23 - LA BATALLA DE LOS CARROS

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Kamchak había ordenado que a sus columnas de ataque a la ciudad les siguieran un par de docenas de carros, la mayor parte de ellos destinados a cargar con provisiones. Uno de esos carros, desprovisto de techo, transportaba a los dos tarns que Harold y yo habíamos robado de la azotea del torreón, en la Casa de Saphrar. Los habían traído para nosotros, pues se pensaba que podían resultarnos útiles en el ataque a la ciudad o en el transporte de material o de hombres. Un tarn puede transportar una cuerda con nudos de la que cuelguen de siete a diez hombres, y sin ningún problema.
Harold y yo corrimos por entre esos carros montados en nuestras kaiilas. Detrás de nosotros atronaban los millares, que continuarían su camino hacia el campamento principal, que quedaba a varios ahns de allí. Íbamos a montar en nuestros tarns, Harold para volar en dirección al campamento kassar, y yo hacia los kataii, con la intención de pedirles ayuda. La verdad es que tenía muy pocas esperanzas de que alguno de esos pueblos acudiese en ayuda de los tuchuks. Después de cumplir con esa misión, Harold y yo debíamos reunirnos con nuestros respectivos millares en su camino hacia el campamento tuchuk, para así tomar el mando y hacer lo que en nuestra mano estuviera en defensa de los boskos y de los carros. Entretanto, Kamchak habría formado a sus fuerzas en el interior de la ciudad y se prepararía para la retirada, lo que le permitiría enfrentarse a los paravaci. La muerte de Kutaituchik quedaría sin vengar.
Con gran sorpresa me enteré de que los Ubares de los kassars, los kataii y los paravaci eran respectivamente Conrad, Hakimba y Tolnus, los mismos a los que había conocido junto a Kamchak en las Llanuras de Turia cuando llegué por primera vez a los Pueblos del Carro. Lo que en un principio había tomado por una simple avanzadilla de cuatro jinetes había resultado ser una reunión de Ubares de los Pueblos del Carro. Debí darme cuenta que cuatro jinetes sin graduación de diferentes pueblos nunca habrían cabalgado juntos. Por otra parte, los kassars, como los kataii y los paravaci, son muy precavidos a la hora de revelar quién es su auténtico Ubar, y en eso tampoco se diferencian en nada de los tuchuks. Cada uno de esos pueblos tiene a su propio falso Ubar para proteger al verdadero del peligro de asesinato. Pero Kamchak me había asegurado que Conrad, Hakimba y Tolnus eran los auténticos Ubares de los pueblos.
Cuando descendí con mi tarn entre los sorprendidos kataii, aquellos guerreros de piel oscura estuvieron a punto de liquidarme a flechazos. Pero mi chaqueta negra con el emblema de los cuatro cuernos de bosko hizo que me reconocieran como el correo tuchuk que era, y en cuanto aterricé guiaron mis pasos hacia la tarima del Ubar de los kataii. Me permitieron hablar directamente con Hakimba tras dejar bien claro a mi escolta que conocía la identidad de su verdadero Ubar, y que me era imprescindible hablar con él.
Tal como esperaba, los ojos marrones de Hakimba y la expresión de su cara repleta de cicatrices demostraron muy poco interés durante mi explicación de los apuros por los que pasaba el pueblo tuchuk.
Por lo visto, para él no tenía demasiada importancia que los paravaci atacaran el ganado y los carros de los tuchuks mientras la mayoría de sus guerreros estaban comprometidos en la invasión de Turia. Lo que no le parecía bien era que el ataque hubiese tenido lugar durante la celebración del Año del Presagio, pues ése era un período de tregua general entre los Pueblos del Carro. También me pareció que tocaba su fibra sensible cuando le hablé de la presunta complicidad de los paravaci con los turianos, dado el momento del ataque y la manera de llevarlo a cabo. Así, no sólo había tenido lugar durante el Año del Presagio, sino que además daba la impresión de que los paravaci intentaban alejar a los tuchuks de Turia. Pero finalmente, aunque Hakimba no aprobaba la acción de los paravaci y contemplaba con indignación la posibilidad de que hubiesen ayudado a los turianos, no veía en todo ello motivos suficientes para hacer intervenir a sus propios hombres en una lucha que no parecía concernirle directamente.
—Nosotros tenemos nuestros propios carros —dijo Hakimba—. Nuestros carros no son los carros de los tuchuks, ni de los kassars, ni de los paravaci. Si los paravaci atacan nuestros carros, lucharemos, pero no lo haremos hasta entonces.
Hakimba se mantuvo en esta opinión, y cuando volví a subir a la silla de mi tarn, mi corazón estaba lleno de un gran pesar.
—También he oído —añadí—, que los paravaci están matando a los boskos.
—¿Que matan a los boskos? —preguntó con escepticismo.
—Sí. Y luego arrancan las anillas de los morros para venderlos en Turia después de la retirada de los tuchuks.
—Eso está muy mal hecho. No hay que matar a los boskos.
—¿No ayudarás?
—Nosotros tenemos nuestros propios carros —volvió a decir Hakimba—, y lo que haremos será cuidar de ellos.
—¿Que harás si al año siguiente los paravaci y los turianos se vuelven contra los kataii y matan a vuestros boskos?
—Los paravaci —respondió lentamente Hakimba— desearían ser el único pueblo. Sí, les gustaría poseer todos los pastos de la llanura, y todos los boskos.
—Entonces, ¿lucharás?
—Si los paravaci nos atacan, lucharemos —dijo Hakimba para luego levantar la vista hacia donde me encontraba y añadir—: Tenemos nuestros propios carros, y debemos velar por ellos.
Tiré de la correa principal e hice que el tarn se elevara en el aire para encaminarme por los cielos que cubrían la llanura hacia mi millar, el millar con el que debía luchar.
En un punto de mi vuelo avisté el Valle del Presagio, en donde los arúspices seguían haciendo conjeturas sobre sus altares humeantes. No pude evitar reírme amargamente.
Al cabo de unos cuantos ehns llegué a mi millar y confié el tarn a cinco hombres, que cuidarían de él hasta que llegase el carro descubierto, que venía más atrás, siguiendo las huellas de los jinetes.
No había pasado más de un ahn cuando llegó Harold. Con cara de pocos amigos hizo aterrizar a su tarn entre las dos columnas, la de su millar y la mía. No le llevó más que unos segundos entregar el tarn a unos cinco hombres y saltar a lomos de una kaiila. Con gran satisfacción, había comprobado que Harold dominaba bastante bien su tarn. Por lo visto no desperdició el tiempo en los últimos días, los que habían transcurrido desde nuestra escapada del torreón de Saphrar, aprovechándolos para familiarizarse con las correas de la silla y con los hábitos y las respuestas del ave. Pero en ese momento no parecía demasiado contento, y se puso a cabalgar junto a mí sin pronunciar palabra.
De la misma manera que no había obtenido ningún fruto de mi entrevista con los kataii, tampoco él lo había obtenido de la suya con los kassars. Por las mismas razones que Hakimba, Conrad no deseaba reunir a sus fuerzas para defender a las manadas de los tuchuks. Por ello, mientras cabalgábamos juntos, Harold y yo pensábamos que Kamchak nos había enviado a una misión con muy pocas probabilidades de éxito. Sí, aquélla había sido una misión absurda, si se tenía en cuenta el temperamento de los Pueblos del Carro.
Cuando llegamos al campamento principal tuchuk, nuestras kaiilas estaban exhaustas. Centenares de vagones ardían, y entre ellos todavía se luchaba. Encontramos también a millares de boskos muertos sobre los pastos, con el cuello abierto, la sangre descomponiéndose, y los anillos cortados o arrancados.
Los hombres que nos rodeaban gritaban de rabia.
Harold se dirigió con su millar hacia los carros, para enfrentarse a los paravaci allá donde los encontrara. Yo sabía que en poco más de quince o veinte ehns sus fuerzas se dispersarían, perdiendo su poder, y también sabía que el campo abierto era un lugar tan adecuado como cualquier otro para encontrar a los paravaci y luchar contra ellos. Así que me deslicé con mi millar por los contornos de las manadas de boskos, hasta que encontramos a unos dos centenares de paravaci comprometidos en la espantosa tarea de degollar a los boskos de los tuchuks.
Los paravaci, que no llevaban montura, levantaron la vista, sorprendidos, inmovilizando sus quivas y hachas. Los aplastamos en menos de un ehn, mientras gritaban. Pero entonces pudimos ver que millares de guerreros paravaci estaban formados en la cresta de una montaña, dispuestos a actuar como refuerzo. En esos momentos se encontraban montando en sus frescas y bien descansadas kaiilas. Oíamos sus cuernos de bosko, que ordenaban reunir a los millares. El sol producía múltiples destellos en sus armas.
Levanté el brazo y con un grito ordené cargar contra esos paravaci, con la esperanza de alcanzarlos antes de que pudiesen formar para cargar contra nosotros. Nuestros cuernos de bosko atronaron, y mis bravos hombres, aunque cansados y sobre exhaustas kaiilas, no rechistaron ni por un momento: se volvieron y siguieron mis instrucciones para arremeter contra el centro de las fuerzas paravaci.
En un instante nos vimos en medio de una multitud de guerreros furiosos, los guerreros que pertenecían a esos millares a medio formar, desorganizados, los paravaci. Mis hombres golpeaban a diestro y siniestro mientras aullaban el grito de guerra tuchuk. Mi intención no era permanecer en esa cresta durante demasiado tiempo, pues los flancos paravaci de la derecha y de la izquierda, que se estaban reuniendo con gran rapidez, podían cerrarse sobre mis hombres. Por lo tanto, nuestros cuernos tocaron retirada, y mis hombres, como si de uno solo se tratara, retrocedieron hacia las manadas en menos de cuatro ehns, mientras el centro de las fuerzas paravaci se reagrupaba. Sólo un momento más, y los flancos derecho e izquierdo del enemigo habrían caído sobre nosotros. Al no ser así, los dejamos unos frente a otros, y podíamos oír sus juramentos mientras nos deslizábamos lentamente entre los boskos, que nos servían de escudo. Permanecíamos cerca unos de otros para que así no volviese a ser posible que pequeñas partidas de hombres se acercaran a los animales con impunidad. En caso de que enviasen arqueros para matar a los boskos, nosotros desde el interior de la manada, podríamos responder a su fuego o incluso, si así lo deseábamos, hacernos un pasillo entre los boskos para dispersar su ataque.
A cubierto entre los animales, ordené a mis hombres que descansasen.
Pero contrariamente a mis previsiones, los paravaci no atacaron en pequeños grupos, ni enviaron a sus arqueros, sino que formaron sus millares y nos atacaron en masa. Cabalgaron sobre los cuerpos de sus compañeros caídos, aproximándose cada vez más. Su intención era atravesar lentamente la manada, matando a los animales a medida que se iban acercando a nosotros para liquidarnos también.
Nuestros cuernos volvieron a atronar, y esta vez mis hombres empezaron a gritar y a azuzar a las bestias con sus lanzas, haciendo volver sus cornamentas en dirección a los paravaci. Cuando los enemigos se dieron cuenta de lo que iba a ocurrir, millares de boskos se habían vuelto contra ellos y empezaban a avanzar, cada vez más rápidamente, en un estruendo de resoplidos y bramidos. Y cuando los cuernos de los paravaci empezaron a sonar desesperadamente, nuestros animales ya corrían sacudiendo sus poderosas y temibles cornamentas. La tierra empezó a temblar, y mis hombres gritaron más fuerte y azuzaron con más saña a los animales, cabalgando con aquella ola devastadora. Los gritos de horror de los paravaci se extendieron por todo su frente; intentaron detenerse y hacer girar sus monturas, pero las filas de más atrás seguían empujando, y pronto se organizó un tumulto de considerables proporciones. Los guerreros seguían intentando descifrar las órdenes de sus cuernos entre aquel desbarajuste cuando nuestros boskos, que corrían desbocadamente, cayeron sobre ellos.
Era la venganza de los boskos. Los animales, enloquecidos, asustados, arremetieron contra las líneas paravaci corneando y pisoteando lo que encontraban a su paso, ya fuesen las kaiilas o sus jinetes. Los guerreros que tenían alguna capacidad de maniobra hicieron girar a sus monturas y escaparon a todo galope para salvar sus vidas.
En un momento, manteniéndome sobre mi silla pese a los saltos y tropiezos de mi kaiila al pasar sobre cadáveres de boskos y cuerpos caídos de kaiilas y hombres que gritaban, di órdenes para que hicieran volver a los boskos. Luego nos reuniríamos en las cercanías de los carros. Los paravaci que habían logrado escapar sobre sus veloces kaiilas ya se habían alejado de la manada, y no era conveniente que los animales se quedaran dispersos por la llanura, a merced del enemigo, que en cualquier momento podía volverse para reiniciar la batalla.
Cuando los paravaci consiguieron reunirse de nuevo, mis hombres ya habían reconducido a la manada y, mezclados entre ella, la habían detenido en el perímetro de los carros.
Estaba a punto de anochecer, y yo confiaba en que los paravaci, que nos superaban quizás en una proporción de diez o veinte a uno, esperarían a que llegase la mañana para sacar partido a su ventaja. Ya que la batalla parecía que finalmente iba a decidirse a su favor, sería poco menos que absurdo arriesgarse a atacar en la oscuridad.
Lo más probable era que a la mañana siguiente intentasen encontrar un camino por el que atacar evitando en lo posible a la manada. Sí, quizás atacarían incluso por entre los carros, con lo que nos atraparían entre su frente y la masa de nuestros propios animales.
Durante la noche me entrevisté con Harold, cuyos hombres habían estado luchando entre los carros. Habían logrado expulsar a los paravaci de bastantes zonas, pero aquí y allá seguían existiendo núcleos de resistencia. Los dos acordamos enviar un mensajero a Turia para que informara a Kamchak de nuestra situación, sin ocultarle que nuestras esperanzas ante un nuevo ataque eran mínimas.
—No creo que las cosas cambien demasiado con este mensajero —dijo Harold—. Si va a todo galope, podrá llegar a Turia en siete ahns. Pero incluso si Kamchak sale de Turia en el mismo momento en que llegue el mensajero, su vanguardia, por muy deprisa que vaya, no podrá alcanzarnos en menos de ocho ahns… y entonces ya será demasiado tarde.
Todo lo que decía Harold me parecía cierto, por lo que no tenía ningún sentido discutir más sobre ese punto. Así que asentí con cansancio.
Tanto Harold como yo hablamos con nuestros hombres. Les hicimos saber que eran libres de retirarse de los carros para unirse a las fuerzas que seguían en Turia, pero ni un solo hombre de nuestros dos millares se movió de su puesto.
Formamos los piquetes de guardia, y cada uno descansó lo que pudo, al raso, con las kaiilas ensilladas y con los ronzales puestos y sujetos al alcance de la mano.
Por la mañana, antes de que saliera el sol, nos despertamos y comimos carne de bosko seca. Para beber, sorbimos el rocío de la hierba de la llanura.
Poco tiempo después de que amaneciera, descubrimos a los paravaci formando al otro lado de la manada. Se preparaban para atacar desde el norte con todas sus energías. Matarían a todo ser viviente que encontrasen en su camino, excepto a las mujeres, ya fuesen esclavas o libres. A éstas las reunirían en grupos y las atarían unas a otras para utilizarlas como escudos tras los que se protegerían los guerreros paravaci en su ataque, y ni las flechas ni las lanzas de los tuchuks podrían dañarles. Harold y yo habíamos convenido fingir que nos enfrentábamos a los paravaci a campo abierto, con los carros a nuestras espaldas para luego, cuando el enemigo atacara, escabullimos entre ellos. Acto seguido, ya tras los carros, los cerraríamos sobre el frente de ataque de los paravaci. Así detendríamos la carga, y el enemigo ofrecería un blanco inmejorable para nuestros arqueros, que procurarían provocar el mayor número de bajas posibles. Naturalmente, sólo sería cuestión de tiempo, y tarde o temprano nuestra barricada se vería forzada o desbordada en un sector sin defensas.
La batalla comenzó en la séptima hora goreana y, tal como habíamos planeado, cuando el centro del ataque paravaci confiaba en nuestro enfrentamiento, la mayor parte de nuestros hombres retrocedió entre los carros, mientras el resto los empujaba hasta juntarlos uno con otro. Tan pronto como nuestros guerreros se encontraron tras ellos saltaron de sus kaiilas y con el arco y el carcaj en la mano, se dirigieron a sus posiciones bajo los carros, entre ellos o sobre ellos, así como también tras el parapeto de las planchas laterales, provistas de sus respectivas troneras.
La fuerza del ataque paravaci estuvo a punto de hacer volcar y romper la barrera de carros, pero aguantaron el embiste. Era como una oleada de kaiilas y jinetes, erizada de lanzas, que rompía y se acumulaba contra los carros, mientras las filas de atrás seguían presionando a los que tenían delante. Algunas de estas filas de jinetes empezaron a escalar sobre sus compañeros caídos y amontonados para saltar por encima de los carros al otro lado, en donde los arqueros detenían su carrera y les hacían caer de sus kaiilas. Una vez en el suelo sucumbían a las navajas de las mujeres libres tuchuks.
Al otro lado de los carros, las flechas empezaron a llover sobre los paravaci atrapados a menos de cuatro metros. Algunos siguieron avanzando por encima de los caídos. Una vez agotamos nuestras flechas nos enfrentamos a ellos entre los carros, clavándoles nuestras lanzas.
A un pasang de distancia pudimos ver que nuevos contingentes de paravaci formaban en la parte superior de una pendiente.
Oímos con alborozo el mensaje de sus cuernos, pues señalaba la retirada de los que se encontraban entre los carros.
Vimos que los supervivientes, ensangrentados, cubiertos de sudor, jadeantes, retrocedían para desaparecer entre las filas de la nueva formación.
Siguiendo mis órdenes, los hombres, exhaustos, salieron de los puestos de tiro que ocupaban para recoger a tantas kaiilas y jinetes caídos como pudieran, y así evitar que esa masa de cuerpos sirviera de acceso a la parte superior de nuestros carros.
Apenas habíamos despejado el terreno situado ante nuestra improvisada muralla cuando volvieron a sonar los cuernos de bosko de los paravaci. Inmediatamente, una nueva oleada de kaiilas con sus jinetes y lanzas se nos echó encima. Así cargaron en cuatro ocasiones, y en cuatro ocasiones pudimos rechazarlos.
Tanto los hombres de Harold como los míos estaban diezmados, y eran muy pocos los que no habían perdido algo de sangre. Según mis estimaciones, solamente sobrevivía una cuarta parte de los que habían cabalgado con nosotros en defensa de los carros y del ganado.
Una vez más, Harold y yo anunciamos que quien quisiera partir era libre de hacerlo.
Una vez más, ningún hombre se movió de su puesto.
—¡Mirad! —gritó un arquero, señalando a la colina en la que formaban los paravaci.
Allí pudimos ver que otros millares estaban formando. Los estandartes de los millares y de los centenares se ponían en posición.
—Es el cuerpo principal de los paravaci —dijo Harold—. Para nosotros será el final.
Miré a derecha e izquierda por encima de la maltrecha y sangrienta barricada de carros, para contemplar lo que quedaba de mis hombres, esos guerreros heridos y casi desfallecidos. Muchos de ellos se habían tendido sobre la barricada o el suelo que quedaba detrás de ésta, e intentaban ganar un momento de respiro. Las mujeres libres, e incluso también algunas esclavas turianas, corrían de un lado a otro para llevar agua fresca y, cuando había necesidad de ello, para vendar las heridas. Algunos tuchuks empezaron a cantar la Canción del Cielo Azul, cuyo estribillo dice que aunque los hombres mueran, siempre quedará el bosko, la hierba y el cielo.
Yo estaba con Harold en una plataforma fijada sobre la caja de un carro al que le habían arrancado la estructura de la bóveda. Estábamos situados justo en medio de la barricada. Ambos estudiábamos lo que ocurría en el campo contrario. En la distancia, veíamos cómo se reunían las kaiilas y sus jinetes, y cómo se movían los estandartes.
—Creo que lo hemos hecho bastante bien —dijo Harold.
—Sí —respondí—, yo también lo creo así.
Oímos que los cuernos de bosko de los paravaci daban alguna orden a los millares allí reunidos.
—Te deseo lo mejor —me dijo Harold.
—Yo también te deseo lo mejor —le sonreí.
Volvimos a oír los cuernos. Lentamente, como si de una enorme guadaña de hombres, animales y armas se tratase, en un frente que se extendía mucho más allá de nuestras líneas, los paravaci empezaron a desplazarse lentamente hacia nosotros. Ganaban en ímpetu y velocidad a cada metro que avanzaban sobre la llanura.
Harold y yo, así como aquellos hombres que habían sobrevivido, permanecíamos en los carros, y observábamos cómo los paravaci bajaban la malla protectora de cascos y cómo levantaban sus lanzas al unísono. Podíamos oír el estruendo de sus kaiilas, cada vez más rápidas, y los chillidos de los animales, y el ruido provocado por el equipo y las armas de los jinetes.
—¡Escucha! —gritó Harold.
Así lo hice, pero solamente me parecía oír el atronador paso de las kaiilas que se precipitaban hacia nosotros. Luego creí distinguir desde algún punto lejano el sonar de algunos cuernos.
—¡Son cuernos! —gritó Harold—. ¡Cuernos de bosko!
—¿Y eso qué más da? —pregunté.
Personalmente, sólo pensaba en cuántos paravaci debían ser.
Miré a los guerreros que se acercaban con las lanzas preparadas. Ahora alcanzaban la velocidad de ataque.
—¡Mira! —gritó Harold señalando con su mano a ambos lados.
El corazón me dio un vuelco. De pronto, emergiendo de las redondeadas crestas de las montañas que nos rodeaban, a derecha e izquierda, como oleadas negras, vi lo que debían ser millares de guerreros sobre sus kaiilas a todo galope.
—¡Mira! —gritó Harold.
—Sí, ya lo veo. Pero, ¿qué más da?
—¡Mira! ¡Mira! —continuaba gritando Harold mientras daba saltos.
Le obedecí, y esta vez lo comprendí, y mi corazón cesó de latir, y lancé un grito, pues a la izquierda, entre los millares que corrían ladera abajo, vi el estandarte del aro amarillo, y a la derecha, entre los millares que se precipitaban hacia el mismo punto, ondeaba el estandarte de la boleadora de tres pesos.
—¡Kataii! —gritó Harold abrazándome—. ¡Kassars!
Permanecí sobre aquella plataforma, confundido, y no sabía si creer lo que mis ojos estaban viendo. Los kataii y los kassars se cerraban como tenazas sobre los flancos desprotegidos de los paravaci, y con la fuerza de su ataque rompían las filas de los sorprendidos guerreros. Y por un momento, incluso el cielo pareció oscurecer cuando miles de flechas surgieron a derecha e izquierda para caer como una lluvia mortífera sobre los sorprendidos, vacilantes y desesperados paravaci.
—¡Deberíamos ayudarles! —remarcó Harold.
—¡Sí, es cierto! —grité.
—Por lo que veo, los korobanos tienen reacciones muy lentas frente a asuntos como éste.
Sin hacer demasiado caso a sus comentarios, me volví hacia mis hombres y grité:
—¡Apartad los carros! ¡A vuestros animales!
Y en un instante las ataduras que unían entre sí a nuestros carros desaparecieron por obra de las quivas, y nuestros centenares de guerreros, el patético remanente de nuestros dos millares, se lanzaron hacia el frente de los paravaci, corriendo con sus kaiilas como si se encontrasen descansados y frescos, y entonando el grito de guerra tuchuk.
Hasta bien entrada la tarde no pude entrevistarme con Hakimba de los kataii ni con Conrad de los kassars. Nos encontramos en el campo de batalla y, como buenos hermanos de armas, nos abrazamos.
—Tenemos nuestros propios carros —dijo Hakimba—, pero también pertenecemos a los Pueblos del Carro.
—Lo mismo ocurre con nosotros —añadió Conrad de los kassars.
—Lo único que lamento es haberle enviado un mensaje a Kamchak —dije yo—. Lo más probable es que ahora ya se haya retirado de Turia para volver hacia los carros.
—No te preocupes —dijo Hakimba—. Hemos enviado jinetes a la ciudad al mismo tiempo que abandonábamos nuestro campamento. Kamchak tenía noticia de nuestros movimientos mucho antes que tú.
—Y de los nuestros también —dijo Conrad—. Le hemos enviado un mensaje informándole de nuestras intenciones.
—No sois malos tipos —dijo Harold—, para tratarse de un kataii y de un kassar, naturalmente. De todos modos, al marcharos, tened cuidado no os llevaréis ningún bosko ni ninguna mujer.
—Tranquilo —dijo Hakimba—. Los paravaci dejaron su campamento más bien desamparado. Habían desplazado todas sus fuerzas aquí.
Me eché a reír.
—Así es —corroboró Conrad—. La mayoría de los boskos de los paravaci están ahora en las manadas de los kataii y de los kassars.
—Supongo que los habrás dividido equitativamente —dijo Hakimba.
—Sí, creo que sí —repuso Conrad—. De todos modos, si no es así, siempre se pueden allanar las diferencias robando unos cuantos boskos.
—Sí, eso es cierto —reconoció Hakimba con una sonrisa que arrugó las cicatrices rojas y amarillas que atravesaban su rostro oscuro.
—Cuando los paravaci que se han escapado de nosotros lleguen a sus carros —dijo Conrad—, creo que se encontrarán con una buena sorpresa.
—¿Y eso? —pregunté.
—Hemos quemado muchos de sus carros… Todos los que hemos podido —explicó Hakimba.
—¿Y qué ha pasado con sus riquezas y sus mujeres? —preguntó Harold.
—Hemos tomado las que nos han gustado, tanto en lo que se refiere a riquezas como a mujeres… En cuanto a las riquezas que no nos gustaban, las hemos quemado, y a las mujeres que no eran de nuestro agrado las hemos desnudado, y allí se han quedado, llorando entre los carros.
—Esto ocasionará una larga guerra entre los Pueblos del Carro —observé yo—, una guerra que puede prolongarse durante muchos años.
—No —dijo Conrad—. Los paravaci querrán que les devolvamos a sus boskos y a sus mujeres. Y quizás obtengan ambas cosas… a cierto precio, claro.
—Eres muy astuto —dijo Harold.
—No creo que vuelvan a masacrar a los boskos —dijo Hakimba—, ni que quieran más pactos con los turianos.
Supuse que tenía razón. Un rato más tarde los carros tuchuks quedaban libres de toda presencia paravaci. Harold y yo enviamos a un jinete para que le diera noticia de la victoria a Kamchak. Tras el correo, al cabo de unas horas, llegarían a Turia dos millares, uno de los kataii y otro de kassars, y se pondrían a disposición de nuestro Ubar, para ayudarle en lo que hiciera falta.
A la mañana siguiente, los guerreros supervivientes de los dos millares que habían cabalgado con Harold y conmigo, trasladarían los carros y los boskos a otra parte, con la ayuda de otros tuchuks supervivientes en el campamento. Ya en aquel momento se veía a los boskos inquietos por el olor a muerte, y los alrededores de los carros se agitaban por la presencia de los urts marrones de la pradera, que como buenos carroñeros acudían en busca de comida. Todavía no se había decidido si después del traslado de los carros y del ganado a unos pasangs de distancia nos quedaríamos en ese punto o bien seguiríamos hacia los pastos de esta vertiente de las montañas de Ta-Thassa, o daríamos media vuelta y nos dirigiríamos hacia Turia. Según pensábamos tanto Harold como yo, esta decisión debía tomarla el mismo Kamchak.
Los soldados kataii y kassars habían acampado separadamente a unos cuantos pasangs del campamento tuchuk, y nos habían dicho que partirían a la mañana siguiente, rumbo a sus carros. Los dos contingentes establecieron un intercambio de jinetes para mantenerse informados constantemente de lo que hacían unos y otros. Asimismo, como también habían hecho los tuchuks, montaron sus guardias. Ninguno de los ejércitos allí presentes deseaba que uno se retirara en secreto para poder entrar a saco en los carros desprotegidos del otro, de la manera que kataii y kassars habían entrado en el campamento paravaci, o los paravaci en el de los tuchuks. No se trataba de que esa noche desconfiasen particularmente unos de otros, sino que toda una vida dedicada al saqueo y a la guerra, les había enseñado a ser muy precavidos con los demás pueblos.
Por mi parte, estaba ansioso por volver a Turia tan pronto como fuera posible. Harold aceptaba gustosamente aguardar en los carros hasta que enviasen desde allí a un comandante de millar para relevarle. Aprecié mucho aquel ofrecimiento, pues lo que más deseaba era volver a la ciudad bien pronto, no en vano tras sus murallas me esperaba un asunto urgente y todavía inconcluso.
Partiría a la mañana siguiente.
Esa noche encontré el viejo carro de Kamchak. Lo habían saqueado, pero al menos no lo quemaron.
No había rastro alguno de Aphris ni de Elizabeth, tampoco pude encontrar señales de su presencia en los alrededores del carro, ni en la jaula de eslín, ahora volcada y rota, en donde las había encerrado Kamchak la última vez que las había visto. Una mujer tuchuk me dijo que cuando los paravaci atacaron, ellas ya no estaban en la jaula. Según esa mujer, sólo Aphris estaba en el carro en ese momento y en cuanto a la bárbara, como ella llamaba a Elizabeth Cardwell, la habían enviado a otro carro, no sabía a cuál. Siempre según sus explicaciones, Aphris había caído en manos de los paravaci cuando saquearon el carro. De la suerte de Elizabeth no sabía nada. Deduje que si Kamchak la había enviado a otro carro, debía haberla vendido. Pensé en quién podía ser su nuevo amo, y por su bien esperaba que éste la considerase de su agrado. Naturalmente, también era posible que hubiese caído en manos de los paravaci, como Aphris. Estaba amargado y triste, y me puse a curiosear en el interior del carro de Kamchak. La cubierta de la estructura estaba desgarrada en varios sitios, y habían destrozado las alfombras que no se llevaron. Una silla estaba llena de cuchilladas, y habían sacado las quivas enfundadas en ella. Habían arrancado o estropeado los toldos del carro. Faltaban la mayoría de piezas de oro, y las joyas, y las bandejas y copas de metales preciosos, aunque aquí y allá se veían monedas o alguna piedra olvidada, como al final de las cubiertas de cuero o junto al pie de uno de los postes del carro. Faltaban también la mayoría de las botellas de vino, y las que no faltaban las habían hecho añicos contra el suelo, o contra los postes, y habían dejado manchas oscuras por todos lados, incluso en la cubierta de cuero. El suelo estaba lleno de cristales. De todos modos habían respetado algunas cosas de poco o nulo valor, pero que yo apreciaba en mis recuerdos. Así, allí estaba aquel cazo de cobre que Aphris y Elizabeth usaban para cocinar, y una caja de estaño que contuviera azúcar amarillo de Turia, aunque algo abollada y vacía de su contenido; allí estaba también aquel objeto de cuero, de tono gris, amplio, que Kamchak usaba a veces como taburete y que una vez me había lanzado de una patada para que lo inspeccionase. Kamchak apreciaba mucho aquel objeto y supuse que le alegraría saber que no se lo habían llevado los paravaci, como sí habían hecho con la mayor parte de sus pertenencias. Pensé en la suerte que habría corrido Aphris de Turia. De todos modos, sabía que Kamchak no sentía demasiado afecto por su esclava, y por lo tanto esa cuestión no le preocuparía demasiado. Pero la suerte de esa chica sí me preocupaba a mí, y esperaba que estuviera viva, que su belleza, cuando no la compasión o la justicia, le hubiese valido la vida aunque sólo hubiera sido para convertirse en una esclava de los paravaci. Y también me preocupaba lo que habría podido ocurrirle a Elizabeth Cardwell, la encantadora y joven secretaria de Nueva York, a quien de manera tan cruel habían desplazado de su mundo. Finalmente, exhausto, me tendí sobre los tablones del carro de Kamchak y me dejé llevar por el sueño.