aphris de Turia se levantó para seguir sus pasos, discretamente.
Kamchak se giró para encararse con ella, que le miró, tratando de averiguar qué era lo que ocurría, pero la expresión de Kamchak era inescrutable. Aphris se quedó donde estaba.
Con gran delicadeza, Kamchak puso las manos en sus brazos y la atrajo hacia sí. Entonces, muy suavemente, la besó.
—¿Amo? —dijo ella, extrañada.
Las manos de Kamchak se pusieron sobre el pesado cierre del collar turiano que ella llevaba. Hizo girar la llave y lo abrió, para luego lanzarlo lejos.
Aphris no decía nada. Solamente se la veía temblar, y su cabeza se agitaba un poco. Se tocó el cuello, todavía incrédula.
—Eres libre —dijo el tuchuk.
Ella le miraba, y era evidente que no le creía.
—No temas. Te daré riquezas —dijo Kamchak sonriendo—. Volverás a ser la mujer más rica de todo Turia.
Aphris no podía responderle nada.
Ella, como los demás, estaba perpleja. Todos nosotros sabíamos que el tuchuk había asumido muchos riesgos para adquirirla. Todos sabíamos el alto precio que había pagado recientemente para que volviese a su carro, tras haber caído en las manos de otro guerrero.
No podíamos entender lo que había hecho.
Kamchak se volvió lentamente y dio la espalda a Aphris. Tomó las riendas de su kaiila, puso un pie en el estribo y montó con facilidad. Después, sin azuzar al animal, salió lentamente de la estancia. Los demás le seguimos, a excepción de Aphris, que permanecía atónita en pie ante el trono del Ubar, vestida de Kajira cubierta, pero ahora sin collar, libre. Se había llevado los dedos a los labios. Parecía aturdida, y sacudía su cabeza.
Caminé tras Kamchak, y Harold lo hacía a mi lado. Hereena y Elizabeth nos seguían, según los cánones, dos pasos atrás.
—¿Cómo es posible que haya perdonado a Turia? —le pregunté a Harold.
—Su madre era turiana —me respondió.
Me detuve.
—¿Acaso no lo sabías? —preguntó.
—No —dije sacudiendo la cabeza—, no lo sabía.
—Tras su muerte, Kutaituchik se aficionó a las cuerdas de kanda.
Kamchak estaba a bastante distancia de nosotros ahora. Harold me miró.
—Sí. Era una chica turiana a la que Kutaituchik había adoptado como esclava. Pero la apreciaba, y la liberó. Se quedó con él en los carros hasta que murió. Era la Ubara de los tuchuks.
Kamchak nos esperaba en el exterior de la puerta principal del palacio. Nuestras kaiilas estaban atadas allí y montamos. Hereena y Elizabeth correrían junto a los estribos.
Empezamos a cabalgar para descender por la avenida que nos llevaría a la puerta principal de la ciudad.
La cara de Kamchak seguía inescrutable.
—¡Esperad! —oímos.
Al girar nuestras monturas vimos a Aphris de Turia, descalza y vestida de Kajira cubierta, corriendo detrás de nosotros.
Se detuvo junto al estribo de Kamchak, y allí se quedó quieta, con la cabeza gacha.
—¿Qué significa esto? —preguntó Kamchak con severidad.
La muchacha no respondió, ni tampoco levantó la cabeza.
Kamchak hizo volver a su kaiila y continuó cabalgando hacia la puerta principal, con nosotros detrás. Aphris, como Hereena y Elizabeth, corría junto al estribo.
Kamchak tiró de las riendas, y todos nos detuvimos. Aphris estaba a su lado, con la cabeza gacha.
—Eres libre —le dijo Kamchak.
Ella, sin levantar la mirada, negó con la cabeza.
—No, no soy libre. Soy de Kamchak de los tuchuks.
Apoyó la cabeza tímidamente en la bota de piel de Kamchak.
—No te entiendo.
Aphris levantó la cabeza, y había lágrimas en sus ojos.
—Por favor, amo —imploró.
—Pero, ¿por qué?
—Porque el olor de los boskos ha acabado por gustarme —dijo sonriendo.
Kamchak también sonrió, y alargó su mano hacia ella.
—Cabalga conmigo, Aphris de Turia —dijo Kamchak de los tuchuks.
Ella tomó su mano, y él la levantó hasta la silla y la colocó frente a sí. Una vez sentada, se volvió y apoyó la cabeza en el hombro del guerrero, llorando dulcemente.
—Esta mujer —dijo Kamchak de los tuchuks con brusquedad, con voz severa, pero a la vez emocionada—, esta mujer se llama Aphris, ¡conocedla! ¡Es la Ubara de los tuchuks! ¡Es la Ubara Sana, la Ubara Sana de mi corazón!
Dejamos que Kamchak y Aphris se adelantaran, y los seguimos unos centenares de metros más atrás, siempre en dirección a la puerta principal de Turia. Abandonamos aquella ciudad, y su Piedra del Hogar, y a sus gentes. Volvíamos a los carros, a los espacios abiertos, a la llanura azotada por el viento que quedaba más allá de las puertas de las altas murallas turianas, de esa ciudad que sólo había sido conquistada una vez. Turia la de las nueve puertas. Turia, la ciudad de las llanuras meridionales de Gor.
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