Hubiera podido acabar con el tuchuk atravesándole con mi pesada lanza goreana, pero así solamente hubiese conseguido dejarles el campo libre a los demás guerreros para que empleasen las armas a su antojo. Luego, solamente me habría quedado una salida: tirarme al suelo, como hacen los cazadores de Ar después de lanzar su lanza a un larl, y cubrirme con el escudo. Pero enseguida me habrían rodeado las patas provistas de garras de cuatro kaiilas rugientes y jadeantes, y los cuatro jinetes habrían clavado sus lanzas en mi cuerpo tendido, desamparado.
Por eso había decidido confiar en el respeto de los Pueblos del Carro por el coraje de los hombres, y jugármelo todo a esa carta: no hice ningún ademán de defenderme y permanecí de pie, inmóvil; aunque el corazón se agitara en mi pecho, aunque la sangre emprendiese una loca carrera por mis venas, en mi cara no se reflejaba ninguna señal de agitación, y en ninguno de mis músculos o tendones se producía el más leve temblor.
En mi expresión sólo había desdén.
En el último instante, cuando las lanzas de los cuatro jinetes no estaban más que a un palmo de mi cuerpo, las rabiosas kaiilas detuvieron su carga brutal entre gritos y silbidos ensordecedores, obedeciendo a las riendas. De sus patas emergieron las zarpas que se clavaron en la tierra, desgarrándola. Ni uno solo de los cuatro jinetes vaciló por un instante en su silla a pesar de tan súbita parada. A los niños de los Pueblos del Carro se les enseña antes a montar las kaiilas que a andar.
—¡Aieee! —gritó el guerrero de los kataii.
Él y los demás hicieron girar sus monturas y se agruparon unos metros más allá, sin dejar de mirarme.
No me había movido ni un ápice.
—Soy Tarl Cabot —dije—. Vengo en son de paz.
Los jinetes intercambiaron miradas y luego, obedeciendo a una señal del corpulento tuchuk, se alejaron de mi un poco más.
No podía oír lo que estaban diciendo, pero era evidente que discutían.
Me apoyé en mi lanza y bostecé, mirando hacia las manadas de boskos.
Mi pulso seguía muy acelerado. Sabía que si me hubiese movido, o mostrado miedo, o intentado huir, ahora estaría muerto. También cabía la posibilidad de haber luchado. Quizás habría salido victorioso, pero realmente era muy poco probable. Después de matar a, pongamos, dos de ellos, los demás se habrían alejado, y con sus flechas y boleadoras me habrían tumbado fácilmente. Además, lo que era más importante: no deseaba presentarme ante esa gente como un enemigo. Como había dicho, venía en son de paz.
Finalmente, el tuchuk se separó del grupo y avanzó con su kaiila encabritada hasta quedar a unos doce metros de mí.
—Eres un extranjero —me dijo.
—Vengo a los Pueblos del Carro en son de paz.
—No llevas ninguna insignia en tu escudo. Eres un proscrito.
No respondí. Tenía derecho a llevar las marcas de la ciudad de Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana , pero no había querido. Hacía mucho tiempo, Ko-ro-ba y Ar habían hecho retroceder la invasión del norte que una alianza de los Pueblos del Carro había llevado a cabo, y los recuerdos de estos hechos, rememorados en las canciones de los campamentos, todavía debían escocer y causar rencor en el ánimo de tan fieras y orgullosas gentes. No, no quería presentarme ante ellos como un enemigo.
—¿Cuál era tu ciudad? —preguntó el tuchuk.
Como guerrero de Ko-ro-ba, no tenía más remedio que responder a esta pregunta.
—Soy de Ko-ro-ba —dije—. Ya habréis oído hablar de esa ciudad.
La expresión del guerrero se endureció, y luego se convirtió en una mueca.
—He oído canciones sobre Ko-ro-ba.
No le repliqué.
—¡Un korobano! —gritó volviéndose a los demás.
Los hombres se agitaron en sus sillas, nerviosos, y hablaron con furia entre ellos.
—Hicimos que volvieseis sobre vuestros pasos —dije.
—¿Qué asunto te trae a los Pueblos del Carro? —preguntó el guerrero.
Antes de responder hice una pausa para reflexionar. ¿Qué podía decirle? Debía andarme con mucho cuidado en lo que concernía a esta cuestión.
—Ya ves que no llevo ninguna insignia en mi escudo, ni tampoco en mi túnica.
—Eres un insensato —dijo asintiendo—. Nadie busca refugio entre los Pueblos del Carro.
Le había hecho creer que era un proscrito, un fugitivo.
Echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.
—¡Un korobano! —exclamó dándose una palmada en el muslo—. ¡Y busca refugio en los Pueblos del Carro! —añadió mientras continuaba riendo hasta tal punto que las lágrimas le resbalaban por la cara—. Decididamente, debes ser idiota.
—Luchemos —sugerí.
Con rabia, el tuchuk tiró de las riendas de su kaiila, lo que hizo que el animal bramara y se levantase sobre las patas traseras dando zarpazos al aire.
—¡No sabes cuánto desearía hacerlo, eslín korobano! —escupió—. ¡Ya puedes empezar a rezar a los Reyes Sacerdotes para que la lanza no me señale!
No entendí a qué se refería.
Hizo volver a su montura y en un par de saltos se plantó de nuevo entre sus compañeros.
Quien se aproximó entonces fue el kassar.
—Korobano —dijo—, ¿no temías nuestras lanzas?
—Sí, las temía —respondí.
—Pero no has mostrado tu miedo.
Me encogí de hombros.
—Acabas de decirme que sentías temor —dijo con expresión de curiosidad.
Aparté la mirada.
—Y eso —añadió el jinete— me hace pensar en el coraje.
Nos estudiamos uno a otro por un momento, midiéndonos. Y después dijo:
—Aunque seas un habitante de las ciudades, una sabandija de las murallas, creo que no eres indigno, y por eso le ruego a la lanza que me señale a mí.
Hizo dar la vuelta a su kaiila y volvió junto a sus compañeros.
Volvieron a conferenciar durante unos segundos y acto seguido se aproximó el guerrero de los kataii. Era un hombre ágil y orgulloso, y en sus ojos se podía leer que nunca le habían derribado de su silla, y que ningún enemigo le había hecho retroceder.
Tenía la mano sobre la cuerda del arco, y la tensaba. Pero no había ninguna flecha dispuesta en el arma.
—¿Dónde están tus hombres? —preguntó.
—Vengo solo.
El guerrero se levantó sobre los estribos y empequeñeció los ojos.
—¿Por qué has venido a espiarnos? —preguntó.
—No soy un espía.
—Los turianos te han enviado —dijo.
—No —respondí.
—Eres un extranjero.
—Vengo en son de paz.
—¿Acaso no sabes que los Pueblos del Carro matan a los extranjeros?
—Sí —respondí—. Algo de eso he oído.
—Pues es cierto —dijo antes de volverme la espalda y reunirse con sus compañeros.
El último en acercarse fue el guerrero de los paravaci, cubierto con su capa de pieles blancas y luciendo el amplio y brillante collar de piedras preciosas alrededor de su cuello.
—Es bonito —dijo señalando su collar—, ¿no crees?
—Sí —respondí.
—Con esto pueden comprarse diez boskos —dijo—, y veinte carros cubiertos de tela de oro y un centenar de esclavas de Turia.
Aparté la mirada.
—¿No codicias estas piedras? —siguió diciendo para provocarme—. ¿No deseas todas esas riquezas?
—No.
—Pues podrías obtenerlas —dijo con expresión rabiosa.
—¿Qué debería hacer? —pregunté.
—¡Matarme! —respondió entre carcajadas.
—Probablemente no sean más que piedras falsas —le dije con serenidad—. Sí, quizás sólo son gotas de ámbar, o perlas del sorp del Vosk, o conchas pulidas del molusco del Tamber… o cristales cortados y coloreados en Ar para hacer negocio con los ignorantes pueblos del sur.
La ira deformó todavía más ese rostro poblado de terribles surcos.
Se arrancó el collar y lo lanzó a mis pies.
—¡Comprueba tú mismo el valor de estas piedras! —gritó.
Alcancé el collar con la punta de la lanza y lo observé a la luz del sol. Colgaba como un broche de luz, como un espectro de riquezas inmensas, suficientes para contentar los sueños de más de cien mercaderes.
—Excelente —admití, devolviéndoselo con la punta de mi lanza.
Lo cogió con rabia y lo ató al pomo de su silla.
—Sí, es excelente —dije—, pero yo soy de la Casta de los Guerreros de una muy alta ciudad, y nosotros no manchamos nuestras espadas por las piedras de los hombres. Ni siquiera por piedras como éstas.
El paravaci se había quedado sin habla.
—Te has atrevido a tentarme —continué diciendo con expresión de enfado— como si fuera de la Casta de los Asesinos, o peor todavía, como si fuera un vulgar ladrón que se oculta con su daga al amparo de la noche. Ten cuidado —le dije mirándole con severidad—, porque puedo tomarme tus palabras como un insulto.
El paravaci, cubierto por su capa de pieles blancas, con el valiosísimo collar atado a la silla, permanecía sentado, rígido, completamente enfurecido. Por fin, las cicatrices se agitaron en su rostro, se levantó de un salto sobre los estribos y alzando los brazos hacia el cielo gritó:
—¡Espíritu del Cielo! ¡Haz que la lanza me elija a mí!
Y después, abruptamente, con furia, hizo girar su kaiila para reunirse con los demás. Una vez entre ellos se volvió para mirarme fijamente.
El tuchuk cogió su lanza larga y fina, y la clavó en el suelo, con la punta hacia arriba. Tras ello, los cuatro jinetes empezaron a cabalgar alrededor del arma con su mano libre, prestos a apoderarse de ella en cuanto empezase a caer.
El viento parecía arreciar.
Sabía que esos guerreros me estaban honrando a su manera, que me respetaban por la reacción que había tenido ante su carga con las lanzas. Por esta razón se prestaban ahora a esta especie de sorteo, para que el cielo eligiera al guerrero que iba a vencerme, las armas que iban a bañarse en mi sangre y la kaiila que me desollaría con sus garras.
Miré la lanza que temblaba en la tierra agitada, y me di cuenta de la gran atención que ponían los jinetes en el más mínimo movimiento del arma enhiesta. Pronto caería.
Ahora podía ver con mayor claridad a las manadas, e incluso distinguía individualmente a algunos animales. Sus cuellos peludos y retorcidos se movían entre la polvareda, y los cuernos de millares de ejemplares brillaban al sol poniente. También los jinetes, que corrían a uno y otro lado sobre sus veloces y esbeltas kaiilas, se destacaban del conjunto. Era un bello espectáculo contemplar el sol reflejado por las cornamentas en el velo de polvo que flotaba por encima de las manadas.
La lanza todavía no había caído.
Pronto harían que los animales diesen vueltas para apiñarlos en grupos. De esta manera no tardarían en formar por sí mismos una muralla que detendría al resto de las manadas. Allí podrían pastar y descansar durante toda la noche. Naturalmente, los carros también se detendrían. En el avance de los carros, las manadas representan a la vez una vanguardia y una muralla para ellos. Muchas veces he oído decir que nadie sabe a ciencia cierta cuántos carros hay, y que los animales tampoco tienen un número adjudicado. Ambas afirmaciones son falsas: los Ubares de los Pueblos del Carro conocen bien todas y cada una de las viviendas, así como las bestias marcadas en las diferentes manadas. Cada manada, dicho sea de paso, está compuesta por otras manadas más pequeñas, y determinados jinetes están encargados de su vigilancia.
Los mugidos parecían proceder ahora del mismo cielo, como si de una tormenta se tratara, o del horizonte, como si fuera un océano que iba a romper en una ola inmensa y espumosa al llegar a la orilla. Lo que se acercaba, efectivamente, podía compararse a un mar o a un fenómeno natural de inconmensurables proporciones. Y de eso se trataba, supongo. Y ahora, por primera vez, podía sentir con toda claridad el olor que desprendían esas manadas. Era un olor fresco, como de almizcle, un olor muy penetrante, que provenía de la hierba aplastada, de la tierra revuelta, de los excrementos, la orina y el sudor de quizás más de un millón de bestias. La magnífica vitalidad de ese olor, que para algunos resulta tan ofensivo, me sorprendió, me emocionó porque me hacía sentir la riqueza de la vida, su poder desbordante, bullicioso, primitivo, inconcebible, brutal, maloliente, aplastante, resonante, imparable. Era una avalancha de tejidos, de sangre, de esplendor; una catarata invencible, gloriosa, insistente; era una oleada de resoplidos, de pezuñas, de animales que venían, que sentían bajo su peso la blandura acogedora de la madre tierra azotada por el viento. Y fue en ese instante cuando sentí lo que el bosko debía significar para los Pueblos del Carro.
—¡Ho!
En cuanto oí este grito me giré y pude ver cómo la lanza negra caía y cómo, cuando apenas se había movido, la mano del guerrero tuchuk se apoderaba de ella.